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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Carta desde Londres : Ana Raquel Satre o la verdadera vie de bohème"
En Marcha, Montevideo, nº 936, 07/11/1958
p. 9. 18

 

"La imagen tradicional del artista -todavía tiene alguna validez en la imaginación burguesa- parece moldearse en el bohemio de una descuidada que vive en bohardillas o cuevas, en altillos o en sótanos de inquilinatos y que, entre ocultaciones menos publicitables (como pintar o escribir o cantar) dedica su tiempo al amor, a la bebida, al insulto. Bohemios de Murger o de Pucini, existencialistas de Saint-Germain des Prés o de Chelsea o (apenas) de Las Telitas, los artistas parecen seres que viven al margen de las convenciones normales y cuya aventura vital es más interesante que su arte.

No importa que en la nueva versión de La Vie de Bohème Mimi Pinson llegue fatigada por la velocidad de su Jaguar al apartamento que algún millonario del petróleo le costea, en el Bois de Boulogne; no importa que hoy la bohemia se radique más en Saint-Tropez y entre las stars del cine internacional que entre los ignorados genios de la rive gauche; no importa que Bernard Buffet y Françoise Sagan y Brigitte Bardot sean sus dioses (por ahora). Para la orientalidad burguesa la verdadera vida de bohemia se caracteriza por ser eso: vida antes que otra cosa. Pero el arte no es vida. O no es sólo vida.

UNA DISCIPLINA, UNA TÉCNICA

La verdadera vida de bohemia no es la fea cantante italo-griega despertándose un día de golpe como la deslumbrante Maria Callas; la verdadera vida de bohemia no es Colin Wilson saltando de los bosques de Hampstead Heath (donde dormía en una bolsa de tela) a los moderados lujos de un apartamento en Chelsea; la verdadera vida de bohemia no es el parricida David Viñas recibiendo el premio de la Editorial Guillermo Kratt. O para decirlo con una imagen más conocida: No es el momento en la carrera de la Cenicienta en que el Príncipe Azul recoge el zapatito en la sala de baile. La verdadera vida de bohemia son los días y las noches en que la Cenicienta lavó los platos y fregó los pies y vistió a las hermanastras. Los días y noches que luchó la Callas por LA CALLAS, los miles de volúmenes que digirió (o trató de digerir) Colin Wilson en la quieta solemnidad del British Museum; las montañas de borradores y novelas desechadas que Viñas consumió antes de llegar al premio. Es decir: la sangre, sudor y lágrimas que están en la base del arte, de todo arte, incluso de aquel que parece más espontáneo y milagroso, más dado por divino don.

Si lo que el artista ofrece es únicamente la sensación de un instante, la pasajera intuición de una sensibilidad despierta, si no ofrece más que eso, el artista será devorado por el momento, por ese mismo tiempo que ha contribuido a excitar por algunos segundos. El arte no es el resultado de las horas culminantes y cinematográficas de la vida del artista, sino de esas otras horas muertas en que el duro y lento aprendizaje de una técnica, la creación de una disciplina interior sobre las penas y alegrías de experiencia, arrojan un resultado distinto y único, una expresión (palabra en el papel, o pintura en la tela o notas sobre un pentagrama) que antes no existía y que sólo existe porque un hombre supo despojarse de lo adventicio en sí mismo, supo resistir a las tentaciones de su propia facilidad, supo luchar y vencerse.

Su vida anecdótica, lo único que interesa a la gran prensa de escándalo que trafica con los amoríos de los artistas, con sus irregularidades, con sus epidermis; la circunstancia occidental en que esa creación suele realizarse, es en definitiva la falsa vida de bohemia, la que pueden compartir también los demás, aquellos que no aguantarían la árida disciplina de estudio y renunciamiento, la incesante búsqueda de la perfección personal, que todo esfuerzo artístico pone. Aquí, en este reducto nada amoroso, está la verdadera vida de bohemia.

Todo esto para decir que lo que importa en la carrera de Raquel Satre (o Ana Raquel Satre como la llaman aquí en Europa) no es la aparición fulminante en el concierto de Voces del Mañana en el Wigmore Hall de Londres en enero de 1957, ni de su sostenido éxito en Aix-en-Provence y en Viena, en Bruselas y en Wexford, en Carcasonne y todas partes en donde ha cantado; lo que realmente e importa es que Ana Raquel Satre es una de las artistas más dedicadas y auténticas con que cuenta actualmente el mundo musical, un artista para la que el milagro de la súbita revelación no es sino el resultado de años y años de la labor interior, de empecinada busca.

Aunque esto de los años deba entenderse más en profundidad que en extensión. Porque lo primero que impresiona al espectador (no cabe hablar sólo de oyente) es la apostura deslumbrante de esta soprano uruguaya. Y hasta los críticos más recalcitrantes no pueden dejar de pagar tributo a esa apariencia que uno de ellos ha calificado recientemente de regia. Y otro (una mujer sin envidia) ha comparado con la máscara trágica de Ana Pavlova o de la Garbo.

Lo que es, por otra parte, secundario.

TAMBIÉN CANTO EN LA SORBONA

Hace muchos años Alberto Gerchunoff satirizó amablemente la manía suramericana de conquistar Europa en un cuento (El hombre que habló en la Sorbona) cuyos detalles he olvidado pero cuyo blanco era esa vanidad del intelectual criollo que quiere hacer roncha en las grandes capitales de Europa. La verdad es que todos los días, miles de personas hablan en todos los centros culturales del mundo y que, como dijo alguien con acierto, una golondrina no hace verano. ¿Cuántos de nuestros artistas vienen a Europa, padecen en silencio los días y meses de total indiferencia y luego glorifican toda su vida ese instante (maravilloso, único, ay) en que consiguieron un auditorio para sus lugares comunes, un público dócil para sus lucubraciones o sus esforzados ejercicios musicales? Pero por más que la bien domesticada publicidad local diga lo contrario, esos éxitos europeos (aunque sean ciertos) nada tienen que ver con una carrera en Europa.

Una carrera en Europa es otra cosa. Es, ante todo, una dedicación completa y profesional. Implica todo un mundo de negocios y de agentes, de contratos y de compromisos a plazo fijo, que el amateurismo suramericano es incapaz de comprender. Implica, como condición básica, la alta retribución del artista. Porque no se trata de persuadir a un auditorio cómplice y más o menos portugués, a que aplauda en el momento indicado. Se trata de satisfacer las exigencias de quien ha pagado para tener el derecho de aplaudir o silbar, de coronar un esfuerzo o enterrarlo con su desaire siempre.

Significa, además, moverse en un mundo que la competencia convierte en selva y en que el menor desliz, el más ligero tropiezo, cuenta como pecado capital. La ausencia a un ensayo (aunque sea por enfermedad) puede implicar la pérdida de un contrato, una sola performance que no esté a la altura de las anteriores es el primer paso en un plano inclinado que están acechando (con secreto regocijo) los beneficiarios del error. Es un mundo en que sólo cuenta la perfección más absoluta, y en que el artista debe dar, día tras día, lo mejor de sí mismo, sin detenerse a considerar cuánto cuesta. Lo que le cuesta.

En ese mundo vive hace tres años Ana Raquel Satre.

Es cierto que cantó en la Sorbonne (una cantata de Bach, con orquesta) pero es más cierto aún que ese concierto fue el resultado de su éxito fulminante en Londres, donde se presentó junto con seis otras cantantes en un programa organizado con toda profesionalidad por la empresaria Lies Askonas. La Sorbonne, o cualquiera de las docenas de lugares en que ya ha cantado, no fue obtenida por patrocinio oficial, por amistad o por cualquiera otro medio extraartístico. Porque Ana Raquel Satre tiene el privilegio de ser la única artista uruguaya que viaja sin pasaporte oficial.

Lo que también es secundario.

EL ACERCAMIEMTO A BRAHMS

Que una mujer de menos de treinta años y nacida en Montevideo, Uruguay, haya tenido coraje como para venirse a Europa (a estudia con Niñón Vallin) y luego haya tenido coraje para dejar a Niñón Vallin, y también haya seguido teniendo coraje para lanzarse sola en esa selva oscura y selvaggia que es el mundo musical europeo es algo más fabuloso que la misma historia de la Cenicienta. Es el envés de esa historia, y tal vez su explicación.

Raquel Satre (como la conocíamos en Montevideo) ya había hecho una carrera -Paraninfo de la Universidad, Centro Cultural de Música, Sala Verdi, Sodre- que sólo necesitaba el viajecito a Europa, con el par de conciertos más o menos discretamente organizados por las respectivas embajadas y el espaldarazo patrocinador de algunos críticos que también saben de diplomacia, para ser una carrera triunfal. Raquel Satre sólo necesitaba pasarse unos meses en Europa para poder volver al terruño, abrumada de laureles y feliz.

En cambio, prefirió quedarse en Europa, aceptar las reglas del juego que son aquí muy distintas, luchar para sobrevivir y para triunfar en los únicos términos que su ambición que otros llamarían su vocación) podía aceptar. No los cómodos, facilongos términos de un mundo en que todos se conocen y aunque se envidien solapadamente, se toleran, sino los términos mortales del viejo mundo en que se es un héroe o un cadáver. ¿Por qué?

Si uno se encuentra por primera vez con Ana Raquel Satre (o Mimí, como la llaman los íntimos) en un cocktail-party podrá reconocer el obvio encanto personal, la personalidad fascinante y todo lo demás que ya la crítica se ha encargado de difundir por Europa. Si la conversación dura un poco más hasta es posible que se hable de música y de arte y se llegue a comprender hasta qué punto esta joven mujer está compenetrada de lo que hace y su conocimiento del arte es una cultura viva. Pero para descubrir a la artista hay que verla en su taller.

Es claro que Ana Raquel Satre no tiene taller. Aunque tiene un piano y ensaya con Geoffrey Parsons (una de las más finas sensibilidades de acompañante) o con el joven John Williams, a quien Segovia considera el guitarrista inglés de más futuro. Y en cada ensayo, ya se trate de ajustar hasta el menor detalle la entrada de la voz, o se busque que sea el piano el que cante mientras la voz se limita a decir las palabras; ya se persiga la duración exacta de una sílaba alemana o se investigue (con tenacidad, con humor, con alegre discrepancia) la altura en que mejor puede transmitirse la atmósfera de un lied; en cada ensayo de los miles de ensayos que son la parte invisible de ese iceberg que es el concierto, Ana Raquel Satre trabaja en su taller. Sin embargo, no es ese todo su taller. O está también en otra parte.

Quiero decir: está en todas partes. Porque la obra de arte que edifica esta artista (esos minutos en que la voz se levanta para construir en el aire y en el tiempo una estructura sucesiva que afeaba por destruirse al ser completada) empieza a existir mucho antes del momento, irrecuperable aunque repetible, en que es ejecutada. La obra de arte empieza a existir, tal vez, en un tiempo tan lejano que sólo cabe rescatar de las galerías de la memoria. Una canción de Brahms que alguna vez estudió con Hans Hotter (en el libro, y junto a cada verso, hay indicaciones a lápiz de una actitud sugerida por el maestro y ya olvidada), un poema de Apollinaire que reaparece transformado en melodía de Poulenc, las Cantigas de Alfonso el Sabio, pasadas y repasadas para revivir su milagrosa frescura: esos son los estímulos que vienen del ayer o se descubren en el mundo de hoy.

Pero es un misterioso proceso el que convierte esos estímulos en la semilla de una de esas obras, de arte edificadas por la voz. Un proceso que puede ser provocado por la necesidad de cambiar una canción en un programa ya establecido ("No, esa no me va, no la siento") y la búsqueda semiconsciente, más que nada intuitiva, de una canción que sí le sienta. Una canción que puede venir de muy lejos, como aquella de Brahms que tardó casi cinco días en llegar, para irrumpir súbitamente como un alegre presentimiento en Regent Street y convertirse en certidumbre gozosa al ser redescubierta en el libro de las Volklieder de una tienda de música a la vuelta de Oxford Circus. La canción que si va, esa densa corriente de agua nocturna en que Brahms se va hundiendo, y nos va hundiéndola en la noche silenciosa.

NO HAY MAL QUE POR BIEN NO VENGA (O AL REVÉS)

Luego vienen las horas y los días en que la canción se va formando hacia afuera del artista, se va convirtiendo en música y en voz y en melodía audible. Pero antes de que llegue la hora, el minuto, el fugacísimo segundo, en que cada nota encuentra su timbre y su expresión, y la voz acompañada por el discreto piano o sostenido por la patética guitarra, crea la atmósfera de cada sílaba, de cada sonido, el taller se convierte ahora en el cuarto, en que la artista trabaja solitaria, buscando descifrar el peso y el calor exacto de cada una de esas palabras en que Brahms revela (o disimula), su emoción puramente sonora.

Y aquí es donde esta joven mujer, nacida en Montevideo, con una lengua y un cielo tan distintos, tiene que destruir hasta la última partícula de un acento y una tierra irredimiblemente rioplatenses para decir -con fonética más impecable que la de cualquier nativo- las palabras de ese increíble alemán producido por la conjunción de un poeta y un músico. La voz de Ana Raquel Satre no sólo tiene que cantar, también tiene que decir. Y para crear esa atmósfera nocturna en que el silencio va invadiendo fatalmente a los seres y hasta contamina la propia naturaleza, la cantante tiene que decir cada uno de los imposibles sonidos en toda su pureza y en toda su poesía.

Si hubiera nacido en Francia, dice a veces Ana Raquel Satre, o en Alemania o en Italia, tendría todo un repertorio nacional riquísimo. ¿No se ha fijado que sólo las cantantes españolas, o de lengua española, cantan en varios idiomas?

Los hispanohablantes estamos condenados a ser políglotos, al cosmopolitismo artístico. Y cuando nos negamos, cuando no queremos ver sino lo que nos da el folklore o la jerga, no hacemos sino ponernos (orgullosa, absurdamente) al margen de un mundo que es de todos y por eso mismo también nuestro. De ahí que Ana Raquel Satre convierta la necesidad de un repertorio internacional en virtud, y su pericia en varios idiomas (para el canto, no para la conversación ordinaria en que su francés tiene un encantador dejo eslavo y su inglés una vehemencia típicamente latina), la perfección de su fonética (dos años de estudio arduo), y ese instinto nativo del artista, han arrancado elogios de toda la crítica europea.

EL MOMENTO DE LA VERDAD

Hay una hora (a las siete en punto, a las ocho, o tal vez a las seis y media) en que todos esos días y años de preparación, la búsqueda inconsciente o el esfuerzo disciplinado del estudio, las experiencias personales más íntimas y hasta más triviales, los monstruos de la imaginación o los de la mera realidad son oscuramente convocados por la artista para esa creación de aceptada fugacidad: el canto ante un auditorio. Entonces ocurre la obra de arte. Sólo entonces y para siempre.

Desde la elección del vestido hasta el collar de perlas ligeramente rosáceas, desde la mano que se adelanta como irresistiblemente atraída por el calor de un fantasma, hasta el cuerpo que descama negligente sobre el piano, desde el súbito brillo en los ojos hasta el golpe con que la cabeza agita la cabellera en el aire de la noche, todo, absolutamente todo, tiene que existir en ese preciso instante para que la atmósfera en que debe escucharse el poema sea tan visible, o audible, como la música misma que lo sostiene, como la voz que lo levanta en el aire y lo crea a la vez que lo destruye.

Hay un peligro en esa condición histriónica que Ana Raquel Satre posee tan esplendorosamente: la sumisión de la disciplina al temperamento. Pero es un peligro que en el caso de esta mujer apasionada jamás ocurre. Ana Raquel Satre sabe que no es el énfasis del gesto lo que crea la atmósfera sino la sugestión del gesto, algo que no depende de una mano levantada contra el pecho (sobre el corazón es siempre amor) o apoyada con desmayo en la frente (ay, príncipe Hamlet) sino de una presencia que irradia en su totalidad esa atmósfera y que puede darse el lujo, como en su versión de Hotel de Poulenc, de dejar cantar al piano la elocuencia del tema dando en la voz, en el discretísimo desmayo de la actitud, la otra cara de ese poema que no quiere ser romántico de Apollinaire.

Por eso vio muy bien el crítico del Neues Osterreich de Viena, después de su concierto en la Brahms Saal en abril de 1957, cuando dijo que "lo más admirable en esta inteligente joven cantante fue la apasionada intensidad de la interpretación y el equilibrio logrado entre la objetividad de estilísticamente fundada y el sentir subjetivo de una artista vital". No es sólo el milagro de una voz "profunda, flexible, emocional" (como apuntó un crítico belga) o "la extensión poco común de la misma", no es siquiera la apostura real o el arte de la delicada dramatización. Es esa curiosa e increíble fusión de un temperamento y una intuición vivísimas, con la disciplina y el más refinado sentido del estilo.

Ahora que Ana Raquel Satre se dispone a cruzar el gran charco para ir a cantar en una jira de conciertos en Canadá y en Estados Unidos, para luego cantar en México y en Venezuela, y también en su propia tierra, es ahora, en este preciso instante en que la leyenda de Mimi Satre no ha alcanzado la circulación fabulosa de otras leyendas de nuestro tiempo, antes de que la máquina publicitaria del Nuevo Mundo la convierta en uno de los monstruos sagrados del arte contemporáneo (pasta no le falta para serlo), ahora mismo conviene decir, y dejar registrado, que su arte hecho de tiempo fugaz y de pasión y de disciplinas es una de las más hermosas ilustraciones del poder de una vocación vivida hasta sus últimas, más duras, más deslumbrantes, consecuencias."

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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