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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Iberoamérica en la España Nueva : a propósito del XXIII Congreso de Literatura Iberoamericana en Madrid"
En Revista Nacional, dic. 1986
p. 47-59

Comunicación presentada por Emir Rodríguez Monegal. Madrid 1985.
(Trabajo inédito, cedido especialmente para el Nº 236 de la REVISTA NACIONAL)

Para el prólogo

"Desde los tiempos de Darío, y aún más cerca, los de Borges, Vallejo, Huidobro y Neruda, para no hablar de los novelistas del llamado boom de la literatura latinoamericana, España ha mirado con fascinación y espanto a esos cachorros del viejo león (como decían los modernistas) que suelen visitar la metrópoli con la arrogancia v la humildad secreta de los hijos pródigos. (Estoy mezclando mis metáforas, lo sé y no me importa mucho.) Esos regresos han dejado a veces un saldo favorable, tanto para los que viajaron como para los que fueron huéspedes, a veces perplejos, de tanto visitante indocumentado. En estos últimos años, el gobierno socialista de España ha intentado dar al papel de huésped un matiz distinto, que evitase el proselitismo burocrático de la Hispanidad o soslayase esa tutela a la francesa que desde los nefastos tiempos de Napoleón III a éstos más municipales de Mitterrand, ha marcado las relaciones galas con los buenos salvajes. Gracias a los vientos de renovación, y a un cambio radical de elenco, la España nueva tiene una actitud verdaderamente fraterna hacia la América ibérica.

Quienes hoy están en posición de mando son hombres de cuarenta años, o menos; esto les ha permitido desechar los oropeles y la utilería decimonónica que los años de Franco habían impuesto como único decorado para los contactos más o menos oficiales entre España y el Viejo Mundo Nuevo. No hablo, es claro, de la iniciativa privada (editoriales, concursos, revistas, etc.) porque ésta, desde los años crepusculares del Caudillo, había sabido encontrar un tono y una voz para dialogar con los americanos. Me refiero, es claro, a la España oficial que es hoy increíblemente joven. En el curso de estos dos últimos años, tuve varias veces ocasión de visitar esa España nueva, reanudando contactos que a veces datan de hace tres largas décadas (mi primer descubrimiento de la Madre Patria ocurrió en el verano europeo de 1951) o de otros que son tan nuevos que sólo se cuentan en meses. Para registrar mis impresiones y opiniones he preparado una serie de artículos en que, desde distintos puntos de vista, recojo esa experiencia tan estimulante. El primero, está dedicado al reciente Congreso de profesores de literatura iberoamericana en Madrid.

Imprescindibles antecedentes

El XXIII Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana tuvo lugar en Madrid, del 25 al 29 de junio próximo pasado. Había sido organizado por el Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana (que tiene su sede en la Universidad de Pittsburg, Pennsylvania), con la colaboración del Instituto de Cooperación Iberoamericana y la Facultad de Filología de la Universidad Complutense, ambos de Madrid. El evento estuvo bajo la dirección de Luis Saínz de Medrano (por la Complutense), Teodosio Fernández (por la Universidad Autónoma), Luis Yáñez (por Cooperación), y "last but not least", Alfredo Roggiano (por Pittsburgh). A ellos, y a sus más inmediatos colaboradores, se debe la eficacia profesional del Congreso, cuyo tema general fue "Las relaciones literarias entre España e Iberoamérica." En su discurso inaugural, Roggiano en su calidad de Director Ejecutivo del Instituto, y responsable principal de la organización de los Congresos del mismo, hizo unas precisiones que fijaron con claridad las líneas básicas del encuentro:

"¿Relaciones de España e Iberoamérica? No. Algo más, unidad de todo lo hispánico en un ideal de los ideales que nos asegure la fe en el hombre y su salvación, con un retorno a lo sincero, que es ser potente, como decía Martí.
"Señores de España, señores de América, la hispánica, la ibérica y la de la otra América que escruta con ojos españoles la empañada claridad anglófila. Señores, muchas gracias por traernos aquí, para estrecharnos un momento, otra vez, en un abrazo de confraternidad por la cultura."

Las últimas líneas aluden al lema del Instituto.

Tal vez convenga aclarar, antes de ir más adelante, que el formidable título de Director Ejecutivo, no es mera hipérbole burocrática. Hay pocas personas en el mundo iberoamericano a quienes el adjetivo caiga tan bien. Porque además de poeta, profesor, crítico y erudito, Roggiano es uno de los más importantes sino el más importante de los directores ejecutivos de nuestra cultura en su ámbito internacional. Su afiliación con el Instituto (creado en México, 1938, por una asociación internacional de profesores de literatura iberoamericana) data de 1955. A partir de esa fecha, Roggiano se hace cargo de la Revista Iberoamericana, órgano del Instituto. Antes del 55, la Revista era decorosa y aburrida. A partir de su jefatura, y en un proceso lento pero seguro de actualización, adquirió un carácter no sólo ecuménico sino verdaderamente internacional. Sus colaboradores dejaron de ser sólo hispanistas, más o menos vinculados a universidades norteamericanas, sino representantes de todas partes del mundo iberoamericano. Un interés consistente por la literatura contemporánea subyace la nueva orientación; también se advierte una preocupación por no descuidar la parte brasileña de lo iberoamericano. No hay en el vasto y laberíntico campo de la crítica de nuestra literatura una revista que esté tan al día: Las hay más especializadas (en la semiótica como Dispositio, o en la cacofonía, como Hispamérica); las hay más agresivas o politizadas (como una dedicada a las "ideologías", de cuyo mal nombre no quiero acordarme). Ninguna ofrece un panorama de las distintas escuelas y tendencias que han ocupado nuestro diálogo crítico con la precisión e imparcialidad de la Revista Iberoamericana. Las fantasías de la mudable estrategia política iberoamericana no la han afectado. La Revista ha dedicado números monográficos a tirios y troyanos, tanto a Neruda y Arguedas como a Borges y a Darío. En los casi treinta años que ya corren desde que Roggiano se hizo cargo de la misma, nuestra crítica ha padecido varios sarampiones: a los restos del positivismo que orientaba a muchos de los fundadores sucedió la muy filológica estilística, el truculento existencialismo a la francesa, el sociologismo primario de los marxistas, la nueva crítica norteamericana, el formalismo revisitado por los estructuralistas, y ahora la desconstrucción (que había anticipado Borges en su "Pierre Menard"). Cada una de esas "novedades" ha encontrado acogida imparcial en las páginas de la Revista, sin que se pueda decir que las predilecciones personales del Director (que las tiene y son muy identificables en el campo de la crítica) hayan inclinado la balanza en un sentido o en otro.

La formación intelectual de Roggiano se apoya sólidamente en sus años de estudio en la Argentina, inspirado por maestros como el español Amado Alonso (fundador del Instituto de Filología de Buenos Aires) y, sobre todo, del crítico dominicano Pedro Henríquez Ureña, a quien dedicó el primer número a su cargo de la Revista (41-42, 1956). A esto hay que agregar su larga experiencia de profesor universitario en varios centros de estudio de Estados Unidos, y especialmente en Pittsburg (donde fue recientemente nombrado profesor distinguido). Esta experiencia y esta trayectoria le han permitido mantener con mano firme la dirección de la Revista. No menos firme ha sido su organización de los Congresos internacionales del Instituto. En vez de confinarse al área norteamericana o a los países vecinos, como se hacía antes de su gestión, Roggiano ha llevado al Instituto a Lima (1973), a Madrid (ya en 1975), a Río de Janeiro (1977), a Budapest (1978), a Caracas (1979), a París (1983), y ahora nuevamente a Madrid. Y basta de prólogos porque este texto se está pareciendo al Museo de la novela de la eterna.

Diez años después

El anterior Congreso del Instituto en estas tierras se desplazó de Madrid a Sevilla, con rápidas excursiones a Alcalá de Henares (donde dicen que estudió Cervantes), a Córdoba, al Convento de la Rábida (donde rezó Colón antes de salir en busca de las Indias) y a Palos de Moguer (donde vivió Juan Ramón Jiménez). Fue un Congreso tan descomunal como el tema que lo inspiraba. "El Barroco y el Neo-barroco" excesivo e hiperbólico. Las actas suman tres volúmenes con un total de 1.600 páginas pero habrían llegado al doble si se hubieran registrado también las actividades paralelas y concomitantes al Congreso. Auspiciado conjuntamente por el Instituto de Cultura Hispánica, el Congreso se caracterizó por la libertad total que dio a cada participante para hablar hasta la afonía y por la generosidad de sus actividades sociales v culturales. El reciente Congreso, en comparación tuvo un formato más compacto, como corresponde al régimen socialista que gobierna hoy España. Ahora se ha sustituido el oropel y la pompa por el trabajo y la discusión especializada. Salvo una salida a Toledo (el miércoles 27), el programa se caracterizó por la sobriedad gastronómica turística, aunque ya el hecho de reunirse en Madrid (una de las ciudades más hermosas que conozco) asegura una suficiente provisión de paisajes inolvidables. (Ya el mordaz crítico francés Jean Paulhan habría enseñado a reconocer los paisajes inolvidables en su Guide d'un petit voyage en Suisse.) El acto inaugural (lunes 25) tuvo como orador principal a Francisco Ayala, el distinguido narrador y ensayista español, que al día siguiente recibiría el Premio Nacional 1983 por el conjunto de su obra narrativa. Como es sabido, Ayala vivió los años del franquismo en el exilio americano, sobre todo en Buenos Aires y en San Juan, de Puerto Rico, antes de trasladarse como profesor a los Estados Unidos, donde alcanzó la jubilación. Si en Buenos Aires estuvo muy vinculado al grupo de Sur, a Victoria Ocampo y a Borges (éste último me lo presentó en un café del Barrio Sur donde tocaban tangos de la Guardia Vieja, allá por 1946 o 47); en Puerto Rico, Ayala colaboró en la fundación y dirección de la prestigiosa revista La Torre. Uno de los más singulares narradores de su generación, Ayala produjo a partir de esa breve obra maestra que es El hechizado, una visión irónica y paródica de España y América que es uno de los menos estudiados antecedentes de la nueva novela iberoamericana.

Lamento no haber asistido personalmente a su discurso pero por lo que oí comentar en el Congreso, estuvo a la altura de su lúcida y sutilmente escéptica visión de nuestras culturas. En un artículo que publicó el domingo siguiente en El País, de Madrid, sobre el tema "Lengua, literatura y política", Ayala examina con toda lucidez el problema del nacionalismo lingüístico y cultural que se está debatiendo encarnizadamente en la península. Cada lengua regional reclama ahora ser reconocida, con igual derecho al castellano, en todo el orbe hispánico. Frente a las posiciones extremas de casi todos, Avala levanta su palabra mesurada pero firme; este es el párrafo con que concluye su valiente artículo:

"Mucha confusión padecemos aquí, en España, a este respecto en la hora del cambio, cuando en lugar de perseguir y oprimir los idiomas peninsulares distintos del castellano, como el régimen anterior hacía, los poderes públicos los reconocen y respetan. Esta nueva política, que a mi entender es la sana y correcta, ha dado lugar a actitudes de fomento paternalista e incluso a presiones revanchistas. Hace no mucho hube de expresar mi solidaridad con la queja de un escritor gallego a quien celosamente reprochaban sus paisanos que escribiera en castellano, y sospecho que a algunos cultores de la noble literatura gallega les resultará intolerable, por razones de nacionalismo político, la idea de que ella forma parte de la lengua portuguesa, de manera análoga a lo que estamos viendo que ocurre en la región valenciana, donde muchos se resisten a aceptar que su particular idioma pertenece al área lingüística del catalán. Es innegable que la razón política prevalece ahí sobre las realidades histórico-culturales. Y no me atrevería yo a discutirle a la razón política el derecho a la primacía que, con sus urgencias vitales, ejerce de hecho en el entrejuego de todas las demás relaciones humanas: quizá deba, en efecto, prevalecer, como con tanta frecuencia prevalece, por aquello del primum vivere. Pero bueno será, en tal caso, que, cuando así sea, lo tengamos claro y no nos dejemos envolver en el engaño de dar por crítica literaria lo que en verdad sería el gato encerrado de la ideología y la práctica políticas."

Según estadísticas que ha publicado Georgette Dorn en el Boletín de la Biblioteca del Congreso, de Washington (agosto 27), acudieron al Congreso 280 participantes de 30 países distintos: hubo 39 sesiones (una de ellas en Toledo), y se realizaron recepciones oficiales en la Facultad de Filología, en la Rosaleda del Parque del Oeste (ofrecida por el Ayuntamiento de Madrid), en el Colegio Universitario de Toledo y en el Castillo Real de Manzanares. El banquete de clausura ocurrió en el Hotel Castellana, de Madrid. Estas cifras prueban que este XXIII Congreso se inclinó decididamente hacia el trabajo. Del martes 26 al viernes 29, hubo un promedio de cuatro sesiones por día, sin contar las mesas redondas especiales. A veces funcionaron simultáneamente cuatro mesas. Tal abundancia me creó un dilema que sólo pude resolver eligiendo intuitivamente cada sesión a la que asistí, e informándome con colegas sobre lo que había pasado en las que me tuve que saltear. De las sesiones monográficas más destacadas fueron las dedicadas a Borges (que paradójicamente presidió el escritor argentino Blas Matamoros, autor de un olvidado y olvidable estudio de 1971 sobre la importancia del complejo de Edipo en el famoso narrador) y a Neruda, con participación de Giuseppe Bellini, Alain Sicard, José Miguel Oviedo (que estudió las relaciones literarias y políticas del poeta con Nancy Cunard, pintoresca mecenas de los intelectuales antifranquistas durante la guerra civil) y Julio Vélez (de la Universidad Autónoma de Madrid) quien examinó la obra de Vallejo, Neruda y el cubano Nicolás Guillén, en contexto de la guerra civil española. En la sesión sobre Borges se destacó el profesor portorriqueño Arturo Echevarría, autor de un minucioso libro reciente sobre Borges y el lenguaje. También fueron muy comentadas las sesiones dedicadas a Vicente Huidobro (presidida por Keith McDuffie) y en que se destacaron Magda Castellvi de Moor con una relectura de Mio Cid Campeador, y Gloria Videla de Rivero, con un estudio sobre el ultraísmo en América, complementario del erudito libro que había publicado hace años sobre El ultraísmo (español), en Gredos. La sesión sobre Alejo Carpentier fue presidida por Paúl Verdevoye, de la Universidad de París, especialista en Sarmiento y uno de los primeros traductores de Borges al francés. Llamaron la atención las ponencias de Alexis Márquez Rodríguez a quien se encargó el volumen introductorio de las Obras Completas del narrador, que está publicando Siglo XXI en México; Benito Varela Jacome que estudió "Las tensiones españolas en La Consagración de la Primavera", la novela más angustiosamente confesional de Carpentier; y Adam Gai (de la Universidad Hebrea de Jerusalén) que estudió las relaciones de El recurso del método con Tirano Banderas. Lástima que no haya asistido al Congreso la profesora brasileña, Irlemar Chiampi, que es quien más ha ahondado en la narrativa carpenteriana. Felizmente su libro de 1980 sobre El realismo maravilloso acaba de ser traducido al español por Monte Ávila, en Caracas. La sesión de Cortázar (presidida por el poeta argentino Saúl Yurkievich, amigo entrañable del narrador lamentablemente fallecido) ofreció un trabajo valioso de Arturo García Ramos (de la Complutense, Madrid) sobre los cuentos de Deshoras.

La mera existencia de estas cinco sesiones especiales dedicadas a importantes escritores hispanoamericanos y en las que la labor de jóvenes profesores españoles tuvo tanto destaque, revela la importancia que ha alcanzado en la península el estudio de las letras de nuestra América. Por eso mismo, es de lamentar que no hubiera una sesión dedicada enteramente a un escritor brasileño en este Congreso. Hubiera ampliado el diálogo el estudio de casos tan notables como Manuel Bandeira, que fue profesor de literatura hispanoamericana en Río de Janeiro durante años, o como Mario de Andrade que tan bien conocía el ultraísmo argentino y las obras de Borges ya en los años veinte. (He dedicado un librito de 1980 a este tópico que anticipé en el Congreso de Río, 1977.) La omisión más flagrante es la de una sesión dedicada al poeta vivo más importante del Brasil, João Cabral de Melo Neto, cuya obra lírica echa tan hondas raíces en la española de este siglo. João Cabral fue diplomático en España, y es autor de un notable libro sobre Joan Miró.) Otra omisión, aunque más disculpable por la proximidad temporal, es la del traductor, crítico y narrador Haroldo de Campos a quien se deben ediciones eruditas y estudios luminosos sobre Octavio Paz, Severo Sarduy, Borges y Julián Ríos. Para compensar estas injustificadas ausencias, hubo una sesión especial dedicada a la Literatura brasileña (que presidió Alfred MacAdam, de Barnard College). Allí se presentaron trabajos generales como uno de Bella Jozef, que había sustituido a Bandeira en su cátedra de literatura hispanoamericana, y que custodia con devoción los libros en que aquél estudiaba y enseñaba nuestra literatura. Hubo ponencias especializadas (sobre Macunaíma, sobre la difusión de las comedias españolas en el Brasil colonial). Hago este comentario en un espíritu constructivo porque me consta el trabajo que cuesta a la Revista Iberoamericana obtener materiales de literatura brasileña. En estos meses ha salido un número especial (compilado por María Luisa Nunes, de la Universidad de Pittsburgh) en que se ofrece una interesante miscelánea de estudios sobre temas y autores del Brasil, con una provocativa sección dedicada a la misteriosa y elusiva Clarice Lispector. Ojalá que en el próximo Congreso haya una sesión entera dedicada a su obra, una de las más originales y fascinantes de este tiempo.

Españoles de Dos Mundos

Entre las sesiones de tema monográfico se destacó una (presidida por Francisco Sánchez Castañer, Director del seminario Rubén Darío, en la Complutense) con título minuciosamente explícito: "El meridiano cultural y la originalidad de la literatura hispánica dentro de la Weltliteratur". Allí se discutió una tesis de 1927, que sostuvo que el meridiano cultural de la América Hispánica pasaba por Madrid. Lanzada desde la Gaceta Literaria, esta trasnochada manifestación de un imperialismo ya difunto hacía exactamente treinta años, suscitó respuestas vitriólicas en la prensa literaria de la época. No todos los que protestaron eran hispanoamericanos. Escritores españoles tan ilustres como Unamuno la denunciaron. Uno de los más acérbicos fue Jorge Luis Borges que aprovechó la ocasión para burlarse de los ambiciosos gacetilleros. (Tal vez contribuyó a su acerbidad el hecho de que uno de los autores de la tesis fue su futuro cuñado Guillermo de Torre, crítico impermeable a los valores hispanoamericanos a pesar de haber vivido durante décadas en Buenos Aires. Su caso, y el de Francisco Ayala, ya mencionado, marcan el cenit y el nadir de la emigración española en la capital porteña.) La sesión del presente Congreso se concentró en los aspectos más eruditos del tema, con la contribución de hispanistas germánicos como Horst Rogman (Bonn) y Gustav Siebenmann (St. Gallen), que manejaron el concepto de literatura universal fundado por Goethe. Una nota al pie: Si los malhadados redactores de la Gaceta Literaria se hubieran referido sólo al meridiano "editorial", toda sospecha de arrogancia cultural habría sido eliminada. La verdad es que, salvo raros momentos, la actividad editorial española en favor de la literatura hispanoamericana ha sido más eficaz que la de los propios talentos locales. Esto se debe no sólo a la centralidad de España como distribuidora de libros sino a una más ilustrada política editorial por parte de las autoridades de la península. Hasta en la época del Caudillo, la Cámara Española del Libro y los Cuadernos Hispanoamericanos financiaban generosamente a los autores hispanoamericanos, incluso a los de extrema izquierda. Esta paradoja la he estudiado en mi libro, El boom de la novela hispanoamericana (Caracas, Tiempo Nuevo, 1972).

Otra mesa monográfica (que presidió Rafael Gutiérrez Girardot, Bonn) estuvo dedicada a las relaciones literarias entre Colombia y España y en ella presentó un excelente trabajo Armando Romero, de la Universidad de Cincinnati (aunque formado en Pittsburgh). Hasta hace poco los colombianos se jactaban de hablar y escribir el más puro castellano de América, como si la reproducción exacta de una fonética y una sintaxis ajena tuviese algún mérito especial. Ese casticismo (hoy sustituido por un concepto plural de las lenguas hispánicas) sigue manifestándose esporádicamente en aquel país. Recuerdo el ademán perdonavidas con que un poeta colombiano me dijo en 1967 que García Márquez no escribía un español muy correcto. "El pobre" agregó como para disculparlo, "sólo tiene estudios secundarios". Inútil, aclarar que ni Cervantes ni Shakespeare se doctoraron en universidad alguna, Borges es apenas bachiller de Ginebra, a pesar de los doctorados honoris causa que colecciona anualmente. La sesión del Congreso estuvo naturalmente a salvo de tales confusiones seudo-filológicas, de las que no fueron realmente culpables ni Bello ni Caro ni Cuervo, hombres sensatos, si los hubo.

En sesiones de temas misceláneos se ofrecieron trabajos importantes como el de Maya Schärer-Nussberger (Universität, Zurich) que examinó el problema de la identidad de Miguel en Térra Nostra, de Carlos Fuentes (es Cervantes, quién lo duda). Con este trabajo, la autora, que es comparatista, extiende a la novela del ambicioso narrador mexicano una curiosidad que la había hecho estudiar obras tan disímiles como las de Octavio Paz y Rómulo Gallegos (a quien dedicó un excelente libro, publicado por Monte Ávila, Caracas). En la misma sesión, MacAdam estudió la deliciosa novela de José Donoso, La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria, en que el pastiche modernista y la confesión soterrada del exilio se unen cómicamente.

Una de las sesiones mas polémicas estuvo dedicada a "La crítica española ante la literatura hispanoamericana"; fue inaugurada por el poeta Félix Grande, premio de Casa de las Américas en ya lejana fecha y actual director de Cuadernos Hispanoamericanos. Por confusiones de horarios, no pude asistir a esta sesión pero recogí más tarde las más contradictorias versiones. Se podría escribir una crónica a la Rashomon, sobre lo que dijeron o no dijeron los participantes. Hasta cierto punto, este tipo de debate es inevitable. El estudio sistemático y erudito de las letras hispanoamericanas en España tiene ilustrísimos cultores: Menéndez Pelayo, a pesar de sus anteojeras confesionales; Juan Valera, con toda su mundanidad como lastre; Leopoldo Alas, con sus filias y fobias; Unamuno, arbitrario, injusto pero siempre genial. Sin embargo, ha sido pasto de gacetilleros o reseñadores a la violeta hasta hace relativamente pocos años. Para un Juan Goytisolo que escribe con la misma penetración sobre españoles y americanos, un Julián Ríos (que publicó un notable Diálogo a dos voces, con Octavio Paz), un Andrés Sánchez Robayna (que ha escrito con gran penetración sobre la poesía de Haroldo de Campos) y hasta de un Pere Gimferrer, sutil, intuitivo pero afectado de un robinsonismo crítico que le hace pontificar como si ningún crítico hispanoamericano hubiera escrito antes sobre los autores que él comenta (que conoce a esos críticos lo prueba el hecho de que siempre descubre autores descubiertos); para una excepción como éstos, cuántos críticos pedestres o analfabetos. (Lo mismo podría decirse de los que se ocupan de literatura española en nuestra América, siempre dispuestos a leer lo obvio y olvidar algunos grandes nombres de este siglo como Ramón Gómez de la Serna, Francisco Ayala, Luis Goytisolo, por ejemplo.)

Lo importante en este debate es no perder de vista el rumbo. Haya salido tan mal (como dicen unos) esta sesión (estuvieron ausentes conocidos críticos que, por otra parte, asistieron al mismo Congreso); o haya sido tan útil como me contaron otros, lo cierto es que el tema sacó a luz un asunto candente. Y esto es lo válido. Hay demasiados eruditos de ambos lados del Atlántico que estudian a Pablo Neruda, sin tener en cuenta su fraternal amistad poética con los contemporáneos españoles a los que lee con fervor y por los que es leído apasionadamente. Huidobro, Borges, Vallejo, no existen como poetas en los años veinte y treinta para ciertos manuales españoles que parecen ser escritos por funcionarios de inmigración, especialistas en pasaportes, no en poesía. Ya me he referido a la omisión de Francisco Ayala en el estudio de la nueva novela hispanoamericana. ¿A qué seguir? Todos conocemos los bueyes con los que aramos. Lo mejor de este debate fue su mera existencia.

Para el epílogo

He dejado para el final de este recuento las dos mesas en que me tocó participar. Una (que había organizado Alberto Blasi, Brooklyn College, y a la que él no pudo asistir) estuvo dedicada a "Las revistas literarias como experiencia literaria". El título algo redundante permitió exposiciones casi siempre breves sobre Caravelle (Jacques Gilard, de Toulouse-Le Mirail); Cuadernos Hispanoamericanos (Félix Grande habló conmovedoramente sobre las dificultades de editar una revista con el patrocinio de Franco): Bulletin of Hispanic Studies (Geoffrey Ribbans, Brown University); Revista Iberoamericana (Roggiano, naturalmente); Anales de Literatura Hispanoamericana (Jesús Benítez Villalba, de la Complutense); Nueva Revista de Filología Hispánica (Beatriz Galarza, del Colegio de México, que evocó justicieramente la obra fundadora de Raimundo Lida y Amado Alonso, y la dedicación constante de Antonio Alatorre). Me tocó hablar de Mundo Nuevo, de París, que fundé y dirigí entre 1966-1968. Hubo presentaciones más breves sobre la futura revista Río de la Plata (Claude Cymermann); sobre Kippu, que se publica en Berlín Occidental (Thomas Stefanovics); sobre Quaderni Ispanoamericani, Roma (Giuliano Soria). Mario Benedetti, uno de los vicepresidentes de honor del Congreso (hubo 21, cuatro de los cuales abusivamente eran uruguayos), intervino no para lamentar que no se mencionara a Marginalia (revista que fundó y dirigió en Montevideo en los años cuarenta), o que hubiese sólo referencias breves a otras publicaciones en las que él estuvo asociado conmigo como Marcha y Número de Montevideo. No. Marín sólo quería saber por qué se había excluido a la revista Casa de las Américas, de Cuba, uno de cuyos prominentes colaboradores es él mismo. Antes que tuviera tiempo de desarrollar el punto, Roggiano le explicó con infinita paciencia: (A) que la enumeración no pretendía ser exhaustiva (no se mencionó Sur, de Buenos Aires, una de las revistas más longevas de América hispánica, fundada en 1931; en comparación, Casa no ha pasado aún de su primera dentición; (B) si Casa estuvo ausente se debe a que Cuba no envió ningún representante al Congreso, a pesar de la invitación explícita hecha por las autoridades del mismo. Este pequeño intercambio fue el único incidente político de una sesión que si por algo se caracterizó fue por su placidez.

Más brillante fue la sesión que preparó y presidió impecablemente el Director Ejecutivo del Instituto y que estuvo dedicada a Julián Ríos, cuya tan anunciada novela Larva, ha empezado a aparecer el año pasado. (Se trata de una secuencia de varios volúmenes: el primero tiene más de 600 pp.) La presentación de Alfredo Roggiano permitió situar la originalidad lingüística de esta empresa monumental en sus justas coordenadas filosóficas y filológicas. Este trabajo demostró la familiaridad del profesor argentino con la crítica más reciente. Hablaron también Rafael Conté, Roberto Echevarren, Suzanne Jill Levine (que se ha atrevido a "traducir" fragmentos de Larva al inglés: es decir, devolver su texto a uno de los códigos que lo inspiran: el usado por Finnegans Wake.) Julio Ortega (uno de los más penetrantes críticos del libro), José Miguel Oviedo (siempre sutil e incisivo), Saúl Yurkiévich (que aportó una nota de elegantísimo humor) y finalmente el que esto escribe. Hablé sobre las relaciones entre el narrador y el autor y sobre el contexto, delirante, del Swinging London en que ocurre Larva y que ya había definido para Mundo Nuevo Guillermo Cabrera Infante. Esta sesión fue la única que se reseñó con entusiasmo en El País, de Madrid, aunque se incurrió en la omisión inexcusable de Roggiano entre los participantes. El único defecto que se me ocurre achacarle a posteriori a la sesión es el de no haber cumplido la promesa del título ("Diálogo a dos voces con Julián Ríos"). A pesar de lo programado, el autor decidió no asistir de cuerpo presente a su apoteosis. (En otra crónica hablare más de Julián Ríos, y de un diálogo a dos voces que mantuve con él en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en Santander, en agosto de este año. Pero esa sí que es otra historia.)

Al hacer el balance final comprendo que el gran ausente de este Congreso fue Juan Carlos Onetti, que reside en España desde que a los beneméritos militares uruguayos se les ocurrió perseguirlo (junto a otros colegas de Marcha} por pornografía política. Aunque Onetti aceptó ser uno de los Presidentes de honor, estaba demasiado enfermo para asistir a este tipo de reuniones. Ya que la montaña no vino a Mahoma, fui a visitar al Maestro acompañado por Hugo Verani (especialista en Onetti que trabaja hace años en California). Introducidos cariñosamente por Dolly a la augusta presencia, encontramos a Onetti en la cama, semicubierto por un pijama que le quedaba chico (el calor de ese junio madrileño es para contado): protestando porque no tenía energía para salir a la calle y dar unos pasos hasta el oculista vecino para que le revisase la vista claudicante: haciendo con fervor el papel de uno de esos budas equívocos que suelen aparecer en las películas de Star Wars.

En el fondo (en el fondo), Onetti estaba muy contento de no tener que gastar fuerzas en locomoverse para concentrarlas todas en la conversación (cómica, cachadora, ocasionalmente impiedosa) y en la redacción de unas notas periodísticas sobre todas las cosas y algunas más, que una agencia literaria española distribuye por todo el orbe hispánico. Está, nos dijo, escribiendo una novela pero no quiso hablar de ella sino de tópicos uruguayos del momento. La llegada espontánea de Mario Benedetti completó el cuarteto de exilados (que confirmó la sospecha ya adelantada en estas páginas) de que los uruguayos aunque pocos, se juntan por todas partes. Fue una fiesta ver a Onetti en carne y hueso después de haber oído toda clase de rumores sobre su retiro de la vida pública. Pero una breve conversación con Dolly, al despedirme, me confirmó que está realmente enfermo y que su negativa a salir de la cama es algo más que el producto de la fantasía de un Eladio Linacero (el protagonista de El pozo, 1939) o de Junta Larsen (el del El astillero, 1963). Al despedirme, lo único que se me ocurrió decirle a Dolly, y repetírselo al propio Onetti, al abrazarlo, es que si no quiere salir más de la cama que se hacía masajear minuciosamente en ella, aunque sea por una hermosa si que vigorosa hija del Imperio del Sol Naciente. Detrás de los truculentos anteojos de gruesa montura, los ojos algo bovinos de Onetti se encienden con una luz maliciosa, y esa bocaza que tiene se le estira en una sonrisa. La japonesa no le parece mal.

Onetti encerrado en su torre madrileña de papel, anclado hace años en aquella meseta de la piel de toro, nuevo náufrago de unas Soledades nada gongorinas: su ausencia en el Congreso fue simbólica del paso del tiempo. En el Congreso de 1975, él fue la estrella indiscutida. Todavía salía a la calle, todavía practicaba con fruición el terrorismo verbal y amedrentaba a los críticos. En casi diez años, Onetti se ha ido borrando para dejar el hueco vivo de su ausencia. Felizmente, como lo ha probado reiteradamente este mismo Congreso, críticos y académicos jóvenes se han unido a algunos veteranos de ambos lados del Atlántico para demostrar que el estudio de las letras iberoamericanas (a pesar de los pesares) goza aún de buena salud. Nadie representó mejor y más minuciosamente esa vitalidad que el Director Ejecutivo, incansable en su vocación ecuménica. Con esta imagen, tan fuertemente perfilada prefiero terminar esta crónica."

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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