|  | "Elogio de la censura"En El País, 19/12/1960
 p. 17
 "Un día de verano de 1509, mientras cruzaba 
              los Alpes a caballo, por el Septimer, Erasmo de Rotterdam concibió 
              un librito que habría de redactar poco después en 
              Inglaterra, en casa de Thomas Moro, el Elogio de la locura. 
              En esta obrita, la única de las suyas que sigue siendo leída 
              hoy día, es la Locura la que pronuncia su propio encomio. 
              Se presenta disertando ante un público y traza rápidamente, 
              incisivamente el cuadro de su poder. Todo es locura o dependencia 
              de la locura. Arrastrada por su facundia pasaba por parecer sinónimo 
              de vitalidad, de valentía ante la vida. De ella emana todo 
              lo que es valioso y positivo en el mundo: la benevolencia, la bondad, 
              la tendencia a aceptar y admirar. Pero la Locura también incorpora a su discurso una sátira 
              de muchas cosas que estaban mal en el siglo: el tráfico de 
              las indulgencias, la necia creencia en toda clase de milagros, el 
              culto egoísta a los santos, el espíritu de sistematización 
              y nivelación, la envidia de los religiosos. Fueron estos 
              pasajes de sátira directa, opina Huizinga, los que hicieron 
              la enorme popularidad de la obra entre los contemporáneos 
              de Erasmo. La parte positiva, la afirmación vital de la Locura, 
              fue pasada por alto u olvidada pronto. Porque para muchos la paradoja 
              básica del libro (Locura es Sabiduría y viceversa) 
              resultó demasiado sutil. El error cometido por los contemporáneos de Erasmo ilustra 
              una de las más seductoras trampas de toda lectura: leer literalmente, 
              leer sin tener en cuenta el contexto, leer con prejuicios. En nuestros 
              días pocos escritores han sido leídos menos desprevenidamente 
              que Jorge Luis Borges. Varias generaciones de argentinos se han 
              dedicado ya a excavar de sus textos las teorías o afirmaciones 
              más absurdas. Para unos, Borges es el escritor bizantino 
              que vive de espaldas a la realidad; para otros (o los mismos, en 
              el párrafo siguiente de sus diatribas) es el representante 
              de la oligarquía ganadera que domina la nación hermana. 
              Estos abominan de él porque pretende levantar al compadrito 
              y a la esquina rosada a la categoría de los mitos literarios; 
              aquellos (a veces los mismos) lo desdeñan por no ocuparse 
              más que de literatura inglesa o de oscuros poetas escandinavos. Desde 1925, Borges ha sido y es el blanco de las críticas 
              más pintorescas, más imaginativas, más erráticas, 
              de que se tiene memoria en el Río de la Plata. Su fama internacional 
              no ha hecho sino agravar las cosas. La última generación 
              literaria argentina, esa que ha sido bautizada parricida 
              por su generoso afán en demoler la obra de sus mayores, es 
              antiborgista por sistema. El mismo Borges ha dado pie a muchas de 
              las críticas por su manía de sostener opiniones impopulares. 
             En momentos en que la mayoría de los argentinos cultos exaltaban 
              el nacionalismo y hasta adoraban a Hitler, Borges satirizó 
              las imposibilidades de esa vocación nacional en artículos 
              que aún hoy se recuerdan; cuado subió Perón 
              ante el aplauso de tantos y el silencio de muchos, Borges se negó 
              a cantar loas al General y hasta firmó manifiestos que le 
              valieron el despido de su humilde cargo de funcionario de una biblioteca 
              municipal; cuando toda la inteligencia argentina era, por lo menos, 
              frondizista, Borges militó abiertamente en un comité 
              a favor de la candidatura de Balbín. Una y otra vez, contra 
              viento y marea, Borges ha seguido sus convicciones (acertadas o 
              erróneas, eso es otra cosa) sin tener para nada en cuenta 
              las ventajas que podría significar una alternativa. Si algo 
              no sabe este espléndido estilista es ser un hábil 
              político. Ahora, en un reportaje publicado en La Razón de Buenos 
              Aires, Borges ha vuelto a sostener opiniones impopulares. El motivo 
              es la ola de secuestros de ediciones argentinas y juicios criminales 
              instaurados a editores por la difusión de obras supuestamente 
              obscenas. Sur ha sido afectada por Lolita de Nabokov, 
              que se publicó hasta en Londres sin escándalo. Losada 
              por El reposo del guerrero de Christiane de Rochefort, obra 
              premiada en Francia; Goyanarte por No, colección 
              de cuentos de Dalmiro Sáenz, uno de los cuales fue destacado 
              por el Concurso Literario organizado por Life en español. 
             Consultado sobre la censura, Borges declaró que "puede 
              justificarse siempre que se ejerza con probidad y no sirva para 
              encubrir persecuciones de orden personal, racial o político." 
              Luego de señalar que el pensamiento ha estado bajo la presión 
              de la censura en otras épocas ilustres, lo que no ha impedido 
              a los escritores manifestarse copiosamente, y que hay ventajas estilísticas 
              derivadas del uso de formas indirectas, agregó que "un 
              escritor que conoce bien su oficio puede decir todo lo que quiere 
              decir, sin infringir los buenos modales y las convenciones de su 
              época."  En cuanto a la alteración de los textos que suele practicar 
              la censura (la española del siglo XVII hizo modificar algunos 
              párrafos de El Quijote, por ejemplo), Borges opina: 
              "Afirmar que nadie tiene derecho a modificar la obra de Joyce 
              y que toda modificación o supresión es una mutilación 
              sacrílega es un simple argumento de autoridad. Schopenhauer 
              prometía su maldición a quienes cambiaran una tilde 
              o un punto en su obra; en cuanto a mí, sospecho que toda 
              obra es un borrador y que las modificaciones, aunque las haga un 
              magistrado, pueden ser benéficas." Algunos parricidas de esta orilla (hay también sucursales 
              uruguayas) han comentado estos textos con horror y han pretendido 
              vincularlos con supuestas adulaciones de Borges a Frondizi. Según 
              escriben, Borges omitió un artículo bastante severo 
              sobre (o contra) los argentinos, al reeditar en 1957, Discusión, 
              libro de 1932. Lo que estos profesionales de la indignación 
              olvidan es que dicha reedición se terminó de imprimir 
              en abril 10 de 1957, en tanto que las elecciones que llevaron a 
              Frondizi al poder tuvieron lugar más de tres meses después, 
              en julio 28. Mal podía Borges querer adular a Frondizi con 
              semejante supresión cuando en la misma fecha sostenía 
              públicamente al doctor Balbín, candidato rival de 
              aquél. El motivo de la supresión es menos bastardo. Como lo explica 
              Borges en una nota de la página 9, fechada en 1955, cuando 
              Perón estaba todavía en el poder, aquel artículo 
              le parecía ya débil. De modo que en vez de suprimirlo 
              por audaz, lo hace por considerarlo inadecuado. La realidad peronista 
              había embotado sus quejas y sátiras. Más grave que esta acusación sin fundamento es el 
              error de lectura que supone creer, seriamente, que Borges auspicia 
              la censura en sus declaraciones. El tono de las mismas, las reservas 
              explícitas ("siempre que se ejerza con probidad y que 
              no sirva para encubrir persecuciones"), las ironías 
              transparentes ("aunque las haga un magistrado"), no requieren 
              lectores muy adiestrados. Requieren, eso sí, lectores de 
              buena fe."  E.R.M.  |