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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

Prólogo de Obras completas de Juan Carlos Onetti  
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Por Emir Rodríguez Monegal.
Madrid, Aguilar, 1979, pp. 9-41
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"Como Florencio Sánchez y Horacio Quiroga, Juan Carlos Onetti es de aquellos escritores uruguayos cuya obra se proyecta tempranamente sobre ambas márgenes del Río de la Plata. Y no solo por haber vivido Onetti unos quince años en Buenos Aires (los años de su madurez literaria) y haber publicado allí cinco de sus mejores novelas, sino por la muy principal razón de que el mundo que ha recreado en sus narraciones es el de la ciudad rioplatense de este siglo. Llámese Montevideo (como en El pozo) o Buenos Aires (como en Tierra de nadie) o Santa María (como en casi todas las otras novelas), la ciudad que describe Onetti, la ciudad en la que viven y mueren sus personajes, la ciudad con la que él ha estado soñando hasta hacer soñar también a sus lectores, es una ciudad situada a orillas del vasto, barroso, equívoco Río de la Plata. Y es, también, una ciudad de hoy.

No faltan en ambas márgenes del río quienes han intentado, antes que Onetti, la descripción de esas ciudades de inmigrantes, precipitadamente erguidas sobre "el río de sueñera y de barro", como dijo Borges en un poema; esas ciudades de indiferentes morales, de seres angustiados y tiernos, víctimas y victimarios confundidos en un solo abrazo. Si José Pedro Bellán, Roberto Arlt o Enrique Amorim, Eduardo Mallea o el mismo Borges, se habían asomado también a esta ciudad que se llama Buenos Aires cuando no se llama Montevideo, si ellos consiguieron apresar muchas de sus esencias, ninguno como Onetti logró convertir la ciudad rioplatense en personaje central de toda su obra.

Más tarde, otros narradores habrían de aprovechar su descubrimiento (o invención). Escritores brillantes como Leopoldo Marechal o Ernesto Sábato, creadores sutiles como Julio Cortázar, los más destacados novelistas de la generación uruguaya del 45, así como los "parricidas" porteños, habrían de desarrollar esa invención de la ciudad rioplatense, o aportar a ella matices nuevos, muchas veces inesperados, iluminaciones deslumbrantes. Algunos (como Cortázar) reconocerían explícitamente la influencia. Otros la aceptarían implícitamente. Los menos se declararían sus discípulos.

Sea como fuere, Onetti ya está situado en las letras rioplatenses de este siglo, a la entrada de una etapa decisiva: la del descubrimiento del nuevo mundo de la gran ciudad, de sus hombres, sus proyectos y sus muertes. Pero esa posición central es más importante aún si se la proyecta sobre la ficción latinoamericana de los últimos treinta años. Porque con sus primeras agrias novelas, Onetti marca también el acceso de toda una nueva promoción narrativa a las letras hispanoamericanas. Es la promoción que en Río de la Plata como en México, en el Perú como Chile, en Cuba como en Venezuela, irá descubriendo el nuevo rostro de la América Latina. Si los grandes novelistas de la tierra y la selva (José Eustasio Rivera, Rómulo Gallegos, Ricardo Güiraldes, Ciro Alegría) marcaron la línea central de un telurismo hondamente enraizado en la nostalgia o en la protesta, es con Onetti y sus pares que el nuevo hombre latinoamericano, el hombre que se ve obligado a ingresar casi de golpe en una modernidad caótica, angustiosa, pasa a asumir el primer plano en la ficción.

Pero el descubrimiento de Onetti no habría tenido la importancia que tiene si se hubiera limitado a modificar el escenario, o solo a tratar de llamar la atención sobre un tipo humano distinto. Lo que le permitió realizar más hondamente aquello que otros habían ya intentado, fue el rigor literario que desde su primera obra manifiestan sus creaciones, su concepción de la novela como un organismo autónomo cuyas leyes narrativas son tan fatales para los seres de ficción como las de la naturaleza para el ser humano real.

Educado en la escuela de Faulkner y de Céline, Onetti hace ingresar la novela hispanoamericana en la modernidad con mano tan segura como lo habían hecho para la poesía, Borges y Vicente Huidobro, Pablo Neruda y Octavio Paz. A partir de su obra (imperfecta y agria, a veces, de muy sutiles aciertos otras), son posibles los nuevos novelistas. Es decir: son posibles Carlos Fuentes y José Donoso, Carlos Martínez Moreno y Mario Vargas Llosa, Guillermo Cabrera Infante y Manuel Puig. De alguna manera, lo conozca directamente o no, todos ellos están en una tradición que tiene a Onetti como figura central.

 

El culto secreto

Este lugar que hoy se le reconoce a Onetti en la novela latinoamericana, no le ha sido reconocido siempre. Solo muy lentamente, como sin prisa y con desgano, la fama ha empezado a rodear su nombre y a proyectarlo más allá de las pequeñas fronteras del Uruguay. Y, sin embargo, aparentemente se dieron desde 1940 todas las condiciones para que este gran novelista fuese mejor conocido fuera de su país. Durante unos quince años (1941/1955), Onetti vive en Buenos Aires, publica sus novelas en ediciones argentinas de gran circulación hispánica, como Losada, Sur y Sudamericana, gana algunos premios en concursos internacionales. Pero su reputación sigue siendo, a pesar de todo, local y se reduce a cierta zona de la literatura uruguaya hasta bien entrada la década del sesenta. Son muchos los factores que explican esta aparente paradoja y, sin ánimo de agotarlos, conviene repasar ahora algunos, como prólogo a una consideración general de su obra narrativa.

Hay que empezar por contar qué significaba Onetti para un grupo de escritores uruguayos que tenían entre quince y veinticinco años hacia 1939. El mismo Onetti tenía solo treinta años entonces. (Nació en 1909). La fecha no es arbitraria. En junio de ese año de 1939 se funda en Montevideo el semanario Marcha, que era apenas el órgano periodístico de una pequeña fracción disidente de una fracción mayor de uno de los dos partidos tradicionales del Uruguay: el Partido Blanco, el más conservador, el de los terratenientes y latifundistas. Con el tiempo, ya se sabe, Marcha realizaría un tardío viraje hacia el socialismo. Pero en 1939 es solo un tabloide que se parece demasiado a los franceses de aquel entonces. El director (abogado de renombre, educado en Francia y afrancesado) pagaba así tributo a la cultura de aquel país. En esa fecha, Marcha se ocupa principalmente de política, nacional e internacional, de economía (sobre todo, nacional) y dedicaba muchas páginas a asuntos de arte, de música y de literatura. El secretario de redacción era un joven moreno, alto y sombrío, con una cara alargada que él mismo describiría más tarde como de caballo. A pesar del sesgo italiano de su apellido, habrá de insistir más tarde que es una corrupción de O'Netty, lo que lo haría de origen británico. Ese joven escribe y publica en Marcha curiosos relatos y notas críticas. Algunos textos que elige son seudónimos, otros vienen de las letras europeas y, sobre todo, de las norteamericanas. Pero tienen como autores a nombres que no se esperaban entonces en el Río de la Plata.

Este joven ya ha descubierto a Louis Ferdinand Céline, cuyo Voyage au bout de la nuit será su Biblia, y a William Faulkner, a través de la versión española de Santuario, publicada en 1934. Ese mismo año de 1939 habrá de ver la luz su primera novela, El pozo, breve e intenso relato que él mismo editará con ayuda de algunos amigos y con falso dibujo de Picasso en la portada (se asegura que es también obra de él, y la cara que muestra se le parece un poco). La edición, pequeña, tardará sus buenas décadas en agotarse a pesar de los esfuerzos denodados de ejércitos de ratas que habitan en los depósitos de libros.

Sin embargo, ya circulaban por Montevideo algunos muchachos que habían descubierto por sí solos a Onetti. Como esos jóvenes secretos que estaban dispuestos a hacerse matar por un verso de Mallarmé (según le decía al maestro francés su discípulo Paul Valéry), estos primeros descubridores de la enorme terra incógnita que era y sigue siendo Onetti, ya andaban por la principal avenida de Montevideo, entraban en los cafés de estudiantes e intelectuales, se paseaban por los claustros de la sección Preparatorios o por la Facultad de Derecho, con un ejemplar de El pozo bajo el brazo. Llegarían con el tiempo a ser diputados y ministros, abogados o historiadores, narradores y dramaturgos, hasta críticos. Pero entonces solo eran adolescentes y hablaban sin cesar de Onetti, o imitaban sus escritos, sus desplantes personales, su aura.

Una leyenda que se iba coagulando lenta pero insistentemente a su alrededor: la leyenda del humor sombrío y del acento un poco arrabalero; la leyenda de sus grandes ojos tristes de enormes lentes tras los que asoma la mirada de animal acosado, con la boca sensual y vulnerable; la leyenda de sus mujeres y sus múltiples casamientos; la leyenda de sus infinitas copas y de sus lúcidos discursos en las altas horas de la noche.

Un día se supo que estaba por irse a Buenos Aires (meta de tanto uruguayo con ambiciones). Otro día, que una novela suya, de la que se había anticipado algún fragmento en revistas, había sido elegida por un jurado uruguayo para competir en un concurso internacional organizado por la editorial Farrar & Rinehart, de Nueva York, que al fin ganó El mundo es ancho y ajeno, de Ciro Alegría. Como Onetti no publicó nunca su novela (Tiempo de abrazar, se llamaba), es difícil opinar sobre el acierto o error del jurado. Pero se puede decir que aquí comienza la historia de sus malentendidos con jurados más o menos internacionales. Un segundo concurso, organizado esta vez en Buenos Aires por la Editorial Losada, concede el segundo premio a una novela suya, Tierra de nadie (1941), prefiriendo para el primer puesto una novela de Bernardo Verbitsky, Es difícil empezar a vivir, que nadie recuerda hora. Para esa fecha, Onetti ya estaba instalado en la capital porteña, trabajaba en una agencia de publicidad, mantenía contacto con los fieles uruguayos que iban a visitarlo. Pero seguía siendo el maestro de unos pocos jóvenes secretos del otro lado del río ancho como mar. La situación en Argentina casi no varió en quince años. Onetti vivió en Buenos Aires como había vivido William Blake en el Londres del crepúsculo del siglo XVIII. Era el hombre invisible. Siguió publicando allí sus novelas (Para esta noche, 1943, La vida breve, 1950, Los adioses, 1954); llegó a conocer a algunos escritores y críticos importantes (Mallea, Oliverio Girondo, Borges, Julio E. Payró), pero no fue reconocido allí. Incluso la aparición de La vida breve no mereció más que algunas tibias reseñas críticas. La edición estaba aún sin agotarse quince años después.

En cambio, en la orilla oriental, el culto de Onetti seguía creciendo, lenta pero firmemente. Su leyenda se veía aumentada por el aura de autor maldito, a quien editores y críticos del oficialismo literario argentino, ignoraban sin pena. Pero en Montevideo, los fieles también crecían y, desde 1950 en adelante, Onetti ya era un autor respetado por los escritores más militantes de la generación del 45. En 1951, la revista Número recoge algunos de sus cuentos con el título de uno de ellos, Un sueño realizado, certificando así la presencia de Onetti en un género del que es también maestro.

 

Encuentro (y desencuentro) con Borges

Por los años 1948/49 se sitúa un encuentro en el Buenos Aires peronista entre Borges y Onetti, al que me tocó asistir como moderador. Aunque siempre ha denunciado ciertas exquisiteces borgianas, Onetti es uno de los primeros conocedores uruguayos de la obra del narrador argentino, y en La vida breve ha aprovechado algunos de sus puntos de vista sobre la ficción dentro de la ficción, la pluralidad de perspectivas del narrador, la inserción de un mundo imaginario dentro de otro. En uno de mis viajes a Buenos Aires me pidió que le presentase a Borges, a quien yo conocía a través de una larga admiración y trato personal. En una cervecería de la calle Corrientes, que en sus altos albergaba entonces a una de las más siniestras organizaciones peronistas (fue demolida a cañonazos por los tanques de la Revolución de 1955), llevé a Borges a conocer a Onetti. No sé si la natural timidez de Onetti o la larga espera, provocaron ese aire fúnebre, claramente teñido por la cerveza, con que nos recibió. Estaba hosco, como retraído en sí mismo, y a la defensiva. Sólo salía de su isla para atacar con una virulencia que nunca le había visto. Era obvio que él había leído a Borges y que Borges no lo había leído ni tal vez lo leería nunca. La conversación saltaba sin progresar, hasta que de golpe, Onetti embistió con una frase que se dejaba silabear como un verso de tango:

- Y ahora que están juntos, díganme, explíquenme ¿qué le ven a Henry James, qué le ven al coso ese?

Inútil aclarar que también Onetti había leído a James y que era tan capaz como cualquiera de valorar sus méritos. Pero la frase quería decirnos otra cosa. Infortunadamente, tanto Borges como yo la tomamos literalmente y nos pusimos a explicar con gran entusiasmo genuino la obra de James, lo que le veíamos. Hasta desarrollamos pedagógicamente una comparación entre el mundo aparentemente realista pero en realidad abstracto de James y el fantástico pero muy concreto de Kafka. Citamos libros y cuentos, críticas y opiniones. Yo estaba en la gloria. Me sentía como el bueno de Boswell al asistir a un encuentro entre el Dr. Johnson y Reynolds o Garrick. Pero todo era una ilusión óptica: no había ni podía haber contacto entre Onetti y Borges, o solo lo había en mi imaginación crítica, parejamente estimulada por las ficciones de ambos. Cuando ya nos íbamos, y mientras acompañaba a Borges a su apartamento de la calle Maipú, le pregunté un poco inquieto qué le había parecido Onetti. Me contestó con gran cortesía que le había gustado, pero agregó:
- ¿Por qué habla como un compadrito italiano?

Toda la noche, y sin que mi oído lo hubiera registrado, Onetti estuvo censurando a Borges al arrastrar las sílabas más que de costumbre, deliberadamente, como un acto fonéticamente agresivo y suicida. Comprendí solo entonces que Onetti había sido esa noche una personificación de Roberto Arlt, aquel genial y loco narrador porteño, contemporáneo estricto de Borges (nacieron a solo un año de diferencia) y al que Borges también había ignorado. Ese mismo Roberto Arlt que, antes que Onetti, Marechal, Sábato y Cortázar, había colonizado algunas zonas profundas de la triste Buenos Aires. Ahora comprendo que debimos haber hablado de Roberto Arlt y no de Henry James, aquella noche. Pero de todos modos, aunque la conversación giró en torno del maestro anglosajón, Onetti se las ingenió para que Arlt estuviera también presente.

 

Una suma de malentendidos

En Buenos Aires, que Onetti abandona hacia 1955, siguen los malentendidos sobre su obra. En un concurso de la Editorial Fabril, su obra maestra, El astillero, solo obtiene una mención frente a novelas que ahora ni es prudente recordar. Cuando por fin la novela se publica en 1961, hay ya una generación de críticos y escritores argentinos que han leído Marcha y Número, y saben que Onetti es un maestro. Pero entonces Argentina ha producido a Marechal, a Sábato y a Cortázar, y es por lo tanto natural que Onetti quede ligeramente desenfocado, que haya que repasar cuidadosamente la cronología para advertir que Adán Buenosayres, de Marechal, se publica en 1948, varios años después que las tres primeras novelas de Onetti; que El túnel, de Sábato, también de 1948, es por lo menos cinco años posterior a Para esta noche; que todo Cortázar es asimismo más reciente. Pero estas precisiones las recuerdan por lo general solo los eruditos o los fanáticos. Onetti ya está situado anacrónicamente, como continuador de muchas cosas que él había iniciado en el Río de la Plata. Ese anacronismo se evidencia también en dos concursos internacionales: el de Life en Español (Nueva York, 1960) y el Premio Rómulo Gallegos (Caracas, 1967). En el primero fue consagrado un cuento largo de Marco Denevi, escritor argentino que se había destacado ya con la novela Rosaura a las diez. El cuento premiado, que se titula Ceremonia secreta y ha dado lugar a un film aún más perverso de Joseph Losey, tiene su interés pero es prescindible, para emplear un adjetivo que Borges puso en circulación hace ya tantos años. El cuento de Onetti, Jacob y el otro, es una pequeña obra maestra. Pero como es también un cuento duro y amargo (presenta la historia de un forzudo de circo que se enfrenta con un forzudo de pueblo, historia vista desde distintos ángulos, a cual más sórdido y/o patético), como es un cuento verdaderamente intransigente, como es un cuento en que la visión negra de Onetti cala hasta el hueso, el jurado lo relegó.

Algo semejante debe haber pasado en Venezuela con Juntacadáveres (1964). No hay por qué negar el mérito extraordinario de La casa verde, de Mario Vargas Llosa. Al lado de esta gran obra de la actual novela latinoamericana, enorme fresco que maneja con increíble maestría varios mundos a lo largo de cuarenta años de narración, impecable de técnica y humana, la novela de Onetti debe haber parecido un libro menor. Y en muchos sentidos lo es. Esa historia de malevos y prostitutas en un pueblito perdido de la cuenca del Plata puede resultar apenas un melancólico ejercicio en el humor más negro posible: la historia de una ilusión crapulosa, de un paraíso corrompido, de la debilidad de la carne y la leprosa inocencia de ciertos seres. El protagonista, Junta Larsen o Juntacadáveres, es un héroe muy poco épico. Aunque su profesión no dista mucho de la del Fushía de La casa verde, y aunque su burdel pueda tener puntos de contacto con el de Vargas Llosa, la visión del joven peruano de treinta años y la del maduro uruguayo que se acercaba entonces a los sesenta, no pueden ser más distintas. Es comprensible que el jurado haya elegido a Vargas Llosa, como antes otro jurado había elegido a Marco Denevi. Como sería comprensible que se eligiese entre Céline y Roger Martin du Gard, al segundo; o entre Durrell y Beckett, al primero. Porque hay en el fondo una perfecta coherencia y una secreta simetría en que, una vez más, Onetti haya perdido un premio importante. Ya le pasó con Ciro Alegría (que es su estricto coetáneo) y le volvió a pasar con Bernardo Verbitsky (otro coetáneo), y con Marco Denevi en Life y, luego, en el concurso de Fabril con Jorge Masciángioli (un hombre mucho más joven) y ahora con Mario Vargas Llosa, que es un delfín. Así como hay una vocación para el éxito, hay una para el fracaso. EL fracaso de Onetti, aquí está la última paradoja, no es el fracaso de la calidad sino el fracaso de la oportunidad. En 1941, Onetti llega demasiado pronto para arrebatar el premio a Ciro Alegría y peca de anacronismo por ser un adelantado de la nueva novela. En 1967 llega demasiado tarde para poder disputar seriamente el premio a Vargas Llosa, y su anacronismo es el de todo precursor. Descolocado, desplazadísimo, Onetti no está nunca en el escalafón literario. Está, sí, en la literatura, y su puesto (al margen de éxitos o fracasos, de fluctuaciones inevitables de lectores y críticos) aparece ya asegurado por sus grandes novelas y sus sombríos cuentos.

Ahora que la suma de malentendidos y postergaciones está dando un total de fama (el peor de los malentendidos, según Rilke); ahora que en todos los extremos del continente hispanoamericano los jóvenes secretos se multiplican y salen a proclamarlo, ahora que tantas editoriales de América y España lo editan, o reeditan, la fama de Onetti ha llegado a su sazón, y es un hecho (al fin) incontrovertible.

 

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 

 


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