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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"El último avatar borgiano : al margen de una visita"
En Marcha, Montevideo, Nº 816, 1956, p. 21

"El miércoles 6, hacia las siete de la tarde, el escritor argentino Jorge Luis Borges dictó en una de las aulas de la Facultad de Humanidades la conferencia sobre Flaubert que había prometido, y hasta anunciado, no una semana antes sino varios años antes. Porque en realidad, y para los memoriosos la noticia no es nueva, esta conferencia de Borges sobre Flaubert empezó a anunciarse en 1953. La demora, incalculable entonces, se debió a Perón. Ya en 1953 el régimen había descubierto que era peligroso autorizar a Borges a hablar sobre Flaubert. O tal vez el peligro estaba en dejar hablar a Borges.

La prohibición -la mera sospecha de esta prohibición. hubiera parecido imposible en 1925, año del primer libro de Borges: esas Inquisiciones de tapas verdes que hoy tanto lo avergüenzan y que persigue por las librerías de viejo con el afán, tan inquisitorial, de dedicarlas al fuego. Porque en 1925 Borges es un poeta ultraísta que acaba de descubrir y decir en verso libre su pasión por un Buenos Aires suburbano y de un solo piso, que acaba de contar (en artículos elípticos, de barroca e hispanizante prosa) su devoción por Quevedo y Villarroel, por James Joyce y Cansinos Assens, por Norah Lange y el coronel Ascasubi. Borges es en 1925 un joven recién llegado de las aventuras europeas de la postguerra literaria y que, a la vera de sus lucubraciones metafísicas, descubre morosamente su rico mundo interior. Era criollista y amaba la época dura del desertor Martín Fierro y de los unitarios (sus abuelos) que supieron hacerse matar en la lucha contra Rosas: era devoto de von Sternberg y de sus agrios films de Chicago, y añoraba esas horas pequeñas de la madrugada en que los pistoleros ajustan sus últimas triviales diferencias "entre las serpentinas muertas del alba" (así escribía entonces). Era un joven (había nacido en 1899) para quien la realidad argentina, irisada todavía por los fulgores artificiales del centenario de 1810, parecía demasiado fija y bucólica, demasiado cotidiana y sin aventura.

Entre 1925 y 1945 la realidad argentina, y mundial, sufre tales transformaciones que ya la figura de Borges deja de proyectarse sobre el mismo fondo. Las transformaciones del mundo exterior aceleran las de su mundo propio. Borges libera cada vez más su incontenible poder creador. Tímido, desconfiado de sus fuerzas, no se atreve a confiar directamente al papel los sueños de sus noches y vigilias. El oblicuo camino del poema o de la crítica recoge sus fantasías de narrador, hasta que en 1935 se atreve al cuento y publica el volumen: Historia universal de la infamia. Con él, esquivamente ya que todavía la narración se finge resumen de hechos reales o históricos, con ese librito comienza el nuevo Borges: el cuentista. El poeta de Buenos Aires arrabalero, el nostálgico evocador de Carriego y de un mundo sepultado de compadritos de cuchillo, el metafísico que empieza a balancear intelectualmente el problema del infierno y pregusta (en alguna repetida esquina de arrabal) esa suspensión del tiempo que se llama eternidad, ese Borges de 1925 a 1935 empieza a ser moldeado por su propia maduración interior y por el curso del mundo.

Empieza por abandonar casi completamente la poesía (o, por lo menos, la de exaltación parroquial o bonaerense); empieza por hundirse en su mundo de narraciones fantásticas, cada vez más alucinadas y personales, cada vez más desgarradoramente autobiográficas, cada vez más alusivas de las violaciones cometidas sobre el hombre por el nacionalismo (llámese Hitler o Perón) cada vez más explícitamente opuestas a las delaciones y muertes por tortura, a la locura demagógica, al previsible combate de un hombre solo contra la chusma organizada, que desde el mundo europeo de Italia y Alemania empiezan a importar aquí los hombres fuertes de América.

En algún lado ha declarado Borges que a partir de 1933, cuando Hitler incendia Europa bajo la insignia del nazismo, él se convirtió en enemigo declarado del nacionalismo. La guerra europea lo lanza a una curiosa militancia política. Borges escribe acerados artículos denunciando las falacias de los germanófilos argentinos (que se proclaman nacionalistas pero veneran una doctrina que los elimina prácticamente por no ser arios); escribe denunciando las falacias de los antisemitas (no advierte diferencia esencial entre un judío y un no judío, aunque puede advertir las diferencias circunstanciales entre dos personas); escribe denunciando las falacias de los filosemitas (que se oponen a la doctrina nazi de una raza superior para proclamar la doctrina semita de una raza superior); escribe denunciando el nacionalismo peronista que le parece opera bajo el signo de la estupidez organizada.

Esta actitud le valió ser destituido del cargo de oficial segundo en una biblioteca municipal (en realidad no lo echaron: lo transfirieron simplemente a otra dependencia con el cargo de inspector de aves); le valió no ser distinguido en concursos oficiales de literatura; le valió ser molestado en sus conferencias (debía declarar por anticipado el contenido de las mismas, debía soportar la presencia de un policía de uniforme, debía dictarlas en el interior de la república ya que nunca se lograba la habilitación de los locales porteños); le valió la escolta de un detective durante sus paseos por las calles de Buenos Aires.

Borges luchó. Su invalidez física (padece desde la adolescencia de una afección a la vista que se ha ido agravando en estos últimos años hasta el punto de impedirle leer o escribir directamente) le prohibía toda acción, pero Borges escribió su lucha. Sin hacer literatura panfletaria, dijo su verdad. En uno de sus cuentos más personales (el mejor para él) imagina a un hijo de extranjero (aunque de madre argentina) que llega a una pulpería, es provocado por unos compadritos y sale a pelear, sabiendo que el cuchillo que le ha arrojado un viejo gaucho mitológico para su defensa, no servirá sino de excusa para los que van a matarlo. No es excesivo considerar que este cuento realista (cuyos párrafos iniciales son de índole tan delicadamente autobiográfica) encierra una pesadilla frecuente del escritor. (El lector encontrará este cuento, que fue publicado por vez primera y única en La Nación de Buenos Aires de febrero 8, 1953, reproducido en estas páginas). En otro cuento, La espera también de La Nación aunque recogido luego en El Aleph (segunda edición, 1952) Borges especula con un hombre que duerme y sueña cíclicamente que unos matones (¿por qué no la misma policía?) entran a matarlo. Como su personaje, Borges esperó durante años, insomne o en alucinadas pesadillas, que vinieran a buscarlo.

Y hay textos más explícitos, textos que revelan no las angustias del hombre y del escritor, sino su reacción, su combate. En declaraciones hechas en una cena de camaradería que le ofrecieron los escritores argentinos al ser destituido bibliotecario (están publicadas en La Nación y también en Sur, Nº 142, agosto de 1946), Borges denuncia públicamente la estupidez del régimen, la deliberada idiotización del individuo que se practica como sistema. Lo hace con palabras que repite ahora en un artículo del número de Sur dedicado a la Reconstrucción nacional (Nº 231, noviembre-diciembre 1955). Como pocos de los colaboradores de este número de la liberación, Borges puede estar seguro de que ya había dicho en voz alta y con su firma al pie, lo que ahora escribe.

Esos textos y otros que publicó Sur, como el poema Página para recordar al Coronel Suárez, vencedor en Junín (Nº 226, enero-febrero 1954) o que vieron la luz primera en MARCHA, (como el poema en prosa que se titula El puñal (junio 25, 1954) y que La Nación no se había atrevido a publicar, esos y otros textos demuestran hasta qué punto Borges mantuvo junto a su carrera literaria (que los distraídos presentan como una confortable evasión de la realidad) una carrera de oposición doctrinaria al peronismo. Es claro que lo hizo en el único plano en que él puede actuar: en el plano de la creación y en el plano del ensayo. Pero lo hizo. No recibió sin embargo las palmas del martirio. Perón, con un sentido cabal de la escasa importancia de los intelectuales en el mundo moderno, se limitó a entorpecerlo, a humillarlo con sus burocráticas restricciones. No lo convirtió en símbolo de la resistencia intelectual, como no convirtió a nadie que no fuera de suficiente peso político.

La revolución fue para Borges la liberación. Borges, cuya timidez le impide hasta la expansión afectuosa en la intimidad, se descubrió ese día en la calle, ciego y ronco, empapado de sudor, muchas horas después de haber salido de su casa, en una esquina cantando la liberación; Borges, tan incapaz de comprender a los verdugos y de aportar a la fuerza, asistió con júbilo a la destrucción de la Alianza en que Perón había congregado a los pistoleros del régimen; Borges, que ha eludido siempre las reuniones en que desconocidos quieren hacerle hablar de su especialidad, acepta conferencias de prensa (como la que se realizó en Montevideo el lunes 4 a las once de la mañana) para decir a todos lo que cree y espera de la situación argentina.

Algunos periodistas perspicaces advirtieron que estaban ante un nuevo Borges, un Borges no sólo recuperado para sus admiradores montevideanos, sino recuperado para la realidad de todos. Sin deponer su intensidad ( y qué bien se vio esto en las conferencias sobre Cervantes y sobre Lugones y sobre Ariosto), sin abdicar de la inteligencia y del rigor, Borges dio su juicio mesurado sobre la revolución argentina, liberal, lejos por igual del nacionalismo católico como del nacionalismo comunista. Borges enfocó la realidad argentina como un hombre sin partido: un hombre que comprender la difícil situación que crea a este gobierno de fuerza la hostilidad de los peronistas depuestos y la hostilidad de las fuerzas que sufrieron bajo Perón o lucharon en la revolución y ahora quieren su tajada. Borges se situó por encima de la lucha de posiciones para decir la verdad. Como a Barea en el conflicto español, y a pesar de las diferencias humanas y literarias que los separan, a Borges le importa más la Argentina que las posiciones políticas que pueda obtener cada partido. Y esta actitud, por lúcida y noble que sea, no es (ya se sabe) popular.

La dictadura peronista y la revolución no han terminado de operar sobre Borges. Un día (cuenta) cuando ya estaba seguro de que no escribiría otros poemas, cuando anteponía a cada edición de sus versos más melancólicas y ajenas confesiones de escasez lírica. Borges se descubrió (dice) escribiendo poemas -y un cuento-. sobre la revolución. No los ha publicado todavía, y nada dice sobre ellos. Tal vez (puede conjeturarse) no sean estos textos aún desconocidos la mejor expresión de la huella dejada en Borges por los años de dictadura. Tal vez no sea en estas transcripciones directas de la realidad sino en las místicas pesadillas de sus cuentos en donde Borges puede liberar perdurablemente las experiencias de estos once años de humillación y miedo, de persecución, de lenta inescapable tortura. Tal vez sea en unas líneas de un cuento como El Sur o en alguna frase de una conferencia, hablando de Salammbó por ejemplo, en donde se encuentra fijado para siempre Borges. Pero es bueno -y puede ser ejemplar- que Borges, el evadido, el artífice, el europeizante que inventan sus malos o imaginarios lectores, no pueda escribir ahora sino literatura comprometida. Eso ilustra mejor su auténtica radicación humana. Aunque tal vez no agregue nada a su arte."

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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