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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Los magos: memorias"
En Vuelta, v. 10, nº 118
setiembre 1986, p. 60-61

"Había pensado omitir un episodio de mi infancia porque no sólo fue muy doloroso para mí sino porque no parecía tener nada que ver con ella: era como una monstruosa excepción a la vida protegida aunque pobre que había vivido siempre. Ocurrió el Día de Reyes de 1926, cuando yo tenía cinco años. Esa noche del cinco al seis de enero es el momento más solemne de la vida infantil en los países católicos, o por lo menos lo era cuando yo era chico. Para perpetuar la tradición de la visita de los Reyes Magos al pesebre en que nació Jesús, los padres regalaban juguetes ese día a sus hijos como si hubieran sido dejados por los mismos Reyes. Había todo un ritual. Se hacían listas de posibles regalos; los niños más literales insistían en dejar un poco de pasto para los camellos de los Reyes: unos días antes había en toda la casa un tráfico secreto de bultos y paquetes, que era necesario introducir cuando los niños dormían o estaban de paseo. El cinco, al ir a acostarnos, solíamos rogar a los Reyes para que nos trajesen exactamente lo que habíamos pedido. La mañana del seis, nos despertábamos de madrugada, y efectivamente al pie de la cama estaba la prueba irrefutable de que Gaspar, Melchor y Baltasar nos querían y se habían acordado de nosotros.

Pero aquella víspera de Reyes las cosas no iban a salir bien. Por razones que ignoro, Piqueca no estaba en Montevideo, y Mamá se había quedado sola conmigo en uno de los cuartos más feos del ABC, el Cinco, que no tenía ventana sino una puerta de vidrios, a la francesa, que daba a un corredor, exactamente frente al apartamento de mi tía Guadiela, y de tío Bonilla, donde dormían también mis primas. El Cinco estaba casi vacío de muebles, con dos camas de metal pintado, y un altísimo techo, de manchado cielo raso. Yo me acosté con toda inocencia e hice mis interesadas oraciones a los Reyes Magos. Pero Mamá, que me escuchaba en silencio, me interrumpió para decirme que era inútil, que los Reyes Magos no existían, que eran los padres los que compraban los juguetes como una forma de perpetuar una hermosa tradición. La noticia me pareció inverosímil porque hacía ya algunos años que era favorecido por los Reyes. Quise argumentar con Mamá pero ella agregó que era mejor que yo me enterase de todo porque ella no tenía un céntimo y no había podido comprarme nada. Aquí sí que solté el trapo. Me puse a llorar como un loco, y creo que me pasé la noche llorando, implorando a Mamá que me dijese que no era verdad que los Reyes Magos no existían, que ella estaba equivocada, que iban a venir aunque ella no hubiese comprado nada. Recuerdo mis lágrimas, recuerdo la lividez del cuarto, recuerdo la obstinación de Mamá. Creo que me debo haber quedado dormido por agotamiento. Lo cierto es que al día siguiente, a la luz pálida y fría que se colaba a través de las cortinas de la puerta, verifiqué que Mamá tenía razón. Los Reyes Magos no existían.

O por lo menos, no existían para mí porque del otro lado del corredor, podía oír las exclamaciones de mis primas, que descubrían la generosidad de esos Magos. Esa noche en vela me hizo adulto, o por lo menos me enseñó a reaccionar como adulto.

Mamá abundó en explicaciones: no había llegado el dinero que le mandaba regularmente Papá Viejo, Piqueca se había ido confiada en ese dinero y no le había dejado nada. Guadiela se había negado a sacarla del apuro porque Mamá le debía varios meses de alquiler. Por correctas que fuesen las aclaraciones, yo no podía aceptarlas. Había descubierto una fisura en la esfera familiar que me protegía y me encerraba, y por esa fisura se había deslizado el horror. El odio que me despertó mi madre era demasiado devastador para poder expresarlo. Lo enterré, como enterré el sueño de los Magos, en algún lugar tan hondo que creo que tardé años en sacarlo a luz.

El seis, hice de tripas corazón, fui a felicitar a mis primas por sus regalos y a jugar con ellos, y como buen avestruz, enterré alegremente la cabeza en la arena. Al año siguiente, no sólo tomé la precaución de asegurarme que los Magos no me iban a fallar (Piqueca estaba con nosotros) sino que en un gesto desafiante, fui a escondidas con mi tía Guadiela a ayudarla a comprar los regalos para mis primas y, naturalmente, los míos. Seguí siendo un niño enfermizo que se orinaba en la cama y se agarraba todas las pestes infantiles pero en mi fragilidad había encontrado una veta de acero. Sobre ella se construiría de a poco mi carrera. Los Magos me revelaron la fragilidad económica de Mamá, que dependía exclusivamente de un dinero que mandaba algo irregularmente Papá Viejo, completado por algún trabajo que ella conseguía ocasionalmente. Sé que fue vendedora de una tienda grande, pero en aquella época hasta las mujeres de la clase media pensaban que no era decente trabajar en otras profesiones que no fueran las de maestra o enfermera. Toda profesión civil las exponía a los peligros del mundo masculino. Como apoyo financiero, Mamá no era confiable. Lo malo es que Piqueca tampoco era más sólida; también ella era falible. Sin prisa, empecé a pensar que sólo podría confiar en mí; aunque fuese un niño casi analfabeto y enfermizo. De a poco, y con la paciencia de un convaleciente que reconstruye músculo a músculo, pieza a pieza, su cuerpo paralizado, me fui inventando a mí mismo. Ese fue el regalo imperecible que me hicieron los Magos, aquella larga noche del cinco al seis de enero de 1926. Sólo quince años más tarde, en otra larga noche de vigilia que pasamos Mamá y yo en el Tres chico del ABC, habría de enterarme de pormenores de mi infancia que explicaban este incidente de los Reyes Magos. Hasta entonces, yo, que tantas veces me pregunté cómo habría podido ocurrir aquel horror, no advertí que la única pregunta que nunca hice (o me hice) era: ¿Dónde estaba Papá entonces?"

 

 

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