Página inicial
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 


Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

Prólogo e introducción de
Literatura uruguaya del medio siglo
    pág. 1/6
Montevideo, Alfa, 1965
PDF (280 Kb)

 

pág.   1  2  3  4  5  6

Prólogo

"Está de moda denigrar a la literatura. También está de moda defenderla. Así, un famoso escritor francés hace tiempo que denuncia reiteradamente las imposturas de la literatura, ay, sin dejar de hacer literatura. Algunos marxistas la han reducido –sin escuchar a Marx– a mera propaganda y los defensores oficiales de la cultura occidental la aprovechan como pretexto para la caza de brujas, tema poco literario. En nuestro país hemos padecido y padecemos versiones criollas de estas mismas actitudes.

Con tantos enemigos y tantos defensores es casi increíble que la literatura siga gozando de buena salud. Porque la verdad es que la literatura tiene una razón de ser y existir, y no depende ni del capricho de los hombres providenciales ni de las estrategias políticas –disfrazadas de ideologías– que hoy se reparten el mundo con alegría y ferocidad. La literatura nace, como el arte entero, de la necesidad más íntima del hombre, cualquier hombre, todo hombre, de captar su realidad y expresarla, o de verla expresada, en una dimensión imaginaria. La literatura existe, como germen, ya en la menor expresión oral del niño o del salvaje; existe, como producto final, en los más elaborados ejercicios de un Góngora o un Herrera y Reissig. Que la literatura además sirva para otras cosas, que sea magnífico vehículo de ideas y doctrinas y hasta disparates, que pueda ser eficaz como arma política o demagógica, que se use como envoltorio de propagandas más o menos sospechosas, que se convierta en uno de los opios del pueblo y no el peor, todo eso es muy cierto. Pero no se refiere a la literatura misma sino a la utilización de la literatura. También el cuchillo que corta y reparte el pan sirve para matar. La literatura es –nada más, nada menos– un instrumento para explorar la realidad. Por eso, importa tanto; por eso, tiene tan poco éxito creador cuando es aplicado a otros fines. Las imposturas de la literatura son las imposturas de los que quieren hacerla cumplir funciones falaces.

Afirmar esto –que es obvio– no es defender la anacrónica doctrina del Arte por el Arte ni la también anacrónica Torre de Marfil, que debió llamarse de Papel. Todo creador es, en tanto individuo, un hombre de su tiempo. Le guste o no está sometido a las presiones de su ambiente. Pero cuando crea, si es capaz de hacerlo, si no es un impostor, su obra trasciende milagrosamente esas circunstancias. Sin dejar de ser un testimonio del hombre y de su época, la obra de arte es algo más; al revelar la realidad con toda la profundidad de la imaginación y la emoción, con toda la lucidez del arte, escapa a la servidumbre de los fines inmediatos para los que pudo haber sido creada. Esa servidumbre existe, y conviene saberlo. Pero conviene saber también que en ella empieza y no termina la obra de arte. Incluso cuando la literatura tiene un explícito propósito didáctico o político, como puede ser el caso de Brecht y antes el de Dante, la literatura escapa a ese destino inmediato. O no es literatura.

En los últimos veinticinco años, el Uruguay ha producido alguna literatura de verdad. No mucha ni demasiado buena, pero lo suficiente para que se justifique un análisis predominantemente literario de este período; un análisis que no excluya los supuestos o presupuestos sociales y económicos y hasta políticos pero que no confunda el examen de esos supuestos con el análisis literario. Es éste un período que corresponde en las letras de América a una gran expansión literaria y artística. En el Uruguay esta expansión ha tenido también sus efectos y en la modesta escala que corresponde a un país pequeño y marginal, nuestra literatura ha aportado su cuota a la creación de todo un continente. Son los años en que ha creado su mundo novelesco Juan Carlos Onetti: mundo tan real, tan esencialmente imaginario; que han quedado marcados por la poesía de Liber Falco, de Juan Cunha; que enriquecen los estudios históricos de Juan E. Pivel Devoto, de Arturo Ardao y Lauro Ayestarán; en que se han revelado, Idea Vilariño, Amanda Berenguer y Humberto Megget, Carlos Martínez Moreno, Mario Arregui, José Pedro Díaz y Mario Benedetti, Antonio Larreta, Jacobo Langsner y Carlos Maggi, Washington Lockhart, Aldo Solari, Roberto Ares Pons y Carlos Real de Azúa, y en que una cantidad de escritores de la misma generación o aún más jóvenes han empezado a hacer oír su voz. Es una cosecha importante aunque tenga sus claras limitaciones. La obra no es demasiado abundante y buena parte de estos autores sólo ahora están alcanzando su plena madurez. Pero la perspectiva de un cuarto de siglo permite, creo, empezar un balance necesario. Y hasta cierto punto urgente porque una de las características más lamentables de nuestra situación de cultura marginal y a fare es el robinsonismo de que ya hablaba Real de Azúa: ese eterno recomenzar que lleva a cada generación a ignorar que la precedente se planteó las mismas cuestiones y las resolvió en forma parecida. Actitud no sólo ignorante sino, también suicida porque obliga a cada escritor a hacer tabla rasa de lo que debió aprender y lo fuerza a empezar –él solito– a crearlo todo en la feria de vanidades. La literatura es obra de muchos, incluso de los que ya hicieron, incluso de los que se equivocaron. Conviene no olvidarlo.

También conviene recordar, eso sí, que la literatura es enemiga del catálogo y del fárrago. Será tarea de historiadores del futuro la determinación completa y exhaustiva de todas las personalidades, de todos los movimientos, de todos los matices, que dibujan estos veinticinco años. En este libro no se pretende semejante totalidad. Ha sido escrito por un crítico militante, actor en los acontecimientos que se reseñan. No evita por lo tanto ni el compromiso máximo de opiniones y juicios, ni la elección personal que escribir sobre estrictos contemporáneos implica. Es claro que por tratarse de una labor crítica –y no meramente memorialista– he tenido en cuenta el principio básico de la objetividad. Una vez más conviene aclarar que la objetividad no es otra cosa que una disciplina de trabajo que permite tomar perspectiva sobre lo inmediato. Todo observador participa en la situación observada, la modifica por su presencia, es afectado por ella. Pero si el observador lo sabe, si es escrupuloso en sus observaciones, si fiscaliza con datos ajenos los propios, si también se observa observar, puede sortear las trampas más obvias del subjetivismo. La objetividad crítica es una aspiración de este libro. Aunque –ya se ha visto– no es su única aspiración.

Por haber intervenido directamente en el proceso de las dos décadas y media que ahora se considera, he tenido que referirme alguna vez a mí mismo. He preferido hacerlo sin excusas aunque sin emplear un sólo adjetivo calificativo, ni propio ni ajeno, limitándome a establecer escuetamente mi participación. Acá figuro yo porque he figurado en la realidad que este libro estudia. A otros corresponde calificar esa participación. Omitirla totalmente –como tal vez indica el buen gusto– me habría impedido precisar los contornos de algunos aspectos de esa realidad. Como creo que en conjunto la literatura uruguaya de estos últimos veinticinco años importa y como también creo que por la cercanía del momento actual es la más expuesta no sólo a errores bienintencionados y hasta olvidos explicables, sino también a muy deliberadas mistificaciones y engaños, he querido dejar este libro como punto de partida de un estudio más amplio que la distancia en el tiempo permitirá ir desarrollando. Para redactarlo he aprovechado trabajos particulares y panoramas que vengo redactando desde 1943 y que el lector curioso encontrará puntualmente indicados en la nota bibliográfica final. Por eso, y hasta cierto punto, este libro que estudia los últimos veinticinco años de literatura uruguaya desde una perspectiva muy personal es también obra de estos veinticinco años. El momento me parece oportuno para recoger y ordenar esta labor crítica.

Montevideo, octubre 20, de 1965."

 

Introducción: una generación polémica

1. La toma de conciencia

En noviembre de 1958 ocurrió un hecho inaudito en el Uruguay; después de 94 años de gobierno colorado el Partido blanco ganó limpiamente las elecciones. Para un vasto sector del electorado este acontecimiento no sólo era catastrófico: parecía literalmente imposible. Hasta los blancos se habían acostumbrado a concurrir a las elecciones para aumentar sus votos, para consolidar posiciones de segundo partido nacional, para mejorar las trincheras y líneas de ataque, para asegurar su cuota en el reparto de puestos públicos. Pero no para conquistar realmente el poder. No es del caso analizar aquí en detalle este milagro. Baste decir que al cerrar la hegemonía indiscutida del Partido colorado, las elecciones de 1958 objetivaron una transformación radical en la conciencia del votante uruguayo.

Es cierto que este proceso se veía venir. Durante casi un siglo, el Partido colorado ocupó sólidamente el poder. La obra de Batlle y Ordóñez le permitió crear una enorme clientela política sobre la base de una clase media baja y una clase trabajadora urbana, a las que estimuló con una legislación social única entonces en la América hispánica. Esta legislación se adelantaba incluso a las necesidades de un país de industrialización incipiente. En las tres primeras décadas del siglo, Batlle dio al pequeño burgués y al obrero un respaldo legal formidable: pensiones a la vejez, jubilaciones amplias y hasta generosas, educación gratuita, salud protegida. El resultado en el papel era formidable aunque no siempre lo fuese en el funcionamiento, pero para asegurar la buena marcha del sistema estaban precisamente los clubes políticos, naturales intermediarios entre el Estado y el correligionario, como ha observado tan bien Aldo Solari. Se consolidó así una política de paternalismo que hacía derivar todos los problemas hacia soluciones oficiales y que castraba la iniciativa privada; se creó una formidable clientela electoral a la que mantenía inmóvil con promesas (y algún anticipo) de futuros cada vez más rosáceos; se auspició el quietismo y la autosatisfacción. Sin poblaciones indígenas que asimilar, con un alto índice de alfabetismo, en un territorio de clima templado y casi totalmente aprovechable, el Uruguay era una excepción en un continente atravesado por los problemas sociales y políticos, devastado por el clima y por los extremos topográficos, de población hostilmente dividida. La afluencia inmigratoria, tan decisiva para la fisonomía actual del país, había inclinado nítidamente la balanza hacia el Viejo Mundo. El Uruguay era el país más adelantado de América: era europeo.

A la muerte de Batlle (1929) el impulso adquirido por las reformas permitió a sus herederos inmediatos continuar gobernando por medio de un régimen copiado de la ordenada Suiza. Es cierto que el colegiado uruguayo difería en muchos aspectos del modelo original pero aseguraba, por sutiles mecanismos, la perpetuación del Partido colorado en el poder. Pronto se verían las escisiones provocadas por una sorda y enconada lucha por el Gobierno. El poder divide, recordaba una vez Pivel Devoto. Cada una de estas escaramuzas de palacio significó, en definitiva, una posición más que ganaba la oposición blanca, cuya esfera de influencia política y económica estaba sobre todo en el campo, con los latifundios y sus terratenientes más o menos ausentistas, sus dóciles e ignorantes peonadas, sus agregados y rancheríos periféricos. La voz del caudillo blanco llegaba incluso a las capitales departamentales del Norte. A pesar de que habían concluido las guerras civiles (la última es de 1910), el país continuaba política y económicamente escindido en capital e interior. Esas dos fuerzas opuestas existen desde los orígenes de esta tierra. Quienes recuerdan que la riqueza viene del campo, olvidan que el país empieza a existir políticamente al fundarse Montevideo como plaza fuerte para la defensa de todo un territorio abierto y sin límites precisos. De la dialéctica entre la plaza fuerte y la campaña, de las virtudes y limitaciones de ambas, nace el Uruguay. Aún hoy, esa dialéctica sigue viva.

En la lucha por el poder dentro del equipo colorado ocurrió el 31 de marzo de 1933 un hecho lamentable: el presidente Terra dio ese día un golpe de estado apoyándose no solo en un sector colorado que él representaba, sino también en el sector blanco mayoritario. La superestructura de legalidad que tanto enorgullecía al Uruguay (acá hay respeto por la Ley, acá no hay indios, ésta es la Suiza de América) demostró tener escaso fundamento, ser apenas una cómoda abstracción pre-electoral, tema de académicos debates en el Parlamento, que se prolongaban en los editoriales más virulentos de la prensa grande, mientras el país era realmente gobernado en pasillos, antecámaras, discretas villas arboladas. La vuelta a la legalidad y a las fórmulas sacrosantas ocurrió en febrero de 1942, con un contragolpe (suave y elegantísimo) del cuñado de Terra, el general Baldomir que era entonces Presidente de la República. Todo el país respiró: se volvía a la normalidad, al respeto, al orden. Una vez más creímos ser el único país de América sin dictatorzuelos ni revoluciones. Pero en lo íntimo, algo se había destruído irreparablemente aquel último día de marzo de 1933.

Al fin emergió como líder colorado un sobrino de Batlle, celosamente combatido por los hijos del gran hombre. Luis Batlle Berres representaba un nuevo elenco, una generación que ya estaba madura para el poder. Es una generación que cabe calificar, con todo los debidos respetos, de Hijos de Papá. Casi todos los políticos que a partir de esa fecha van tomando las riendas son hijos de alguien, o sobrinos cercanos. Su condición de herederos indiscutidos se traduce políticamente en actitudes de una arrogancia que no justifican siempre los méritos personales. A pesar de su indudable olfato electoral y de su creciente caudal de votos, Luis Batlle consiguió el milagro de convertir su gestión política (a través de dos presidencias sucesivas) en una de las más impopulares de las últimas décadas. Dentro del Partido colorado crecía la escisión en tanto que los blancos aumentaban su clientela burguesa de disconformes y postergados. Por otra parte, aunque en la prensa se escamoteaba el tema, todos sabían que era falsa la noción de que gobernaba un solo partido. Desde 1933, y gracias a la connivencia entre Terra y Herrera, existió en los hechos, aunque no siempre en la conciencia pública, una coparticipación de colorados y blancos en el reparto de los puestos públicos y los privilegios del poder. En el parlamento, en la prensa grande, en los discursos de club o de esquina, parecían inconciliables enemigos. Entre bastidores las cosas eran distintas. Había una suerte de acuerdo de caballeros que permitía increparse en público y repartir amistosamente la torta del presupuesto en privado. A veces el insulto pasaba los límites y se agitaba la maquinaria del duelo. Casi nunca había lugar.

Tampoco las elecciones de 1958 habrían de modificar sustancialmente esta situación ya que las dos potencias electorales se equilibraban bastante, como lo han demostrado más tarde las elecciones de 1962 en que el Partido blanco volvió a capturar el Gobierno nacional en tanto que la mayoría colorada conquistó el de Montevideo, que equivale a más de la tercera parte del país. Pero la verdadera importancia de la derrota del Partido colorado en 1958 no se mide en votos sino en su valor de símbolo: el mito de la invencibilidad del Partido colorado se destruye en ese día. Desde entonces la iniciativa del reparto presupuestal sale de sus manos. Luis Alberto de Herrera, coetáneo estricto del viejo Batlle y eterno candidato infructuoso del Partido blanco, es al fin jefe reconocido del país. Lo será por poco tiempo, ya que muere casi de inmediato, pero su triunfo aunque tardío también tiene un valor de símbolo. Es un desquite. La destrucción del mito obliga a una toma de conciencia.

Sin golpes de estado, por el desplazamiento de muchos votos nuevos, los colorados perdían su hegemonía. El resultado sólo podía significar una cosa: una parte considerable de la masa electoral había empezado a decir Basta a una política que sólo le ofrecía la alternativa de votar a uno de los dos partidos tradicionales. Para muchos hombres de izquierda la derrota del Partido colorado en 1958 fue la prueba irrefutable de que todo el país empezaba a adquirir una conciencia militante del juego político concreto que ocultaban las cómodas abstracciones fomentadas por los poderosos. Una ráfaga de esperanza atravesó a intelectuales y militantes. La verdad no era tan simple. Como factor decisivo en el resultado de las elecciones había que reconocer la existencia de un grupo político nuevo, la Liga de Acción Ruralista, que no tenía nada de izquierda. Bajo la dirección de Benito Nardone, un hijo de inmigrantes del que empezaron riéndose muchos hijos de Papá para terminar adulándolo, ese nuevo grupo tuvo la clarividencia de apoyarse en un electorado prácticamente virgen: el hombre que vive en el campo, no posee grandes extensiones de tierra o es simplemente inquilino y hasta peón en tierra ajena: esa pequeña clase media ciudadana que vive en pueblos, o en la periferia de la capital, aburrida de promesas electorales que no llegan a realizarse nunca, de las interminables amansadoras en los ministerios, del trabajo estéril y monótono en el club. Estos electores leen apenas los diarios (principales órganos políticos, hasta hace muy poco, de los grandes partidos) y son muy afectos en cambio a la radio. Como se trataba de gente que votaba blanco o colorado por inercia y sin mayores esperanzas, fue alcanzada y movilizada, fue capturada por medio de una habilísima, machacona, simplificadora propaganda radial de Nardone. El impulso motor era el resentimiento y el odio. Aunque crecido dentro del Partido colorado (fue cronista policial de El Día en la época de Terra), Nardone había chocado con la ambición egocéntrica de Luis Batlle. Trasladó su discutible adhesión al Partido blanco en vísperas de las elecciones de 1958, decidiendo con sus votos una contienda entre grupos que despreciaba igualmente. El hijo de inmigrantes italianos, que había sido desdeñado y hasta vituperado por los políticos profesionales de apellidos tan notorios, tenía la llave electoral. Era una llave pequeña pero reluciente; había sido astutamente fabricada. Desde entonces, y a pesar del encono de unos y otros, y hasta de una escisión notable dentro del Partido blanco con respecto a la conveniencia de continuar la alianza con Nardone, este grupo más o menos autónomo aumentó su caudal, como lo demuestra el resultado de las elecciones de 1962.

El fenómeno del Ruralismo representa sin duda la aparición de un grupo derechista, todavía dependiente de los partidos tradicionales, e incrustado hábilmente en uno de ellos, pero dispuesto a vender al mejor postor su adhesión si las necesidades de la estrategia electoral así lo exigen. A pesar de que en teoría defiende los intereses del pequeño propietario contra los terratenientes y los políticos de la capital, de hecho estuvo al servicio de los intereses de esos mismos terratenientes y de los políticos de Montevideo. El ascenso al poder de Nardone así lo demostró: en poco tiempo, y con una avidez vertiginosa que ponía en evidencia su rápido fin, el jefe del Ruralismo edificó una clientela electoral que corresponde mejor a la realidad política del país que la de partidos que invocan símbolos del siglo pasado. Por otra parte, su participación en el poder a partir de 1958 le ha permitido empezar a satisfacer las necesidades de un hambriento electorado con prebendas, puestos públicos y muchos peculados. Todo esto sin abdicar su posición crítica y hasta opositora al Gobierno, sin cesar la prédica del resentimiento y el chantaje, sin perder nada de su iracundia reaccionaria. Es cierto que es un grupo cuya vida política está demasiado ligada a la existencia física de su líder, muerto en 1964. Pero también es indudable que ha demostrado tener un sentido de la realidad electoral que estaba faltando a los organizadores de los partidos tradicionales y hasta de los de la misma izquierda. La desaparición de Nardone dio un respiro al Uruguay.

Las elecciones de 1958 cambiaron el elenco gubernamental pero no cambiaron sino muy levemente las estructuras del poder ni los organismos. Desde este punto de vista, el hecho interesa sólo a un análisis exclusivamente político. Es significativo que en esas elecciones, como en las de 1962, los partidos de izquierda (socialista, comunista) no hayan logrado aumentar suficientemente su caudal conjunto de votos. A pesar del indiscutido fervor de sus manifestaciones públicas contra el desgobierno de Batlle Berres, o de su entusiasmo por la Revolución Cubana (el comunismo adoptó como sigla electoral la palabra F.I.D.E.L., por Frente Izquierda de Liberación), a partir de un aprovechamiento activo del prestigio de intelectuales y artistas en un país de gran snobismo cultural, a pesar de todo tipo de estrategia, y agitación popular, los partidos de izquierda no lograron en las elecciones de 1958 sino el 7% de los votos. El mayor caudal del Fidel, por ejemplo, se debió sobre todo a canibalismo ya que devoró muchos votos que normalmente iban al socialismo. Los partidos de izquierda siguen siendo en el Uruguay partidos de élite. El proletariado, la clase media baja, el pequeño funcionario, continúan votando a los partidos tradicionales aunque prefieren oír hablar a los hombres de izquierda cuando se trata de elegir alguna manifestación. Algo anda mal en un país en que los barrios obreros votan al partido de Gobierno y los barrios de clase media alta votan a la izquierda, observaba lúgubremente Mario Benedetti hace poco. La explicación es simple.

Ambos partidos tradicionales significan para sus electores una seguridad. Los uruguayos de este siglo se han convertido en clientes que esperan del caudillo un puesto público y más tarde (aunque no mucho, por favor) una jubilación. Dan su voto para obtener un lugar al sol. El día de las elecciones votan no de acuerdo a las convicciones expresadas durante cuatro años: votan para que ganen los que pueden ayudarlos. El Ruralismo significó antes de 1958 la fuerza de los que no podían ofrecer puestos de inmediato pero sí ofrecían un cambio total del elenco para todo un electorado marginal. Pero el Ruralismo no habría obtenido un solo voto válido si no se hubiera incrustado en uno de los Partidos tradicionales. Lo mismo podría decirse de un líder colorado nuevo, Zelmar Michelini, que también aumentó su caudal electoral a expensas del líder descalificado. Fuera del paraguas protector del Lema colorado, Michelini (a pesar de sus indudables condiciones) no habría existido. Él lo sabe y, por eso hace su política, real, concreta, táctica, desde un partido tradicional del que lo separan tantos postulados básicos. El resultado de estos movimientos dentro de la vieja estructura fue (ya se ha visto) sólo un cambio en la distribución de los puestos públicos, la absorción discutida del Ruralismo dentro de uno de los partidos tradicionales, la formación de otra clientela mantenida por los nuevos grupos. Plus ça change.

Toda esta transformación tiene una base económica que sólo en las últimas décadas se ha empezado a estudiar seriamente. La situación del país se ha ido agravando porque ninguno de los vistosos a indudables cambios en la superestructura social efectuados por el viejo Batlle afectaron realmente la base de la economía uruguaya. Desde el exilio de Artigas (1820) la tierra sigue en manos de muy pocos, estos pocos son los que deciden a su buen entender (a veces nulo) la forma de explotación y se benefician mayoritariamente de ella. Batlle que reformó tantas cosas en el presupuesto nacional, no tocó la tierra. Por otra parte, para consolidar un electorado urbano, prestó atención preferencial a los obreros de industrias en su tiempo incipientes. Esa política de industrialización más o menos dirigida, o fomentada por el Gobierno, fue continuada alegremente por su sobrino y por los amigos de su sobrino, con el resultado de que el proletariado uruguayo se acostumbró a recibir de lo alto sus privilegios sociales y no a conquistarlos arduamente (como pasó en Inglaterra, por ejemplo). Su fuerza potencial resultó también castrada. Pasó a convertirse en cliente de uno de los partidos tradicionales, a participar en la ruleta de las elecciones.

La guerra mundial que termina abruptamente en 1945 con la explosión atómica de Hiroshima, primer acto de la nueva revolución industrial, y la subsiguiente de Corea (1950/1953) fueron para el Uruguay nuevos pretextos para prolongar unos días más la siesta del subdesarrollo. Aportaron inyecciones de sangre extranjera a una economía que se basa fundamentalmente en la exportación de lana y carne, y que pretende mantener un elevadísimo nivel de vida, a la par de naciones que no sólo han cumplido la primera revolución industrial hace más de un siglo, sino que avanzan aceleradamente en el ciclo de la segunda. El uruguayo sigue consumiendo whisky y soñando con la casa propia y el ranchito en la playa en momentos en que el país se hunde literalmente en el mar. A partir de la transformación de la contienda mundial en guerra fría entre dos bloques, el Uruguay ha visto crecer, la economía europea y la norteamericana en una competencia terrible por los mercados del subdesarrollo; ha visto la aparición en América de las naciones del bloque soviético y chino que también exportan ideologías como envoltorio luminoso de productos más concretos. En el terreno que le es propio ha sido amenazado por la competencia formidable de ciertos países de la Commonwealth, en tanto que la capacidad de producción nacional disminuía y que sus líderes políticos practicaban con el mayor entusiasmo la autofagia.

Este país, uno de los que tienen más alto nivel de vida en el continente hispanoamericano, con una carga social que no soportan ni los países más prósperos de Occidente, no ha sabido ni querido ni buscado apretarse el cinturón y se ha embarcado masivamente en una política inflacionaria, fomentada por los poderosos y los gobernantes, sean blancos o colorados. Todo esto estuvo en juego en las elecciones de 1958 y lo está mucho más gravemente hoy que se han hecho públicas las cifras de una especulación que no conoce distinciones partidarias y aúna en el común esfuerzo de esquilmar al país a hombres de casi todos los partidos. El resultado que interesa inmediatamente a este análisis fue que muchas miles de personas que vivían soñando y votando en este país no tuvieron más remedio que mirar a su alrededor para descubrir la realidad, el verdadero rostro de un Uruguay que creían familiar y era una incógnita. La toma de conciencia que todos los uruguayos empezaron a realizar a partir de 1958 encontró a un equipo ya preparado para el análisis.

 

2. El punto de partida

En 1958 hacía casi veinte años que se había fundado en Montevideo un semanario en que el examen más lúcido del país fue encarado desde todos los ángulos posibles. Con gran esfuerzo al principio, reuniendo poco a poco un pequeño pero devoto público, convertido al fin en una voz escuchada hasta por sus adversarios políticos más enconados, el semanario Marcha ha realizado desde junio de 1939, en vísperas de la segunda guerra mundial, la penosa y necesaria labor de ser un tábano sobre el noble caballo nacional, como decía aquel lema socrático de la Crítica bonaerense. Desde todas sus secciones, y no sólo desde las especializadas en política o economía, el semanario que dirige Carlos Quijano intentó penetrar debajo de las estructuras que esconden la realidad nacional para mostrar qué ocurre realmente allí. Aunque de extracción blanca y vinculado por lo tanto a uno de los partidos tradicionales, Quijano se separó del Partido cuando la connivencia con el golpe de Estado de Terra en 1933, militó por un breve espacio entre los blancos llamados independientes (que ahora detentan precisamente el poder) y luego también se separó de este grupo, actuando con independencia. Abogado y profesor de economía en la Facultad de Derecho por un período bastante largo, se formó en París y allí adquirió paradójicamente una conciencia muy viva de la posición del Uruguay en la América hispánica, posición que ya había descubierto en sus lecturas juveniles de Ariel. (A los veinte años fue presidente del centro de estudiantes de este nombre). Entre sus compañeros de aventura parisina figuran entonces el narrador guatemalteco Miguel Angel Asturias y el líder político peruano Víctor Raúl Haya de la Torre. Con ellos funda una comunidad de estudiantes latinoamericanos que marca rumbo. De regreso al Uruguay, Quijano acaba por encontrar su propia ruta, después de un ensayo en el periódico El Nacional (1930/1931) y en Acción (1932/1938), con la fundación del semanario Marcha: es la ruta del periodismo de análisis y esclarecimiento de la realidad nacional e hispanoamericana. Desde la primera hora contó Quijano con colaboradores como Julio Castro, maestro y especialista en temas nacionales, gran caminador de América hispánica, y el doctor Arturo Ardao, profesor de filosofía y estudioso de la evolución histórica de las ideas en el Uruguay. Otros nombres estuvieron asociados casi desde el comienzo a la obra de Marcha o aparecieron poco después: el novelista Juan Carlos Onetti fue secretario de redacción y encargado de la sección literaria en los tiempos heroicos; el narrador Francisco Espínola (uno de los grandes cuentistas uruguayos) fue crítico teatral; Lauro Ayestarán hizo crítica musical; Arturo Despouey fue hasta su partida a Inglaterra en 1943 el crítico de cine. Otras personalidades, como el narrador Dionisio Trillo Pays (encargado de la sección literaria por un período, después de la radicación de Onetti en Buenos Aires, hacia 1942) o como el historiador Juan E. Pivel Devoto, contribuyeron a dibujar la fisonomía de Marcha en los primeros tiempos. Más tarde, a partir de 1945, todo un elenco nuevo que no había cumplido los treinta, empieza a dar una fisonomía más actual al semanario y a ponerlo al día no sólo en política y economía sino principalmente en las secciones de arte. Si el primer equipo estaba unos diez o doce años lejos de Quijano (que nació en 1900 y es por lo tanto hombre de la generación que emerge hacia 1932), el nuevo equipo está a unos veinte años de distancia. En la sección política como en la de arte desfilaron muchos nombres que hoy, en buena medida, han dejado Marcha. Este aspecto (los Idos de Marcha, se ha dicho) no interesa a esta introducción que busca definir la perspectiva hasta ese 1958 tan crucial. Los casi veinte años de esfuerzos que abarca este período fueron de importancia capital. Van desde aquellos viernes en que Marcha era voceada a la entrada de la calle Sarandí por un canillita que invariablemente repetía a gritos: Salió Marcha con un violento artículo del doctor Carlos Quijano, hasta los años más reposados en que viernes a viernes el administrador (devotísimo Hugo R. Alfaro) podía hacer sus números sin padecer infartos y en que el semanario, aunque continuase publicando artículos violentos de Quijano, ya no necesitaba vocearlos como anzuelo.

Esos casi veinte años produjeron al fin un resultado estimable. Conviene no confundirse, sin embargo, y caer en la beatería de las celebraciones de onomástico. El resultado de la prédica de Marcha no tuvo mayor alcance político. Como lo demostraron las sucesivas intentonas de Marcha por crear una agrupación política, o canalizar a sus lectores hacia la acción, el semanario era leído y discutido hasta la pasión pero en la hora de la verdad el uruguayo seguía votando para ganar. Así, por ejemplo, en 1946 el semanario apoyó la candidatura de Quijano al Senado y no consiguió que sus miles de lectores lo apoyaran. Eran lectores, no votos. Igual fracaso se repitió en 1950, lo que decidió a Quijano a separar el semanario de la Agrupación Demócrata Social que él había creado. Las elecciones de 1954 vieron a Marcha neutral, aunque siempre crítica. En la hora crucial de 1958, Quijano se declaró inesperadamente socialista, aunque no intentó convertir a Marcha al socialismo. Paradójicamente, en esas elecciones el Partido blanco llegó al poder. Podría hablarse de una vocación para el fracaso.

 

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 

 


Biografía Bibliografía l Entrevistas l Correspondencia l Críticos
Manuscritos l Fotografías l Vínculos


Optimizado para Internet Explorer a 800x600

DokuWiki Appliance - Powered by TurnKey Linux