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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Presentación de Crimen en la catedral"
En Marcha, Montevideo, nº 831, 22/09/1956.
p. 17.

 

Caricatura de: T. S. Eliot

Hacia 1930 aparece un grupo de poetas ingleses que busca renovar la escena. Quieren revivir la gran tradición isabelina del teatro en verso, y ensayan sus fuerzas ante un público asombrado y hasta hostil. Son Auden, Christopher Isherwood, Stephen Spender, Louis McNice, todos pertenecientes a una generación inmediata a la de T. S. Eliot y Ezra Pound, todos (de alguna manera) sus discípulos, si bien heterodoxos. Eliot se suma a los esfuerzos del grupo, aunque por otro camino y con otros ideales. No es un recienvenido. Su obra crítica, al renovar la interpretación del teatro griego y de Séneca, al estudiar con frecuencia a Shakespeare y los isabelinos, revela ya en 1918 que el problema de la escena moderna y el teatro en verso despertó en él tempranas inquietudes. Al solicitársele una pieza para el Canterbury Festival en junio de 1935, el poeta y el teorizador se vieron enfrentados a la ejecución de una obra que resolviera los problemas cuidadosamente examinados en textos ajenos. Esa obra sería "Crimen en la Catedral" que ahora repone entre nosotros "Teatro del Pueblo".

La anécdota histórica en que se basa Eliot para su Murder in the Cathedral puede ser resumida así: El rey Enrique II había nombrado Arzobispo de Canterbury a su canciller, Thomas Becket, hombre de armas, que fue un gran administrador y era su amigo personal. Pero al cambiar de estado Becket cambia de actitud. "Se tornó en asceta", se ha dicho. Defendió los fueros de la iglesia contra su rey. Se vio obligado a huir a Francia. Al cabo de siete años regresa a Canterbury, después de una dudosa reconciliación con el rey. Pero vuelven a enfrentarse, casi de inmediato, cuando Becket intenta otra vez defender los fueros eclesiásticos. Cuatro caballeros interpretando (o anticipando) la voluntad del rey llegan y lo asesinan. La fecha es: diciembre de 1170.

De toda esa historia de lealtades y traiciones medievales, Eliot toma únicamente la culminación. Como Racine, escoge el momento que precede a la crisis, en ente caso: el momento en que el Arzobispo regresa, después de siete años. Con sobriedad y concisión traza Eliot el doble combate -interior y externo- del Arzobispo hasta su brutal asesinato en manos de los cuatro caballeros. La pieza se reduce a eso.

Al tomar el conflicto poco antes de su estallido, Eliot se saltea hábilmente una larga exposición histórica. Los cantos del Coro y las palabras de los tres sacerdotes al alzarse el telón bastan para dar, ya digerida, la información necesaria. A través de las palabras de éstos aparecen fuertemente plantados los agonistas del drama: el Arzobispos (que todavía no ha aparecido) y el Rey (que no aparecerá si no a través de sus caballeros). La llegada de Thomas, su diálogo con los sacerdotes, y con el Coro de mujeres de Canterbury, la aparición sucesiva de los cuatro tentadores, terminan por redondear el conflicto al tiempo que sirven para revelar el carácter, apasionado, de Thomas. La tentación a que es sometido el Arzobispo (los bienes son cada vez más puros) desnuda totalmente su alma. El primer tentador parece apelar sólo al Thomas de los primeros tiempos, el caballero medieval que aún subsiste bajo el Arzobispo; pero cuando se llega al cuarto tentador, éste tienta con los propios deseos, con lo más íntimo del ser, con ese orgullo que le hace ambicionar hasta el martirio. Por medio de esta lucha se purifica Becket de toda impureza; le sirve de catarsis. Cuando aparece pronunciando el sermón (que está en prosa), el Arzobispo ya ha librado su combate y está pronto; como Jacob con el Ángel, la lucha con los tentaciones ha liberado a Thomas.

El acto segundo gira en torno de la acción criminal de los caballeros. Como Becket ya ha alcanzado la grandeza interior, el acento se traslada (con un sentido para la comedia que las obras posteriores de Eliot mostrarían plenamente) a las figuras burlescas de los caballeros. Después de matar a Becket, y en un golpe de efecto teatral, se adelantan al proscenio y explican (en prosa) al público por qué lo han matado, cuales son sus elevados motivos. Este efecto, de indudable anacronismo, arroja una luz irónica sobre la pieza. La que se cierra -en abierto contraste con esta escena- sobre los cánticos de los sacerdotes que certifican la santidad del mártir.

Para crear esta pieza Eliot ha convocado elementos que proceden de fuentes muy diversas. Una tradición cristiana informa su espíritu. y la refinada simplicidad de recursos dramáticos con que el poeta trabaja no deja de evocar las representaciones medievales, los autos sacramentales: particularmente en el primer acto, en que Becket lucha contra sus tentadores como el Hombre (Every man); de las moralidades. Por otra parte, aunque de manera utilísima, toda la pieza alude el sacrificio de la misa. Esto no debe extrañar ya que el autor considera a la misa como la máxima consumación del drama y que esta obra fue compuesta para ser representada en la propia iglesia de Canterbury, a pocos metros de donde los cuatro caballeros ultimaron a Becket.

La obra también deriva de otra tradición no menos universal y que aquí se superpone hábilmente a la anterior: la griega. Eliot introduce como acompañante del protagonista. como familiar casi diría, un Coro de mujeres de Canterbury. Ese coro da una nueva dimensión a la pieza; proyecta sobre un plano colectivo el acontecimiento singular; extrae la pasión del protagonista de su molde individual. No hay incongruencia en este fusión de lo griego y lo cristiano ya que el teatro griego también tenía una raíz religiosa y el Coro era en él, precisamente, la supervivencia de los compañeros de Dionisos. Al introducir en la escena contemporáneo una tragedia en verso lo que hacía Eliot (el innovador) era volver a las fuentes tradicionales -en el mejor estilo de su propia teoría.

Es claro que la interpretación religiosa de la obra, por inevitable que sea, por apoyada que esté en las más explícitas intenciones del autor y de la ocasión para la que fue compuesta, no agota el significado de la pieza. Esta es susceptible de ser representada y ser apreciada por su pura concepción dramática, por su intenso sentido de espectáculo, así como por lo que enseña fuera del marco religioso mismo: el combate de un hombre contra sus propias tentaciones y contra enemigos exteriores; la difícil conquista de la santidad (o del ideal máximo), el sufrimiento individual trascendido en horror y pasión colectivas. Y ese conflicto -que excede anchamente el credo particular del poeta y de su público- logra en esta pieza una vigorosa y comunicativa realidad.

E. R. M.

 

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