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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Un narrador venezolano"
En Marcha, Montevideo, Nº 818, 1956.
p. 20

MIGUEL OTERO SILVA: CASAS MUERTAS Buenos Aires, Editorial Losada, 155. 181 pp.

"Carmen Rosa estaba presente. Ya casi no lloraba. La muerte de Sebastián era sabida por todos -ella misma no la ignoraba, Sebastián mismo no la ignoraba- desde hacía cuatro días. Entonces comenzó el llanto para ella". Con estas palabras plantea Miguel Otero Silva, en el primer capítulo de su novela, la situación central de la misma; la situación que constituye su núcleo argumental. Y da, asimismo, el tono exacto de la narración que habrá de desarrollarse, sinuosamente, de un presente de horrible decadencia hacia un pasado (a veces remoto, a veces inmediato) en que había alguna vida, en que no todo era casas muertas en el pueblito venezolano de Ortiz. Porque mientras Carmen Rosa vivió tratando de reconstruir el pasado, mientras vivió Sebastián como una promesa de futuro ("¡Yo no me quiero morir a los veinticinco años, carajo!") el pueblo muerto no había muerto del todo.

El narrador arranca de la muerte y entierro de Sebastián para mostrar el cuadro de decadencia en su última etapa, y utilizando a la llorosa Carmen como hilo conductor desanda el tiempo, remonta la corriente del pasado, y va contando su historia. Carmen Rosa vive con su madre, doña Carmelita, en el puelo de Ortiz; dedicadas a una tienda ("La Espuela de Plata") y al cuidado de un padre, el señor Villena, que sigue viviendo pero hace años que ha muerto para toda actividad. Lo que las sostiene es Carmen Rosa, su vitalidad, su apetito. Carmen nace en un pueblo que está desintegrándose y aunque ella misma asiste a la última etapa de esa incontenible descomposición (la casa de dos pisos frente a la plaza no estaba todavía tumbada cuando hizo la primera comunión; se derrumbó cuando los dueños la abandonaron y vinieron unos hombres desde San Juan a llevarse las tejas y las puertas), aunque ella misma certifica la lenta moribundez del pueblo, hay algo dentro de ella que le impide entregarse a la usura del tiempo; algo que la hará secar las lágrimas por la muerte de Sebastián y abandonar el pueblo, hacia Caracas.

De muchacha, Carmen acude ávidamente a los viejos, esos vivos registros del pasado. Y en tanto que en su casa cuida el jardín y construye con sus manos un mundo vivo, fuera de casa asedia al señor Cartaya, a Epifanio el de la bodega, a Hermelinda de la casa parroquial, y a la maestra de escuela, la señorita Berenice, para que la ayuden a reconstruir los orígenes de ese pueblo en que ha nacido y que no quiere aceptar en su ruina. Anécdotas y visiones se entrecruzan; lo que fue y lo que tal vez sólo ha sido imaginado (como la historia de Juan Ramón Rondón que cuenta el señor Cartaya), se funden en la crónica viva de los viejos y por medio de ese hilo sinuoso, todo el pasado se integra en el magro presente.

Hasta que llega Sebastián, que viene de Parapara de Ortiz (o de Parapara de Parapara como prefiere decir con orgullo de campanario). Sebastián que es joven y encuentra en Carmen Rosa la mujer. El pasado, esa mirada hundida en lo que ya no es, se desvanece ante su presencia. Carmen Rosa descubre el amor y descubre su propio cuerpo y se descubre a sí misma. Y Sebastián, que cuando está con ella y la oye hablar, no la escucha sino mira dentro de ella algo que es más ella misma que sus palabras; Sebastián se levanta como la única figura capaz de unirse a Carmen Rosa en esa empresa descabellada: dar vida al pueblo muerto. La enfermedad que lo mata (el paludismo que Otero Silva muestra trabajando diabólicamente en la sangre) es sólo un pretexto para liquidarlo. Porque dentro de Sebastián había algo más grave que la enfermedad, algo más grave que el deseo de poseer a Carmen Rosa y de reiniciar con ella la vida. Un día Sebastián había visto, detenido junto al bar de Epifanio, el ómnibus que llevaba a Palenque algunos estudiantes caraqueños presos por haber manifestado contra Gómez. Y esa visión fugaz había despertado en Sebastián un sentido más profundo de la vida y de su misión en la vida. Lo que el paludismo mata es el Sebastián que ya estaba apuntado para casarse con Carmen Rosa, pero no el que había descubierto que no era posible seguir tolerando atropellos.

El envés del tapiz

Porque esta novela que parece sólo creada desde la nostalgia (tan faulkneriana en estilo y estructura temporal), está creada en realidad desde la rebeldía. El presente del pueblo no es sólo la decadencia, el lento vegetar de los muertos en vida, la súbita efímera florescencia de los adolescentes, el cura bonachón que arregla los casorios antes de que sea demasiado tarde. El presente de Ortiz está hecho también de la sombra funesta del coronel Cubillos que de compinche del dictador Gómez ha descendido a mero lugarteniente en esta aldea muerta y que venga su odio en la miseria de los lugareños. Una sola historia, la de Petra Socorro que fue la putica de el Sombrero y desde hace poco era la mujer del Pericote, basta para mostrar al coronel. Y otro episodio, la rivalidad de Sebastián y el coronel en la riña de gallos (que Otero Silva describe magistralmente) basta para comprender que a Sebastián le esperaba el destino del que apenas se hubiera enfrentado políticamente con el coronel. Porque la miseria del pueblo -miseria hecha de decadencia de cada uno pero también de industrialización y del petróleo y de los generales- no es la natural consecuencia en un mundo agrícola y campesino que es violentamente subvertido por la mecanización: la miseria es también obra de la dictadura militar.

Otero Silva escribe en Venezuela y hoy (su novela mereció el premio Arístides Rojas en 1955), de aquí que no se pueda esperar una denuncia explícita de los regímenes de fuerza; de aquí que todo el cuadro social esté utilizado únicamente como fondo, como motivación implícita aunque no declarada, de esa tremenda decadencia. Otero Silva hace honra de creador y no de panfletario. Pero las entrelíneas de su novela -y esos dos momentos clave: los estudiantes conducidos al infierno de Palenque, la mujer del Pericote asaltada por el coronel- bastan para indicar las raíces del mal: el desprecio del hombre y el abuso del poder. Sin necesidad de pararse sobre una tribuna y repetir las consabidas fórmulas, Otero Silva consigue una novela en que el triste destino del hombre americano de pueblo, su segura liquidación por el industrialismo y la prepotencia militar, encuentran la más cabal expresión literaria. Con Casas muertas, Otero Silva (que nació en 1908 y es de la generación de su compatriota Uslar Pietri, del cubano Alejo Carpentier, del colombiano Caballero Calderón, del paraguayo Casaccia, del argentino Eduardo Mallea y de nuestro Enrique Amorim), con esta novela de nostalgia y tácita denuncia, Otero Silva ingresa al rol de escritores de América que cuentan"

 

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