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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

La literatura hispanoamericana en Breviario.
En: Número, nº 27, diciembre 1955
p. 194-210.

I

"Pocos libros panorámicos sobre la historia de la literatura hispanoamericana han suscitado el interés -vivísimo, polémico- de éste el año pasado publicado por el crítico argentino Enrique Anderson Imbert (*). El interés no se debe únicamente al tema o a su ejecución sino al momento en que aparece: momento en que recorre a toda América, a todo escritor americano, la impaciencia por hacer balance de la actividad creadora de algunos siglos y por conquistar (para su patria, para su obra) un público que se imagina millonario. Interés asimismo alimentado, y hasta hostilizado, por la manera provocativa, no convencional, en que ha concebido Anderson Imbert su obra: entrando a fondo en las caóticas y hojarasqueras letras hispanoamericanas, podando y rescatando sin timideces, comprometiéndose en el juicio de los valores del pasado y en la elección de las promesas del presente. Que como tantos críticos timoratos, no haya excluido el período actual (aun con las precauciones de relegarlo al Apéndice), que haya dicho sus preferencias y hasta sus amistades literarias, es buena prueba de su confianza en las propias fuerzas.

La obra ha causado escándalo también: desde el despreciable de los que atacan torvamente porque se sienten excluidos (sin preguntarse si ellos mismos no son responsables) hasta el audaz de los que no vacilan en asumir públicamente el yo para reclamar por trato indebido. Hubo felizmente otras reacciones: la de los que leyeron toda la obra con atención, balancearon virtudes y limitaciones y adelantaron sus objeciones en reseñas mesuradas o cartas particulares que el mismo autor se ha encargado de publicitar, con ejemplar franqueza.

Estas reacciones son buena prueba de que la obra importa, de que tiene fundamento, de que Anderson Imbert ha hecho bien en decir, como crítico y con seriedad crítica, lo que sabe y lo que piensa. Sus errores no afectan a nada fundamental -como él mismo ha señalado en abierto balance de objeciones publicado en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica (Nº 11, julio 15, 1955). "Si alguien hubiera atacado a fondo la estructura de mi libro, mi concepción de la literatura, mis preferencias estéticas o mi modo de escribir acaso, al defenderme, yo hubiera podido mandar a "La Gaceta" algunas páginas vivas." No ha sido necesario: apenas ha debido rectificar errores de fecha o atribuciones equivocadas, pontazgo inevitable que debe estar resignado a pagar quien emprenda una tarea de éstas.

La doble importancia del libro (como obra en sí misma, por la repercusión que ha logrado) justifica que se intente ahora, con un poco de perspectiva el examen de sus propósitos, de su valor crítico, de sus fallas, de su mérito definitivo.

II

La tarea de resumir en 380 páginas de texto la Historia de la Literatura Hispanoamericana -o sea: la historia de cuatro siglos y medio de creación literaria a lo ancho de (por lo menos) dieciocho países- requiere ante todo explicitar propósitos y limitaciones deliberadas. Anderson Imbert las explana en las cuatro páginas concisas de su prólogo y en algunos pasajes dispersos a lo largo del libro. Tres directivas fundamentales subyacen su exposición. En primer lugar, una Historia no se puede reducir a la yuxtaposición de monografías aisladas sobre los autores más destacados ni a la descripción general de períodos sin suficiente caracterización de los creadores individuales. El intento está indicado por el autor al afirmar que "en vez de abstraer por un lado las obras producidas y, por otro, las circunstancias en que se produjeron", la historia debe integrarlas "dentro de la existencia concreta de los escritores."

De este modo las personalidades determinarán los centros de análisis, pero no aparecerán desvinculadas del proceso histórico y literario general. A lo largo del libro insiste Anderson Imbert en su interés por las personalidades. "Esta no es una historia de "ismos" (dice en la página 200) sino de personalidades creadoras". De aquí que se resista a escindir un autor en trozos (un fragmento de novelista, otro de crítico, otro de poeta) para seguir la evolución literaria por géneros; de aquí que se oponga al examen de la profusa novelística hispanoamericana de este siglo siguiendo las clasificaciones temáticas (o seudotemáticas) de un Luis Alberto Sánchez (no lo menciona directamente pero alude a ellas en la página 292); de aquí que apunte, con verdad, que tales clasificaciones llevarían al absurdo de dividir una misma novela "en diferentes cajones" (página 342).

En segundo lugar, el autor tendrá en cuenta únicamente a los creadores de obra literaria. "Sólo nos interesa aquí (dice en la página 8) la realidad que se ha trasmutado, bien o mal, en literatura. Los hechos de la filología, la etnología, la sociología, la economía política entrarán en nuestra historia en la medida en que antes hayan entrado en la conciencia creadora de hombres que están contándonos sus experiencias. Ni siquiera nos ocuparemos de los fenómenos culturales próximos a la literatura: folklore, oratoria, periodismo, filosofía ..." La misma fórmula que ofrece al comienzo del Prólogo: "¿Es posible una Historia-historia de la Literatura-literatura?" anticipa claramente este enfoque. De aquí que sea descabellado reprocharle (como han hecho malos lectores) la ausencia de un historiador como Vicuña Mackenna o de un erudito como José Toribio Medina.

En último término, la obra postula la presentación cronológica de los escritores. En vez de escuelas o corrientes, en vez de divisiones regionales o nacionales, Anderson Imbert sigue la sucesión cronológica de personalidades. La cronología determina dos puntos de referencia: los grandes momentos que por comodidad expositiva el autor reduce a tres, indiscutibles (La colonia, Cien años de república, La época contemporánea); las generaciones. Anderson Imbert no practica el fetichismo generacional. Por el contrario, hasta se burla del mismo: "... ya entonces (dice en la página 364, al referirse al último grupo de escritores) Ortega y Gasset había impuesto su idea de la 'sensibilidad vital de cada generación' y los nacidos en 1910 decidieron a todo costa pertenecer a una generación. El prurito fue tal que desde entonces no se ha cesado de inventar generaciones: del 40, del 45, del 50. Más generaciones de las que humanamente pueden caber en lapso tan corto."

Pero hay generaciones y generaciones. En su obra Anderson Imbert distingue nítidamente y caracteriza muy bien algunas: por ejemplo, la romántica argentina que se coagula en torno de Esteban Echeverría o la generación uruguaya del 900. Otras no aparecen indicadas tan explícitamente como generación pero el riguroso ordenamiento permite al lector advertirlas o recomponerlas. En general, la obra respeta el agrupamiento generacional al mismo tiempo que evita imponerlo como una constante inflexible. El mismo Prólogo (página 9) se encarga de advertir sobre la latitud del criterio: "Que no ordenemos los materiales de nuestra historia en períodos no quiere decir que desatendamos otros criterios ordenadores: los de nacionalidad, géneros, escuelas, temas... Lo que hemos hecho es subordinar estos criterios a la cronología. En otras palabras, que nuestro todo es sistemático cuando agrupa los fenómenos literarios fundamentales; y asistemático en todo lo demás."

Un laudable horror a las simetrías en que suele caer la crítica o la mera exposición pedagógica, se trasluce en distintos momentos de la obra. Así, por ejemplo, cuando se reprocha suavemente a la crítica anterior su agrupación de Martí, Gutiérrez Nájera, Casal y Asunción Silva en el primer grupo "modernista". "La muerte de todos ellos antes de 1896 (comenta en la página 199) ha influido para que los historiadores redondearan ese grupo. Pero debemos resistir a la tentación de embellecer la historia con esquemas geométricos". Y en otro pasaje, en que debe recurrir a la distribución por naciones, aclara su exclusivo valor pedagógico: "Este agrupamiento geográfico no tiene valor crítico. Es solamente cómodo. Da rápida cuenta de los poetas menores, los sitúa. El lector sabrá dónde encontrarlos". El autor hasta llega a denunciar, con franqueza, sus violaciones de la cronología: "... conviene (dice con leve humor en la página 275) que los historiadores mezclemos a veces los capítulos: así el lector, que ya se estaba acostumbrando a un esquema convencional, se verá obligado a reparar en la fluidez del proceso histórico."

El Prólogo indica asimismo un propósito complementario y algunas limitaciones deliberadas de este Breviario. Anderson Imbert quiere que su Historia sea leída como un texto unitario. Se ha rehusado a intercalar notas o a completar temas en apéndice. "Hemos preferido (dice) el esfuerzo de una historia lineal, ininterrumpida, aun a costa de la gracia del estilo". En este aspecto, y en este aspecto sólo, su Historia está más cerca de un libro como la Histoire de la littérature française, de Albert Thibaudet (París, 1936) que de un texto erudito y copiosamente anotado como Las corrientes literarias en la América hispánica (México, 1949) de su maestro y amigo don Pedro Henríquez Ureña.

Las limitaciones surgen naturalmente del procedimiento elegido y de la extensión misma del Breviario. Anderson Imbert ha eliminado, prácticamente, a la crítica de su Historia. (Hay muchos críticos, pero presentados por su labor creadora; hay otros puramente críticos pero su número es escaso.) Creo que esta limitación es demasiado severa. Algunos críticos, no todos, los de labor sostenida, los que buscan dentro de la obra y fuera de la obra que tienen entre manos, los que fijan los patrones críticos de una época, esos no pueden dejar de figurar: son también creadores de literatura. Los argentinos (y el propio Anderson Imbert en una nota muy oportuna que reproduce La Gaceta, Nº 3, febrero 15, 1955) han lamentado la ausencia de Roberto F. Giusti; en el Uruguay se ha señalado la omisión de Alberto Zum Felde (que se cita en la bibliografía) y en Chile podría denunciarse la de Alone. Pero hay un caso que me parece más ejemplar: la omisión de Francisco Bauzá. Si se le considera exclusivamente como historiador está justamente excluido. Pero su labor de crítico literario aunque escasa (un volumen: Estudios literarios; 1885) es sumamente importante en la valoración de la literatura uruguaya y no debe saltearse. Algo semejante puede argumentarse y se ha argumentado, con respecto a otro uruguayo : Carlos Roxlo que me parece de menor significación literaria.

Hay limitaciones más tolerables: reducir el examen únicamente a la obra escrita en castellano y en América podrá hacer perder algunos nombres de interés (Anderson Imbert apunta algunos: W. H. Hudson, Jules Supervielle, Ventura de la Vega) pero tiene coherencia y permite ajustar mejor la visión de una literatura característicamente hispanoamericana. Y éste no es uno de los menores méritos del libro, como se verá. Otra limitación es, paradójicamente, no de exclusión sino de inclusión. Si se aplicaran a las letras hispanoamericanas los patrones de máxima excelencia tal vez bastara mencionar (estudiar) veinte nombres. Anderson Imbert apunta nueve (el Inca Garcilaso, Sor Juana, Bello, Sarmiento, Montalvo, Palma, Martí, Darío, Rodó) y alude a "diez más", sin especificarlos. Por eso, la Historia debe aceptar e incluir escritores menores, escritores malogrados, escritores ocasionales. "En general, nos aflige la improvisación, el desorden, el fragmentarismo, la impureza", anota el autor. Y luego agrega : "No podemos evitar que el fárrago se nos meta en esta historia." Su libro debe tener en cuenta incluso a escritores que no tienen propósitos literarios, como Bolívar en su magnífica correspondencia o como algunos Cronistas de Indias. Lo que determina entonces su inclusión es ese lado, "más íntimo y personal" en que se revela (se crea) la literatura a pesar de todo.

III

Una síntesis de esta naturaleza necesita ante todo un crítico. Que Anderson Imbert se estaba preparando, desde hace bastante tiempo, para una tarea semejante (y no sólo para esta tarea de Breviario) lo documentan sus libros y ensayos y prólogos, desde aquel fragmentario e incisivo volumen que se tituló La flecha en el aire (Buenos Aires, 1937) hasta la colección de su primera madurez, la actual: Estudios sobre escritores de América (Buenos Aires, 1954). Entre uno y otro libro Anderson Imbert ha colaborado asiduamente en la mejor prensa literaria, ha publicado monografías de investigación estilística (El arte de la prosa en Juan Montalvo, México, 1948) o de divulgación crítica (Ibsen y su tiempo, 1946), ha escrito eruditos, penetrantes, prólogos a nuevas ediciones de Jorge Isaacs (María, para la Biblioteca Americana de Fondo de Cultura Económica, 1951) y de la poesía de Rubén Darío (para la misma colección, 1952), prepara un trabajo extenso sobre la prosa poética en la América hispánica, del que ha adelantado en 1953 un capítulo sobre Amistad funesta, novela de José Martí, ordena materiales para una obra en varios volúmenes sobre la cultura en América, corrige con paciencia las páginas de este mismo Breviario para una futura reedición.

Estos libros, estos estudios, no sólo abonan una vocación de crítico y un ejercicio ininterrumpido de la disciplina; documentan también una formación (a la vera de don Pedro Henríquez Ureña) poco común en las letras hispánicas. Porque Anderson Imbert sabe ser erudito y crítico a la vez: sabe recorrer pacientemente los repertorios bibliográficos y las vastas bibliotecas, leer sin desmayo los más indigestos autores, repasar con atención hasta los olvidables; pero sabe rescatar de entre tanta obra indiferente o malograda, de entre tanto proyecto abortado, la página, el libro, el autor, que la crítica desdeñó u omitió. La acumulación de datos y de fichas no le mata la sensibilidad ni le empaña la visión.

Esta doble cualidad es muy evidente en las páginas de su Historia. Anderson Imbert organiza sus materiales con fino sentido crítico. Rehuye las distinciones más habituales en este tipo de manual. Sabe caracterizar los períodos generales con economía y agudeza. En cada época encuentra esos signos que permiten subrayar su individualidad. Así, por ejemplo, al referirse a la actitud del escritor en la época colonial apunta: "en las colonias la literatura era el ejercicio de reducidos núcleos cultos, apretados en torno de minúsculas instituciones, islas humanas en medio de masas iletradas, en encogida actitud imitativa, aficionados incapacitados para un esfuerzo perseverante en el aprendizaje artístico, desprovistos del aparato legal, comercial y técnico de la industria del libro, desanimados por las dificultades materiales".

La concisión de la frase no afecta a la amplitud del pensamiento que se desarrolla entero. Unas palabras, unos renglones, bastan para dibujar la situación de la literatura y de sus creadores; a través del rápido enunciado de causas históricas, económicas, sociales y hasta psicológicas se define el estado de las letras coloniales.

La misma capacidad de síntesis enriquecedora se encuentra en otros pasajes, por ejemplo en éste: "La llamada 'literatura modernista' agrega, a los descubrimientos de la vida sentimental hechos por los románticos, la conciencia casi profesional de qué es la literatura y cuál su última moda, el sentido de las formas de más prestigio, el esfuerzo aristocrático para sobrepujarse en una alta esfera de cultura, la industria combinatoria de estilos diversos y la convicción de que eso era, en sí un arte nuevo, el orgullo de pertenecer a una generación hispanoamericana que por primera vez puede especializarse en el arte." O en este otro texto, en que apunta el tránsito del positivismo a formas seudoespiritualistas, pero en verdad reaccionarias: "Positivistas eran en nuestra América los animadores, de valiosos movimientos liberales y socialistas. Por el contrario muchos de sus adversarios se aprovechaban de la polémica antipositivista para negar las conquistas del libre examen y aun la historia liberal y laica de nuestros países; en nombre de un espiritualismo que apenas rasguñado descubría bajo el barniz el antiguo color dogmático, esos sedicentes antipositivistas en realidad estaban preparando la reacción católica absolutista que, en efecto, habría de amagar después de 1930."

Otras veces un rasgo fundamental de las letras hispanoamericanas aparece apuntado en pocas palabras, concisión tanto más admirable porque sirve para fijar un concepto largamente madurado. Así por ejemplo, en la página 237 se refiere a los narradores modernistas desvelados por el cuidado formal y dice: "Muchas novelas se escribieron para los colegas, no para el lector común." La observación escapa, naturalmente, al marco circunstancial en que la inscribe Anderson Imbert. En otra oportunidad, él mismo se encarga de indicar esa validez general de un juicio, como cuando apunta, en la página 340: "una característica hispanoamericana es que nuestros escritores no experimentan nuevas formas, sino que, tarde y difusamente, aplican los experimentos europeos."

Con la misma atención con que caracteriza períodos o movimientos o actitudes perdurables, dibuja Anderson Imbert esas personalidades literarias que constituyen el objetivo principal de la Historia. Ya los críticos de su obra se han encargado de elogiar algunos de esos retratos, verdaderos dechados, según se ha dicho, en los que puso el mayor esmero crítico. Pero no sólo en ellos (en los Cronistas de Indias o en Lizardi, en Montalvo o en Isaacs, en Asunción Silva o en Darío) se revela el crítico. En casi todas las páginas, en casi todos los retratos, hay algún rasgo que expone no sólo la visión y el juicio maduros sino la gracia y puntería del estilo. A veces unas líneas le bastan para rescatar un autor (Gómez Carrillo en la página 231) o para fijarlo como a Delmira Agustini (página 270) o a Enrique Banchs (página 272); otras veces una metáfora (esa con la que define a Heredia como un desarraigado: "Amaba a su tierra, pero con las raíces en el aire", página 105) o una ironía bien colocada (ésta: "Cuando apareció 'La llamarada' (1935) algunos creyeron que allí se revelaba la zona cañera de Puerto Rico, los sufrimientos del trabajador, la fuerza aplastante de la naturaleza, los problemas colectivos, los tipos humanos insulares... Lo que se reveló fue un escritor de garra") o, apenas, una palabra que ilumina todo súbitamente (en la página 277 dice que la prosa de Alfonso Reyes es "atisbona" y lo dice todo).

La penetración del juicio y la penetración del estilo hacen de la Historia uno de los libros de más amena lectura en su género. Porque Anderson Imbert ha sabido distribuir su materia y aligerar el sistema de referencias, y dinamizar su prosa para que esa lectura corrida de que habla el Prólogo pueda realizarse con el mayor placer posible. Esto es obra no sólo del crítico sino del creador. La prosa en que está escrita la Historia, tan rápida, tan (aparentemente) servicial, es la prosa de un escritor de raza para quien el idioma, su idioma personal, es ambición y desvelo.

Hay en su primer volumen crítico una irreprimible confesión veinteañera: "¡Pero nosotros ni siquiera sabemos redactar una carta! (escribe comparando Nuestra ignorancia literaria con la sabiduría europea) . Yo -que soy un Premio Municipal de Literatura- estoy aprendiendo a escribir con gran trabajo, empeñándome en ejercicios de Albalat que debieron haberme enseñado cuando pequeño." (Es un artículo de mayo, 1935.) De lo bien que aprendió a escribir Anderson Imbert da fe esta Historia en la que cabe reconocer también a un creador. Y un escritor de sintaxis típicamente hispanoamericana. Porque ese notable don de síntesis que manifiesta el estilo de Anderson Imbert ha sido ensayado junto a Henríquez Ureña y junto a Alfonso Reyes, junto a Borges. Un escritor español no hubiera podido manejar la materia verbal con la concisión que ostenta en cada página el autor, con esa precisión sin sequedad sino viva, intensa, polémica en el mejor sentido de la palabra.

IV

Un trabajo de esta naturaleza y de estos límites no puede ser perfecto y mejor que nadie lo sabe el autor que ha sido el primero en reconocer insuficiencias y omisiones. Muchos de los reparos que puede suscitar derivan, sin duda, de la diferencia entre el punto de vista del que censura y el punto de vista del censurado (tal es el caso de algún reproche que ha adelantado Guillermo de Torre). En mi caso, no quisiera dejar de apuntar algunos que me parecen importantes, aunque tal vez sólo lo sean desde mi perspectiva. Como por ejemplo, que es insuficiente la caracterización del ingreso del romanticismo en Chile que se ofrece en la página 130. La extra-concisión, y la circunstancia de que ya se ha estudiado (unas treinta páginas antes) la figura de Bello, vuelven un poco borroso el párrafo. Habría que matizar mejor qué se debe al empuje inicial de José Joaquín de Mora (que se omite), qué se debe a Bello (bien indicado en las páginas 98/100), qué a los argentinos emigrados y qué a los mismos chilenos. Algunas palabras sobre Lastarria y sus Recuerdos Literarios (1878), en lugar de la escueta mención de nombre y fechas, de este escritor, se hacen también necesarias.

El mismo Bello, que aparece agudamente caracterizado en las páginas 95/100, puede ser objeto de algún retoque. Es exagerado decir (página 98) que "permaneció siempre poeta neoclásico". Lo era en su dicción hasta 1841 aproximadamente y dejó de serlo entonces; pero si se considera lo que el mismo Anderson Imbert llama (página 106) forma interior de la poesía, ya en 1823 hay atisbos de un abandono de las líneas neoclásicas, abandono que se acentúa en los poemas londinenses de 1826. (Sobre el tema hay un trabajo en esta revista, Nº 23/24, pp. 151/180, abril-setiembre 1953, aunque se publicó demasiado tarde para que Anderson Imbert hubiera podido considerarlo siquiera.)

También habría que ajustar un poco más lo que se dice sobre Jorge Luis Borges en las páginas 322/24. Anderson Imbert lo estima, reconoce su influencia y su raro valor moral, caracteriza su arte. Pero no ha decidido todavía cuál es el Borges que importa más: el poeta o el prosista. Su perplejidad se enuncia en la página 339: "Ni siquiera estamos seguros si un Borges, por ejemplo, se destaca más por sus versos que por sus prosas". Tal vez lo mejor sería no dividir: ver en Borges uno de los ejemplos más deslumbrantes de creador unitario cuya visión del mundo y cuya poderosa personalidad creadora se manifiestan por igual en el poema o en el cuento, en la reseña bibliográfica o en el ensayo de intención filosófica. Pero, obligados a elegir, cómo no elegir al prosista, incomparable en nuestra lengua.

Debe rectificarse ligeramente, asimismo, lo que dice en la página 325 sobre la influencia de Borges en un grupo de narradores argentinos de la promoción inmediata (el más notorio: Bioy Casares): sin negar que éstos frecuentan directamente las mismas fuentes literarias que aquél (autores ingleses y alemanes, algunos franceses) se debe reconocer el papel de Borges como descubridor y guía y hasta intérprete del significado profundo de esas fuentes. En este sentido su influencia es equiparable a la de Darío.

Es posible discrepar del análisis de Pablo Neruda que ocupa parcialmente las páginas 329/31. Muchas de las observaciones de Anderson Imbert son atinadísimas. Por ejemplo, ésta que parece enderezada a rectificar la ambición de Amado Alonso en su libro sobre el poeta (1940): "Es inútil que el crítico quiera analizar las imágenes de Neruda, puesto que apenas están esbozadas: más vale que comprenda de dónde y cómo surgen. Neruda se zambulle en su mar de sentimientos: sale a respirar junto con nosotros, que lo miramos desde la orilla, y cada vez que sube trae una imagen-pez". Pero no puede aceptarse del mismo modo la manera en que despacha al Neruda de la última etapa, la actual. Los poemas que componen el Canto general (1950) y Las uvas y el viento (1954, Anderson Imbert no lo pudo considerar) tienen mucho relleno poético, pero tienen también mucha poesía: una poesía en que ensaya Neruda una voz nueva, más esencial y simple, pero no menos suya. Este rumbo conduce a las mejores Odas elementales (también de 1954 y por lo tanto inexistentes para esta Historia). Una relectura del Canto y un examen de los nuevos títulos le permitirá, sin duda, al autor rectificar o matizar muchas de las afirmaciones de la página 331.

Otros reparos son de detalle. Debe corregirse la inclusión de Jules Supervielle en la página 268, junto a Laforgue, Apollinaire, Réverdy, Jacob, como continuadores del sinsentido poético que inauguran Les chants de Maldoror. Cualquiera de los poetas franceses que menciona Anderson Imbert en la página 314 puede substituir con ventaja a este clásico aquí extraviado por ceder a la simetría de haber nacido -como Lautréamont, como Laforgue- en el Uruguay.

Cabría asimismo apuntar necesarios complementos al texto. Seria útil, por ejemplo, indicar que Rafael Barrett (que aparece justamente ubicado en el Paraguay; página 247) había nacido en Algeciras y en 1877; que Giménez Pastor nació en el Uruguay; que las fechas de nacimiento de Zorrilla de San Martín (1855), Javier de Viana (1868) y Carlos Vaz Ferreira (1872) aparecen equivocadas en el texto y en el índice; que Cuando era muchacho, 1951, de González Vera es un libro de Memorias (la página 351 no es explícita ya que lo menciona después de dos libros de ficción del mismo autor chileno); que en la misma página, Hijo de ladrón (1951) de Manuel Rojas reclama lectura directa; que no puede omitirse El terruño, 1916, al considerar críticamente la obra de Reyles (página 247) ni El reino de este mundo (1949) y Los pasos perdidos (1953) al referirse a Alejo Carpentier (página 358); que las fuentes probables de La invención de Morel (1940) de Bioy Casares habría que buscarlas por el lado de Before the Dawn (1934) de John Taine [Eric Temple Bell], y no en Quiroga o Clemente Palma (como insinúa la página 385); que la existencia de El sueño de los héroes (1954) modifica bastante el juicio que merece Bioy ahora.

Un párrafo aparte merecen las omisiones de la Historia. En esto la perspectiva nacional del crítico es inevitable. (Arturo Torres-Ríoseco señaló con acierto la abundancia comparativa de escritores argentinos en este panorama redactado por un argentino.) Pero aun a riesgo de parecer chauviniste hay que apuntar algunas ausencias en las letras uruguayas. La de Francisco Bauzá como crítico literario ya está indicada; en la página 108 y después de mencionar, a los mexicanos José Joaquín Pesado y Manuel Carpio podría incluirse al neoclásico Francisco Acuña de Figueroa (1791/1862), interesante sobre todo por su obra de satírico; en la generación del 900 cabría incluir al dramaturgo y crítico teatral Samuel Blixen (1867/1909) y al insufrible poeta y curioso prosista erótico que se llama Roberto de las Carreras (1875); en la página 270, y antes de caracterizar a Delmira Agustini y a Juana de Ibarbourou, corresponde detenerse algo en María Eugenia Vaz Verreira (1875/1924), anterior a aquellas y en cuya obra desigual pueden señalarse poemas valiosos; entre los narradores uruguayos que se mencionan en la página 297 (Montiel, Lasplaces) debe mencionarse a José Pedro Bellán (1889/1930), valioso en algunas novelas e interesante asimismo como dramaturgo; entre los poetas incluidos en la página 329, y en que convendría destacar mejor a Esther de Cáceres, no puede faltar Fernando Pereda, de escasísima pero importante producción lírica.

Estas discrepancias críticas, estas menudencias (sí se mira el asunto con óptica panorámica como debe ser la del autor) tienen sin embargo su importancia. Que puedan ser invocadas como principales defectos de la Historia es buena prueba de la calidad de la misma.

V

Capítulo aparte merece el Apéndice que va de 1910 a 1930. Es el punto controvertible y el que ha suscitado más estéril polémica. Porque el autor es el primero en señalar su inequívoco carácter de acto gratuito (página 10). De crónica y no historia (página 259), de reunión amistosa y no siempre crítica de valores reconocibles a pesar de la ausencia de perspectiva (páginas 368/69 y 371). Anderson Imbert se han comprometido (engagé, dirían los existencialistas sartrianos: en lo que escribe allí que modifica su postura de crítico objetivo -el de la Historia- para asumir la de cronista de unos años que son, también, los años de su historia personal. Ese cambio de tono se siente sobre todo en las primeras páginas que intentan definir el espíritu de la hora. Hasta se puede reconocer una sutil distinción entre el grupo que mejor comprende el autor (el de los nacidos, como él, hacia 1910) y el que ya lo inquieta y hasta fastidia con sus preferencias (el nacido hacia 1920). Lo que dice de los estudiosos del primer grupo y de su actitud ante la literatura (páginas 364/366) es no sólo exacto: tiene también valor testimonial. Pero cuando pasa luego (páginas 366/368) a caracterizar la promoción inmediata (mi promoción, aclaro) ocurren desenfoques, poco perceptibles, pero suficientemente graves como para alterar un estilo tan nítido y preciso como es el suyo. Cuando dice que a los jóvenes nacidos después del 20 "les conmovían las ululaciones de Neruda" está escribiendo como un joven de 1910, porque para los jóvenes del 20, muchas de esas ululaciones no eran la poesía hermética que vanamente trató de descifrar Amado Alonso sino los poemas comprometidos de España en el corazón (1937).

Pero no debe hacerse caudal de estos desacuerdos. Más notable y más importante parece ser la actitud valiente de quien no le saca el cuerpo a la crítica de sus estrictos contemporáneos y se arremanga para el balance (y la polémica), Nadie más exigente en esta postura que el propio Anderson Imbert. En las notas de autocrítica que ha publicado La Gaceta señala el autor su disconformidad con la tercera parte, que cubre la época contemporánea, y propone efectuar cambios cronológicos. La materia de dos capítulos actuales (el X y el Apéndice) será redistribuida en cuatro nuevos: el X, de 1910 a 1925; el XI, de 1925 a 1940; el XII, de 1940 a 1955, y un Apéndice para los nacidos después de 1925 que "serán ya escritores maduros cuando aparezca la reedición", apunta. Con esta división propuesta se movilizará mejor una materia que por estar tan cerca del crítico y resultar ahora tan abundante requiere una mejor matización. Al fin y al cabo, el tiempo opera en la literatura una selección natural, afina los contornos y elimina lo transitorio. Pero al trabajar con la literatura recién producida es necesario aceptar lo inevitable (el fárrago, como dice el autor) y confiar en la virtud de las menudas precisiones, las categorías de la moda y los matices de situación.

Creo que puede contribuirse a esta tarea con algunas observaciones sobre las letras uruguayas de hoy. De los tres géneros que incluye Anderson Imbert en su Apéndice, el que resulta mejor caracterizado es el narrativo. Es cierto que podría sumarse algún otro nombre a los siete que menciona en las páginas 382/83. En reseña publicada en Marcha (Montevideo, agosto 12, 1955) Mario Benedetti propone a Eliseo Salvador Porta (1912) y a Armonía Somers. Más importante me parece reordenar los que ya están mencionados, de manera que se caracterice mejor a Carlos Martínez Moreno (el de visión más penetrante) o a Marinés Silva de Maggi y se destaque la labor de adelantado del grupo (y mejor novelista uruguayo) que tiene Juan Carlos Onetti (1909).

Los poetas (páginas 372/73) necesitan algún ajuste. Hay nombres que están injustamente omitidos, como los de Liber Falco (1909) y Juan Cunha (1910) . Ellos marcan un rumbo más auténtico de la poesía actual que los (por otros conceptos estimables) de Clara Silva y Sara de Ibáñez. En el grupo inmediato seguramente sobra Dora Isella Russell y faltan Humberto Megget (1926/1951), Carlos Brandy (1923), Silvia Herrera y, también, Ida Vitale. En cuanto a los que ya están (Sarandy Cabrera, Idea Vilariño), necesitan una caracterización más detenida, en particular ésta última: la más original de todos.

El teatro uruguayo merece algunas líneas en la página 3. Debe apuntarse que Despouey está descolocado allí: su obra más importante (Cinamon Rose, Farewell to the Flesh) ha sido escrita originariamente en inglés. Junto a Peñasco (1914), Denis (1917), Larreta (1922) y Jacobo Lagsner (1924), habría que incluir ahora a Héctor Plaza Noblía y a Mario Benedetti (1920) que está dedicándose con fortuna a la comedia.

Pero el género que necesita reconsiderarse es la crítica. Al único nombre uruguayo mencionado en la página 370, habría que agregar el de Carlos Real de Azúa (1916), de sostenida y profunda obra dispersa en periódicos literarios, a Arturo Sergio Visca, a Washington Lockhart, a Roberto Ares Pons, a José Pedro Díaz, a Ángel Rama, a José Enrique Etcheverry. Ellos certifican la existencia de una generación de críticos en las actuales letras uruguayas, aunque su concepto y su ejercicio de la disciplina no sólo sea diverso sino (a veces) hasta opuesto.

Más que ninguna otra esta generación necesita ser examinada no sólo en los escasos volúmenes producidos (las posibilidades editoriales en el Uruguay son raras y onerosas) sino en sus publicaciones periódicas: en las revistas, de corta duración o de intermitente publicidad; en los semanarios, a veces en los periódicos mismos. Que Anderson Imbert haya podido incluir en su Historia no menos de tres autores uruguayos que no han publicado ningún volumen (Luis Castelli, Carlos Martínez Moreno, Mario Arregui) demuestra con qué atención sigue el curso sinuoso de esta literatura, y lo releva de toda culpa en la omisión de nombres que nuestra perspectiva local cree imprescindibles.

VI

La producción de Manuales como este Breviario suele estar encomendada, por lo general, no a críticos sino a pedagogos. Muchas veces suele ser el pretexto pare un centón de opiniones ajenas y de transcripciones, más o menos deshonestas, de lo que ya han escrito las autoridades o los predecesores en la faena. De aquí que el error de un Manual se perpetúe eternamente en su secuela. Ya se ha visto que en este caso la tarea ha recaído en un auténtico crítico: en un lector omnívoro que lo revisa todo por sí mismo y lo valora con sus propias medidas.

Esto no significa que Anderson Imbert ignore las autoridades. Aunque su Bibliografía sólo cite las obras más elementales (según declara en página 387), desde el Prólogo (página 10) reconoce su deuda a los investigadores que han facilitado la tarea. Estos investigadores no son secretos informantes, como la imaginación tropical ha hecho creer a algunos lectores. Son libros y ensayos y prólogos publicados en todos los países de habla hispánica (y algunos europeos) durante muchos años, y a veces siglos, obras que Anderson Imbert se ha tomado el cuidado de leer y de aprovechar legítimamente. Una lectura atenta de la Historia permite advertir, por ejemplo, que el autor maneja la tesis de Irving A. Leonard sobre los libros que llegaban a América durante la colonia (Los libros del Conquistador, 1949/1953) y que ya en 1953 (fecha en qué redactó su Historia) estaba familiarizado con una investigación de Vicente Llorens Castillo que sólo apareció publicada en libro en 1954: Liberales y románticos, Una emigración española en Inglaterra (la utiliza en la página 98); que tenía bien presentes las observaciones de Jorge Luis Borges sobre Ascasubi (en artículo que data de 1931) o sobre la insistencia, nada gauchesca, de Güiraldes de enfatizar los trabajos de los troperos en Don Segundo Sombra (véanse las páginas 126 y 284 de esta Historia); que conocía las declaraciones de Javier de Viana sobre la prisa con que componía sus cuentos (están citadas en un trabajo de esta revista, Nº 6 /8, p. 198, enero-junio 1950) o de José Enrique Rodó sobre la importancia de los Estados Unidos como ilustración y no tema central de su Ariel (se mencionan también en el mismo número de la revista, p. 11); que hasta había manejado un estudio de Pedro Grases sobre el primer ensayo crítico de Bello en Chile (está reproducida en Doce estudios sobre Andrés Bello, 1950 y es de 1947).

Estos y muchos otros ejemplos que seria ocioso enumerar demuestran hasta qué punto apoya Anderson Imbert las bases críticas de su Historia no sólo en la lectura directa y original de los textos (lectura que documentan sus juicios y hasta el mismo estilo) sino en el examen complementario de la vastísima información y crítica acumulada por eruditos de todas las naciones americanas. Por esta circunstancia se aparta casi completamente su obra de los Manuales más transitados. Porque no es posible mencionar este Breviario junto a las Historias (1937/1950) de un Luis Alberto Sánchez, caprichoso en sus juicios, deshonesto en la mención calificada de obras que desconoce, incoherente en sus omisiones; tampoco puede ponérsele al lado del libro de Leguizamón (Buenos Aires, 1945), pedestre de estilo y de juicio y cuyo único mérito es la bibliografía que cita (aunque comete errores garrafales apenas sale de la literatura hispanoamericana, como alinear a Blake y a las Bronté en la misma generación, I, 465) ; ni se le puede citar como a los dos intentos de síntesis de Arturo Torres-Ríoseco (La gran literatura iberoamericana, 1945, New World Literature, 1949), demasiado panorámicos y arbitrarios en sus escorzos y saltos. La única obra que puede sostener la comparación, y aún, mejorarla, es 1a del maestro Henríquez Ureña.

Pero aquí corresponde hacer algunas necesarias distinciones. Aunque superficialmente semejantes, las dos son obras muy distintas. Lo que se propuso Henríquez Ureña era un panorama de los movimientos literarios sutilmente enclavados en los movimientos culturales e históricos de América. (El libro tiene su complemento en la Historia de la cultura en la América hispánica, 1947, del mismo; ambas fueron comentadas extensamente en esta revista, Nº 2, pp. 145/151, mayo-junio, 1949.) Las personalidades resultaban subordinadas al panorama general; la crítica literaria se reducía, y aumentaba en cambio la importancia de la visión cultural que en casi cien páginas de notas y bibliografía encontraba su fundamento. De aquí la mención no sólo de historiadores y filólogos, de eruditos y filósofos, sino de pintores y músicos y arquitectos y políticos.

El enfoque de Anderson Imbert (ya se ha visto) es más limitado y más preciso. Por eso se dedica a la literatura y a su historia, por eso se concentra en las personalidades, por eso ataca el momento actual y da nombres y se compromete. De aquí su originalidad. Su libro, que casi no cita fuentes pero las reconoce y las aprovecha, que esquiva las declaraciones oratorias y la defensa explicita de la literatura americana, debe ser entendido principalmente como un acto de fe en esa literatura: intelectual, porque marca una vocación absoluta de crítico hispanoamericano; moral porqué no teme la censura y su arrojo la solicita y asimila.

Por todo esto merece aplauso y estímulo. "

(*) ENRIQUE ANDERSON IMBERT: Historia de la literatura hispanoamericana. México, Fondo de Cultura Económica (Breviarios, Nº 89), 1954, 430 pp.

 

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