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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Tradición y renovación"
En América Latina en su literatura

 

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La narración latinoamericana sale de manos de estos fundadores hondamente transformada en sus apariencias, pero también en sus esencias. Porque ellos son, sobre todo, renovadores de una visión de América y de un concepto del lenguaje americano. Esto que no suele advertirse en la obra de Borges (al que todavía se le cuelga el sambenito de cosmopolita sin reconocer que sólo alguien nacido en una tierra de inmigrantes y educado en las varias lenguas extranjeras vigentes en Buenos Aires puede darse el lujo de ser cosmopolita; pero pasemos); esto que suele negarse en la obra de Borges, tan importante para definir una cosmovisión del lenguaje porteño, resulta, es claro, evidente si se considera la obra de Asturias, toda ella empapada del lenguaje y de la imaginería del pueblo maya, a la vez que de ardiente rebelión antiimperialista. Resulta también clarísimo en el caso de Agustín Yáñez que enseña a México a ver sus propias caras, y, sobre todo, sus seculares máscaras superpuestas; y resulta indiscutidísimo en el caso de Leopoldo Marechal, creador voluntario de una novela "argentina", Adán Buenosayres; y también resulta archiobvio en el caso de Alejo Carpentier, en quien el Caribe, entero, y no sólo Cuba, aparece metamorfoseado por la visión poética de su pasado, su presente y hasta su tiempo sin tiempo.

Con los primeros libros de estos fundadores se produce, lo quieran ellos o no, una ruptura tan profunda y completa con la tradición lingüística y con la visión de Rivera y de Gallegos, que a partir de esos libros ya no se puede novelar más en América como aquellos hacían. Es cierto que cuando salen a la calle estos nuevos libros, son pocos los que los leen en toda su incandescencia. Pero los pocos lectores de los años cuarenta son la gran minoría de hoy. Baste decir que Borges publica la Historia universal de la infamia en 1935; que El señor Presidente es de 1946; que Al filo del agua, la decisiva novela de Agustín Yáñez, es de 1947; que Leopoldo Marechal publica su ambiciosa, su desmesurada novela, en 1948; que Alejo Carpentier deslumbra con El reino de este mundo, en 1949.

Las obras que estos narradores publicarán más tarde -desde las Ficciones, de Borges, hasta El banquete de Severo Arcángelo, de Marechal, pasando por Hombres de maíz, de Asturias, Tierras flacas, de Yáñez, El siglo de las luces, de Carpentier- podrán ser, y seguramente son, más maduras, más importantes, pero aquí no me interesa encarar el tema desde este ángulo puramente valorativo sino apuntar lo que significan como ruptura definitiva con una tradición lingüística y con una visión narrativa, aquellos libros que salen a rodar par las tierras de América en los años cuarenta.

 

b] La forma narrativa como problema

La obra fecunda y renovadora de esta primera constelación habrá de realizarse casi simultáneamente con la de la generación que la sigue y que, para ilustrar con algunos ejemplos, podríamos llamar la generación de João Guimarães Rosa y Miguel Otero Silva, Juan Carlos Onetti y Ernesto Sábato, José Lezama Lima y Julio Cortázar, de José María Arguedas y Juan Rulfo. Una vez más podría señalarse que no son éstos los únicos pero que se mencionan sólo ellos para ahorrar el catálogo. Una vez más habría que indicar que si estos escritores están unidos por algunas cosas, la obra de cada uno es personal e intransferible hasta un grado máximo. Pero lo que me interesa subrayar ahora es lo que los une. En primer lugar, diría, es la huella dejada en su obra por los maestros de la promoción anterior. Para citar un solo ejemplo: ¿qué sería de Rayuela, de esa novela archiargentina que es Rayuela debajo de su pátina francesa, sin Macedonio Fernández, sin Borges, sin Roberto Arlt, sin Marechal, sin Onetti? Aclaro que el mismo Cortázar es el primero en reconocer esa filiación múltiple, y a veces lo hace en las páginas de la novela cuando transcribe apuntes de su alter ego narrativo, el ubicuo Morelli, o en ciertos homenajes discretos que constituyen episodios de raíz indiscutiblemente onettiana o marechaliana.

Otra cosa que une a los narradores de esta segunda promoción es la influencia visible de maestros extranjeros como Faulkner, Proust, Joyce y hasta Jean-Paul Sartre. En esto de las influencias hay matices curiosos. Citaré el caso de Guimarães Rosa que ha negado siempre la de Faulkner sobre su novela. Incluso llegó a decirme un día que lo poco que había leído del novelista sureño lo había predispuesto en contra; que Faulkner le parecía malsano en su actitud sexual, que era sádico, etc., etc. Y sin embargo, en su grande y única novela, la huella de Faulkner, de un cierto monólogo intenso, la visión de un mundo rural apasionado y mítico, de misteriosos lazos de sangre y la ominosa presencia de una divinidad, resulta muy visible. La explicación es, sin embargo, fácil. Ya no es necesario haber leído directamente a Faulkner para estar sometido a su influencia, para respirar su atmósfera, para heredar incluso ciertas de sus manías estilísticas. A Guimarães Rosa la obra de Faulkner le pudo llegar, muy invisiblemente, a través de escritores que (como Sartre) él sí había leído y admirado.

Pero no son las influencias, reconocidas y admitidas casi siempre, las que caracterizan mejor a este grupo, sino una concepción de la novela que, por más diferencias que se pueda marcar de una a otra obra, ofrece por lo menos un rasgo común, un mínimo denominador compartido por todos. Si la promoción anterior habría de innovar poco en la estructura externa de la novela y se conformaría con seguir casi siempre los moldes más tradicionales (tal vez sólo Adán Buenosayres haya ambicionado, con evidente exceso, crear una estructura espacial más compleja), las obras de esta segunda promoción se han caracterizado sobre todo por atacar la forma novelesca y cuestionar su propio fundamento.

Así Guimarães Rosa ha ido a buscar (como ya se indicó en otra parte de este trabajo) en los interminables monólogos épico-líricos de los narradores orales del interior del Brasil, el molde para su Gran sertón: veredas. En tanto que Onetti ha creado, en una serie de novelas y cuentos que podrían recogerse con el título general de La Saga de Santa María, un universo rioplatense onírico y real a la vez, de una trama y una textura muy personales, a pesar de las reconocidas deudas con Faulkner. En algunas novelas de esa "Saga", sobre todo en El astillero y Juntacadáveres, Onetti ha llevado la construcción narrativa hasta los más sutiles refinamientos, interpolando en la realidad del Río de la Plata un facsímil literario de aterradora ironía. Un parentesco de esencia (no de accidente) tiene este mundo narrativo con el del venezolano Miguel Otero Silva en Casas muertas, o con el del argentino Ernesto Sábato en Sobre héroes y tumbas. En cuanto a Juan Rulfo, su Pedro Páramo es el paradigma de la nueva novela latinoamericana: una obra que aprovecha la gran tradición mexicana de la tierra pero que la metamorfosea, la destruye y la recrea por medio de una hondísima asimilación de las técnicas y la visión de Faulkner. Onírica también como la obra de Onetti, oscilando peligrosamente entre el realismo más escueto y la desenfrenada pesadilla, ésta por ahora la única novela de Rulfo, marca una fecha capital. Menos innovador exteriormente es José María Arguedas, pero su visión del indio peruano, hecha desde la propia lengua quechua, liquida definitivamente el bien intencionado folklorismo de los intelectuales latinoamericanos que no hablan lenguas indígenas.

De un orden aún más revolucionario, porque ataca no sólo las estructuras de la narración sino las del lenguaje mismo, son las dos novelas por ahora centrales de Julio Cortázar y José Lezama Lima. Aquí se llega, en más de un sentido, a la culminación del proceso iniciado por Borges y Asturias, y al mismo tiempo se abre una perspectiva totalmente nueva: una perspectiva que permite situar con lucidez y precisión la obra de los más recientes narradores. En Paradiso, Lezama Lima logra mágicamente lo que se había propuesto racionalmente Marechal con su novela: crear una summa, un libro cuya forma misma está dictada por la naturaleza de la visión poética que la inspira; completar un relato en apariencia costumbrista que es al mismo tiempo un tratado sobre el cielo de la infancia y el infierno de las perversiones sexuales; trazar la crónica de la educación sentimental y poética de un joven habanero de hace treinta años que se convierte, por obra y gracia de la dislocación metafórica del lenguaje, en un espejo del universo visible y, sobre todo, del invisible. La hazaña de Lezama Lima es de las que no tienen par. Ahí está ese monumento que sólo ahora, con mucha pausa y ninguna prisa, es posible empezar a leer en su totalidad.

Más aparentemente fácil es Rayuela, de Cortázar, obra que se beneficia no sólo de una rica tradición rioplatense (como ya se ha indicado) sino de ese caldo monstruoso de cultivo que es la literatura francesa y en particular el superrealismo en todas sus mutaciones. Pero si Cortázar parte con todas esas ventajas en tanto que Lezama en su isla de hace treinta años estaba como perdido en una vasta biblioteca de libros desparejos y semicarcomidos por las erratas; si Cortázar parece haber escrito Rayuela desde el centro del mundo intelectual, en tanto que Lezama Lima empezó a escribir su Paradiso en lo que era una de las periferias más periféricas de América Latina, la verdad es que Cortázar arranca de esa apoteosis de la cultura que es París para negar la cultura, y que su libro quiere ser, sobre todo, una resta, no una summa; una antinovela, no una novela. Por eso ataca lo novelístico, aunque se cuida de preservar, aquí y allá, lo novelesco. La forma narrativa es puesta en cuestión por el libro mismo que empieza por indicar al lector cómo es posible leerlo; que sigue proponiéndole una clasificación de lectores en lector-hembra y lector-cómplice; y que termina encerrándolo en una experiencia circular e infinita ya que el capítulo 58 remite al 131 que remite al 58 que remite al 131 y así hasta el fin de los tiempos. Aquí, la forma misma del libro -un laberinto sin centro, una trampa que se cierra cíclicamente sobre el lector, una serpiente que se muerde la cola- no es sino un recurso más para enfatizar el tema profundo y secreto de esta exploración de un puente entre dos experiencias (París, Buenos Aires), un puente entre dos musas (la Maga, Talita), un puente entre dos existencias que se duplican y reflejan especularmente (Oliveira, Traveler). Obra que se desdobla para cuestionarse mejor, es también una obra sobre el desdoblamiento del ser argentino, y, más profunda y vertiginosamente aún, sobre el doble que acecha en otras dimensiones de nuestras vidas. La forma del libro se confunde con lo que antes se llamaba su contenido.

 

c] Las grandes máquinas de novelar

Lo que esta promoción trasmite a la siguiente a inmediata es, sobre todo, una conciencia de la estructura novelesca externa y una sensibilidad agudizada para el lenguaje como materia prima de lo narrativo. Pero el desarrollo de ambas es casi simultáneo y paralelo. La relativa demora con que publican Guimarães Rosa, Lezama Lima y Julio Cortázar sus obras maestras hace que estas novelas sean incluso posteriores a muchas de las más importantes de la promoción que ahora estudio. Aquí las generaciones se solapan, y la influencia es más de coexistencia y trasvasamiento directo que de herencia. Bastará decir, creo, que integran esta tercera promoción narrativa escritores como Carlos Martínez Moreno, Augusto Roa Bastos, Clarice Lispector, José Donoso, David Viñas, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Salvador Garmendia, Guillermo Cabrera Infante y Mario Vargas Llosa, para reconocer precisamente en ellos esa doble atención a las estructuras externas y al papel creador y hasta revolucionario del lenguaje. No todos esos novelistas son visiblemente innovadores, aunque algunos lo son hasta el límite mismo de la experimentación total, como es el caso de Cabrera Infante. Un Donoso, por ejemplo, ha seguido los cauces de la narración tradicional pero ha concentrado su invención en explorar la realidad subterránea que está debajo de las capas de estuco de la novela costumbrista chilena. Lo mismo podría decirse de Carlos Martínez Moreno en el Uruguay, de Salvador Garmendia en Venezuela y de David Viñas en la Argentina: la exploración de la realidad los lleva hasta el expresionismo e incluso a la gran caricatura. Vecino a ellos, pero en cierto sentido más experimental, es el Augusto Roa Bastos de Hijo de hombre, que enriquece el naturalismo con técnicas de la narración fantástica para producir una obra de violenta denuncia humanitaria.

Pero la gran mayoría de los narradores de esta tercera promoción son eficaces fabricantes de máquinas de novelar. Mientras Clarice Lispector en A maçâ no escuro y A paixão segundo G. H. encuentra en el Nouveau Roman un estímulo para describir esos mundos áridos, tensos, metafísicamente pesadillescos y sin salida que son los de sus acosados personajes, Carlos Fuentes utiliza toda la experimentación de la novela contemporánea para componer obras complejas y duras que son a la vez denuncias de una realidad que le duele salvajemente y alegorías expresionistas de un país suyo, un México mitopoético de máscaras superpuestas, que tiene que ver muy poco con la superficie del México actual, pero es como su mejor representación alegórica. Mario Vargas Llosa aprovecha por su parte las nuevas técnicas (discontinuidad cronológica, monólogos interiores, pluralidad de los puntos de vista y de los hablantes) para orquestar magistralmente unas visiones a la vez muy modernas y tradicionales de su Perú natal. Inspirado simultánea y armoniosamente en Faulkner y en la novela de caballerías, en Flaubert, Arguedas y Musil, Vargas Llosa es un narrador de gran aliento épico para el que los sucesos y los personajes siguen importando terriblemente. Su renovación es, en definitiva, una nueva forma del realismo; un realismo que abandona el maniqueísmo de la novela de protesta y que sabe que el tiempo tiene más de una dimensión, pero que no se decide nunca a levantar los pies de la sólida, atormentada tierra.

No son estos grandes novelistas jóvenes, ya reconocidos como maestros por la crítica de esta década, los que han aprovechado los aspectos más anticipadores de la obra de las dos promociones precedentes, sino autores como García Márquez y Cabrera Infante, que se han manifestado más tardíamente pero ya han producido obras de singular importancia. Tanto en Cien años de soledad como en Tres tristes tigres es posible reconocer, sin duda alguna, el parentesco con el mundo lingüístico de Borges o de Carpentier, con las visiones fantásticas de Rulfo o de Cortázar, con el estilo internacional de Fuentes o de Vargas Llosa. Aunque no es ese parecido (al fin y al cabo superficial) lo que verdaderamente cuenta en ellas.

Ambas novelas se apoyan en una visión estrictamente lúcida del carácter ficticio de toda narración. Son ante todo formidables construcciones verbales y lo proclaman de una manera sutil, implícita, como es el caso de Cien años de soledad, en que el tradicional realismo de la novela de la tierra aparece contaminado de fábula y mito, servido en el tono más brillante posible, impregnado de humor y fantasía. Pero también lo proclaman de manera militantemente pedagógica como en Tres tristes tigres que, a la zaga de Rayuela y tal vez incluso con más constante invención novelesca, instala en su centro mismo la negación de su "verdad", crea y destruye, termina por demoler la fábrica tan cuidadosamente levantada de su ficción.

Si García Márquez parece adaptar las enseñanzas recogidas simultáneamente en Faulkner y en la Virginia Woolf de Orlando (libro que tradujo Borges al español), a la creación de ese Macondo imaginario en que vive y muere el coronel Aureliano Buendía, conviene advertir desde ahora que no hay que dejarse engañar por las apariencias. El ya ilustre narrador colombiano está haciendo algo más que contar una fábula de infinito encanto, humor inagotable, fantasía envolvente: está borrando con la práctica más insidiosamente suasoria la enojosa distinción entre realismo y fantasía en el cuerpo mismo de la novela, para presentar -en una sola frase y en un mismo nivel metafórico- la "verdad" narrativa de lo que viven y lo que sueñan sus entes de ficción. Enraizado simultáneamente en el mito y en la historia, traficando con episodios dignos de las Mil y una noches o de la parte más arcaica de la Biblia, Cien años de soledad sólo alcanza plena coherencia en esa realidad hondísima del lenguaje. Lo que no advierten necesariamente la mayor parte de sus lectores, seducidos por el embeleco de un estilo que no tiene igual en su fantasía, en su rapidez, en su precisión.

La operación que practica Cabrera Infante es más escandalosamente llamativa porque toda su novela tiene sentido sólo si se la examina como una estructura lingüístico-narrativa. A diferencia de Cien años de soledad, que está contada por un ubicuo y omnisapiente narrador, Tres tristes tigres está contada por sus personajes mismos, o tal vez habría que decir por sus hablantes, ya que se trata de un collage de voces. Discípulo evidente de Joyce, Cabrera Infante no lo es menos de Lewis Carroll, otro gran manipulador del lenguaje, y de Mark Twain que descubrió (antes que tantos) un tono de voz hablado para el diálogo de sus personajes. La estructura lingüística de Tres tristes tigres está hecha, desde el título, de todos los significados posibles de una palabra, y a veces de un fonema, de los ritmos de la frase, de los retruécanos verbales más inauditos. Discípulo de aquellos maestros pero sobre todo discípulo de su propio oído, Cabrera Infante ha aportado al cuerpo de su novela cosas que no vienen de la literatura sino del cine o del jazz y la música cubana, integrando los ritmos del habla cubana con los de las músicas más creadoras de este tiempo o del arte cuya persuasión visual nos ha colonizado a todos.

Cuando digo que en García Márquez o en Cabrera Infante predomina la concepción de la novela como estructura lingüística, no olvido (naturalmente) que tanto en Cien años de soledad como en Tres tristes tigres los "contenidos" son de perdurable importancia. ¿Cómo no advertir que el proceso demente de la violencia en Colombia queda perfectamente trazado, en la superficie y en sus vertiginosas entrañas, por la mano mágica de García Márquez? ¿Cómo no reconocer en La Habana del crepúsculo del batistato en que se agitan estos tristes tigres una sociedad que está ya en las últimas, una vela a punto de apagarse o ya apagada, cuando Cabrera Infante la evoca en su libro? De acuerdo. Es obvio. Pero lo que hace de Cien años de soledad y Tres tristes tigres las creaciones singularísimas que son no es su testimonio que el lector podrá encontrar también en otros libros menos logrados y puramente extraliterarios. Lo que singulariza a estas dos obras es su devoción a la causa de la novela como ficción total.

 

d] El vehículo es el viaje

Con García Márquez y Cabrera Infante, así como con el Fuentes que habrá de revelarse en su última complejísima novela, Cambio de piel, ya se entra en el dominio de la cuarta y por ahora novísima generación de narradores. No se puede hablar todavía con mucho detalle de ellos porque casi todos han publicado sólo una primera novela, aunque ya trabajan en otra u otras. Pero me prevalezco del carácter de novedad que lleva etimológicamente implícita la palabra novela, para adelantar algunos nombres que me parecen de indiscutible importancia. Sobre todo en México, en Cuba, Brasil y Argentina, hay actualmente una cantidad de narradores jóvenes que acometen el acto de narrar con la máxima latitud posible y sin respetar ninguna ley o tradición visible, salvo la del experimento. Se llaman Gustavo Sainz, Fernando del Paso, Salvador Elizondo, José Agustín, José Emilio Pacheco, en México; en Cuba, dentro y fuera de la isla pero en la Cuba unida por su literatura, son Severo Sarduy, Jesús Díaz, Reinaldo Arenas, Edmundo Desnoes; en Brasil se llaman Nélida Piñón y Dalton Trevisan; en la Argentina, son Néstor Sánchez, Daniel Moyano, Juan José Hernández, Manuel Puig, Leopoldo Germán García. Es imposible hablar de todos, y ya esta enumeración se parece sospechosamente al catálogo. Prefiero correr el riesgo de equivocarme y elegir cuatro dentro de esa pléyade.

Los más visibles, o por lo menos, los que ya han producido al menos una novela que los distingue y singulariza del todo, son Manuel Puig, Néstor Sánchez, Gustavo Sainz y Severo Sarduy. A los cuatro los une una conciencia agravada de que la textura más íntima de la narración no está ni en el tema (como fingían creer, o tal vez creían, los románticos narradores de la tierra) ni en la construcción externa, ni siquiera en los mitos. Está, muy naturalmente para ellos, en el lenguaje. O para adaptar una fórmula que ha sido popularizada por Marshall McLuhan: "el medio es el mensaje". La novela usa la palabra no para decir algo en particular sobre el mundo extraliterario, sino para transformar la realidad lingüística misma de la narración. Esa transformación es lo que la novela "dice", y no lo que suele discutirse in extenso cuando se habla de una novela: trama, personajes, anécdota, mensaje, denuncia, protesta, como si la novela fuera la realidad y no una creación verbal paralela.

Esto no quiere decir, aclaro, que a través de su lenguaje la novela no aluda naturalmente a realidades extraliterarias. Lo hace, y por eso es tan popular. Pero su verdadero mensaje no está a ese nivel, en que puede ser sustituida por el discurso de un presidente o un dictador, por las consignas de un comité o del párroco más cercano. Su mensaje está en su lenguaje. Como la idea de un lenguaje de la novela me parece de primera importancia, voy a insistir un poco más en este aspecto. Cuando hablo de un lenguaje no me refiero exclusivamente al uso de ciertas formas de lenguaje. En literatura, lenguaje no es sinónimo de sistema general de la lengua, sino (más bien) sinónimo del habla de un determinado escritor o de un determinado género. El lenguaje de la novela latinoamericana está hecho sobre todo de una visión muy honda de la realidad circundante, visión que debe aportes fundamentales a la obra de los ensayistas y de los poetas, demostrando una vez más la artificialidad de la separación retórica de los géneros. Por eso, ¿cómo no reconocer la huella ardiente de Martínez Estrada en toda esa generación parricida que asoma en la Argentina hacia 1950 y tantos? ¿Cómo no advertir el estilo y hasta las palabras de Octavio Paz en tantos pasajes claves de las novelas de Carlos Fuentes? En ese aprovechamiento de la obra de ensayistas y poetas para la creación de un lenguaje narrativo, la novela latinoamericana ha demostrado su madurez. Pero aquí quiero indicar un paso más en este proceso: la novela, al cuestionar su estructura y su textura, ha puesto en cuestión su lenguaje y ha convertido el tema del lenguaje narrativo en tema de la novela misma. Esto, que se ha visto en Cortázar y en Lezama Lima, en Cabrera Infante y en García Márquez, se ve (aún más claro) en los nuevos narradores.

De ahí que en un libro como La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig, lo más importante no es la historia de ese niño que vive en una ciudad argentina de provincias y que va todas las tardes al cine con su mamá, ni tampoco es excesivamente importante la estructura narrativa que se vale del monólogo interior de Joyce, o de los diálogos sin sujeto explícito que ha popularizado Nathalie Sarraute. No. Lo que realmente importa en el fascinante libro de Puig es ese continuo de lenguaje hablado que es a la vez el vehículo de la narración y la narración misma. La enajenación de los personajes por el cine, que indica el título y que se manifiesta en los menores detalles de su conducta -sólo hablan de las películas que vieron, se proyectan imaginariamente dentro de episodios cinematográficos que recortan de viejos films, sus valores y su misma habla derivan del cine, son los nuevos prisioneros de la caverna platónica creada en todo el mundo de hoy por el cinematógrafo-; esa enajenación central no sólo está contada por Puig con un humor avasallador y un sentido finísimo de la parodia. También está recreada en la experiencia personal del lector por el lenguaje enajenado que emplean los personajes, un lenguaje que es casi facsímil de esos folletines radiales, ahora televisivos, o de las fotonovelas. El lenguaje enajenado explicita la enajenación de los personajes: el lenguaje enajenado es la enajenación misma. El medio es el mensaje, y también el masaje, como indica con su acostumbrado gusto por el retruécano el propio McLuhan.

En Nosotros dos y en Siberia blues, Néstor Sánchez duplica, aunque desde una dimensión más cortazariana y a la francesa, el intento de Cabrera Infante de crear una estructura sobre todo sonora. También él está influido por la música popular (el tango en su caso) y por el cine de vanguardia. Pero su textura narrativa, su medio, es aún más complejo y confuso que el de Cabrera Infante, en que una atroz lucidez británica gobierna finalmente todo delirio y en el que la ocultación de un segmento importante de la "realidad" (la pasión de dos personajes de Tres tristes tigres por la misma mujer) es sobre todo señal de pudor narrativo. Pero en Sánchez, la tensión y la ambición desembocan a veces en el exceso. Cuando acierta, logra crear una sola sustancia narrativa en que se mezclan presentes y pasados, todos y cada uno de los personajes, para subrayar que la única realidad central de ese mundo de ficción, la única aceptada y asumida con todo su riesgo por el narrador y sus personajes, es la del lenguaje: vidrio que a veces no deja pasar nada y que otras veces se vuelve invisible por pura transparencia. En sus novelas no sólo está actuante el autor de Rayuela (por quien Sánchez tiene una devoción que llega hasta el mimetismo) sino también está presente el mundo visual y rítmico, uniforme y serial a la vez, de Alain Resnais y Alain Robbe-Grillet en L'année dernière á Marienbad.

Gustavo Sainz llega a la misma materia por medio de un aparato casi tan trivial en el mundo de hoy como los molinos de viento en el de Cervantes: el magnetófono. Su novela, Gazapo, finge haber sido registrada en vivo por dicho aparato. Ya no se trata de componer una novela en la máquina de escribir, utilizando como claves secretas lo que dijo Fulano (aunque atribuido a Mengano para despistar) o trasladando por una operación de cirugía estética en la que Proust se hizo experto la cabeza de A sobre los hombros de B. No, nada de esto. Sainz es hijo de esta era tecnológica y prefiere fingir que usa la grabadora para que todo quede en el mundo de la palabra hablada. Sus propios personajes parecen estar registrando lo que les pasa (la vida, ya se sabe, es un continuo y tedioso happening). Pero ese registro básico es a la vez utilizado para suscitar nuevas grabaciones, o para contradecirlas; o es empleado dentro de una narración que uno de los personajes, tal vez alter ego del autor, escribe. El registro de la realidad novelesca dentro del mismo libro, así como el registro del libro, participan de idéntica condición verbal y sonora. Todo es palabras, al fin y al cabo. Como en el segundo Quijote, en que los personajes discuten el primer Quijote y hasta las aventuras apócrifas que les inventó Avellaneda, los personajes de Sainz pasan y repasan su propia novela grabada. Están presos en la telaraña de sus voces. Si todos esos planos más o menos apócrifos de la "realidad" narrativa de esta novela son válidos es porque la única "realidad" que "viven" realmente los "personajes" es la del libro. Es decir, la de la palabra. Todo lo demás es cuestionable y está cuestionado por Sainz.

He dejado deliberadamente para el final al narrador que ha adelantado más en este tipo de exploraciones. Me refiero a Severo Sarduy que ya lleva dos libros publicados: Gestos, que paga tributo a cierta forma del Nouveau Roman -los tropismos de Mme. Sarraute-, pero que ya revela un ojo y un oído propios; y De dónde son los cantantes, que me parece de las obras decisivas en esta empresa colectiva de la creación de un lenguaje propio para la novela latinoamericana. (Una tercera novela, Cobra, está en proceso de composición; por lo adelantado en revistas, es posible advertir que confirma lo que aquí se dice de su autor.)

Lo que presenta De dónde son los cantantes son tres episodios de una Cuba prerrevolucionaria y esencial: uno de los episodios ocurre en el mundo chino de La Habana, mundo limitado, de travesti y pacotilla, pero a la vez mundo de hondísimos símbolos sexuales inquietantes; el segundo episodio muestra a la Cuba negra y mestiza, la superficie colorida del trópico, en un relato paródico y satírico que es a la vez una cantata (como tal, ha sido trasmitida exitosamente por la radio en Francia); la tercera parte se concentra sobre todo en la Cuba española y católica, en la Cuba central. Pero lo que el libro cuenta es secundario para el propósito de Sarduy; lo que importa es cómo lo cuenta. Porque unificando las tres partes, dispares en extensión e interés, hay un medio que se convierte en un fin, un vehículo que es en sí mismo el viaje. Aquí la lengua habanera del autor (no la de los personajes, como en Cabrera Infante) es el verdadero protagonista. Es el suyo un lenguaje barroco en el hondo sentido de Lezama Lima y no en el de Carpentier; un lenguaje que se vuelca críticamente, paródicamente, sobre sí mismo, como pasa también en los escritores franceses del grupo Tel quel, con el que tan fecunda relación tiene Sarduy. Es un lenguaje que evoluciona a lo largo de la novela, que vive, padece, se corrompe y muere para resucitar de su propia materia corrompida, como esa imagen de Cristo que en la tercera parte llevan en procesión a La Habana.

Con esta novela de Sarduy, así como con La traición de Rita Hayworth, las obras de Néstor Sánchez y Gazapo, de Sainz, el tema de la novela latinoamericana que había sido puesto en cuestión por Borges y por Asturias, que habían desarrollado deslumbrantemente y desde distintos campos magnéticos Lezama Lima y Cortázar, que es enriquecido, metamorfoseado, fabulizado por García Márquez, por Fuentes y por Cabrera Infante, llega ahora a un verdadero delirio de invención prosaica y poética a la vez. Es el tema subterráneo de la novela latinoamericana más nueva: el tema del lenguaje como lugar (espacio y tiempo) en que "realmente" ocurre la novela. El lenguaje como la "realidad" única y final de la novela. El medio que es el mensaje. Inútil agregar, me parece, que es ése también el tema de la poesía concreta brasileña, de los experimentos dinámicos y visuales de Octavio Paz, del teatro experimental, de toda la literatura latinoamericana en su doble búsqueda de una terra incognita y de una (nueva) tradición."

 

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 

 


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