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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"La forja de un rebelde"
En Marcha, Montevideo, Nº 813, 1956.
p. 2-21, 23.

"La reciente publicación en castellano de La forja de un rebelde, trilogía autobiográfica de Arturo Barea, permite examinar esta obra -conocida ya a través de versiones a nueve idiomas europeos, mucho antes de publicarse en su lengua original- a la luz de una perspectiva literaria exacta. La obra de Arturo Barea aparece ahora inscripta en la tradición del realismo novelesco español. En una línea que arranca de las novelas decimonónicas de Benito Pérez Galdós, atraviesa el vasto y monótono mundo novelesco de Pío Baroja, el barroco y escorzado de Valle Inclán, el periodístico y simbólico de Ramón J. Sender, para situarse junto a las ficciones que alimentó la guerra civil española; junto a Campo cerrado y Campo de sangre de Max Aub, junto a La cabeza del cordero de Francisco Ayala. Entre ellas, sobresale la empresa novelística de Barea, por la ardida fuerza de su testimonio, por la brutal inmediatez de su narración, por la sostenida objetividad de su actitud, por la creación estilística que representa.

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Escasean en la literatura española los testimonios autobiográficos. El hombre español parece más celoso de su vida interior, más fieramente orgulloso de sus debilidades que sus otros vecinos europeos. De aquí que sólo excepcionalmente ocurra en su vasta y rica literatura la ejemplaridad de La forja de un rebelde, a medio camino entre la autobiografía y la novela. Centrada en torno de la experiencia autobiográfica de un hombre, la obra no se propone, sin embargo, contarlo todo. Lo que quiere contar su autor es la forja de un rebelde. Su narración se concentrará, pues, en aquellos episodios -y sólo en aquellos- que iluminen mejor esa forja.

La narración no es, por tanto, continua. Entre la primera y la segunda parte (entre La forja y La ruta) hay un lapso de unos seis años: 1914-1920. Entre la segunda y la tercera (La llama), el lapso es mayor; abarca diez años: 1925-1935. Ocasionalmente una ojeada hacia atrás, un racconto, enlaza las partes, cubre el espacio (o tiempo) perdido, sintetiza los años sin historia, las experiencias inmemorables.

Esta selección no obedece, sin duda, a un propósito de estilización de la propia vida. Cuando Barea saltea algo es porque, a su juicio, carece de valor significativo, no agrega nada. Y de aquí que se de esta circunstancia a primera vista paradójica: una obra extensa que carece de adiposidades, de materia superflua. Cuando algo omite Barea no es para embellecerse; es para ganar tiempo y alcanzar lo que importa.

Es esta libertad del novelista frente a su sustancia narrativa, y que asume Barea frente a su vida, la que da carácter ligeramente ficticio a lo que cuenta. Barea, como artista que es, escoge y concentra. La materia de su propia vida aparece así organizada en torno de tres centros de interés: la infancia en el Manzanares, la juventud en Marruecos, la experiencia de la guerra civil en Madrid. Subordinados a esos centros, se encuentran los restantes elementos narrativos.

Cada una de esas experiencias básicas tiene un doble valor: por un lado, es experiencia personal y formativa: gracias a ella se forja este rebelde; por otro lado, es experiencia colectiva y a través de la anécdota de este rebelde se ve una generación que aventó la guerra civil, un mundo destrozado e irrecuperable. Para todo un grupo humano, Marruecos primero, y la guerra civil después, fueron experiencias definidoras.

El signo de esta autobiografía novelesca es la objetividad. Barea se planta ante su propia historia sin ánimo de concesiones. No quiere parecer mejor de lo que es; tampoco se complace -como han hecho muchos- en multiplicar los cargos contra sí mismo. Barea se da por sentado y a partir de esa aceptación (que no significa aprobación incondicional) relata su experiencia. De aquí la brutalidad e inmediatez de su historia. Porque nada esencial queda omitido. Ni el amor profundo por la madre ni la crueldad infantil de los primeros juegos; ni la pasión encendida en forma perdurable por Ilsa ni las primeras turbias experiencias del sexo. Pero en este terreno de la sinceridad (de la objetividad) Barea llega más lejos aún. No omite el registro de sus egoísmos para con otras mujeres, el tratamiento duro que no les ahorró, el desapego con que, en general, trata los asuntos llamados sentimentales; es decir: todo lo que otros más piadosos (o más cobardes) dejan languidecer en el equívoco, no se atreven a enfrentar. En una página de la tercera parte escribe: "Comprendía perfectamente la actitud de María y sus esperanzas, pero no tenía intenciones de realizarlas. Un divorcio seguido de un nuevo hogar con o sin el requisito previo de un matrimonio, no suponía más que el cambio de una mujer por otra, con el futuro abierto a más chicos y el aburrimiento de la vida de casado sin amor. Maria era perfecta mientras trabajara conmigo y simpatizara con mis disgustos y problemas personales; era perfecta como un consuelo. Todo desaparecería con un matrimonio. Perdería la secretaria y el oyente cariñoso". Y, en seguida, comenta el autor: "Indudablemente mi actitud era fría y egoísta. Me daba cuenta de ello y me producía un escalofrío en la boca del estómago. Me daba disgusto mi actitud y a la vez resentía la de ella".

Este no es, puede asegurarse, un retrato retocado.

Y esa misma objetividad que se manifiesta en el relato autobiográfico está presente, asimismo, en el testimonio histórico. Objetividad, ya se sabe, no significa carencia de posición, de partido. Significa tratar de ser leal consigo mismo y con el adversario, no deponer la lucidez ni la crítica. De aquí la crudeza con que este libro describe la vida en los barrios pobres de Madrid o la censura con que denuncia la indigna administración española de Marruecos o los crímenes de esa guerra colonial.

Cuando Barea llega al duro trance de historiar la guerra civil española se atiene minuciosamente a este doble principio: contar sólo lo que ha visto; contarlo sin erigirse en juez. Esto da fuerza a su testimonio. A través de las páginas de La llama surge entero el pueblo resistente de Madrid, cercado por el ejército faccioso, improvisando una defensa; ese pueblo que se agolpa en la noche pidiendo "armas, armas", como un largo canto; ese pueblo que se entremata enconadamente por la posesión de un cuartel; ese pueblo que cede a los instintos de la brutalidad a la seducción del miedo, e inicia la caza del fascista, haciendo caer también a tanto inocente. Ningún escritor ha dado con tanta simplicidad, con menos propaganda, la resistencia imposible y patética del pueblo de Madrid: una resistencia de dos años, cuatro meses y tres semanas.

Esta misma objetividad, obliga a Barea a denunciar el caos administrativo, las rivalidades de los distintos grupos políticos, la lucha suicidad por el poder, que continuaron alimentando las contadas horas de la República Española. Su testimonio lo es no sólo de la heroicidad del pueblo español sino también de su falta de lucidez, de su descomunal locura.

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"For better or for worse -and I believe for better- we can no longer perceive reality through the medium of a novel, unless it makes us see the interplay of forces the inner life of people, the third dimension as it were". Las palabras de Arturo Barea en un articulo de 1946 sobre el Realism in the Modern Spanish Novel definen agudamente su posición de escritor realista. A primera vista podría creerse que su obra es sólo crónica; que el escrito sólo ha efectuado una trasposición mecánica de la realidad al libro.

Ya se ha indicado el valor novelístico de esta autobiografía, su selección de temas, su tratamiento dramático, su concentración en tres motivos básicos. Pero no sólo aquí se pone de manifiesto la elaboración estética. La realidad misma aparece tratada por una sensibilidad que escoge y reacciona. Nada más ejemplar, en este sentido, que todo el primer volumen, La forja.

Para contar su infancia y adolescencia ha utilizado Barea un recurso de probada eficacia literaria: la narración en presente de indicativo. Barea ha reconstruido el mundo de la infancia tal como era (tal como aparecía a sus ojos de niño). Nada más alejado del realismo fotográfico (o fonográfico). Gracias a este procedimiento, acceden a las páginas del libro, con toda su frescura, con toda su fuerza y calor humanos, las impresiones de un mundo que se va inventando con la mirada, un mundo que sólo existe cuando lo vemos: el de la infancia.

El mismo Barea ha definido su propósito hacia el final de la obra: "Comencé a escribir un libro sobre el mundo de mi niñez y juventud. Al principio lo quería titular Las raíces, y describía en él las condiciones sociales entre los trabajadores de Castilla al comienzo del siglo, en los pueblos y en los barrios pobres que yo había conocido. Pero me encontré escribiendo demasiadas declaraciones y reflexiones, que creía necesario suprimir, por que no brotaban de mi propia experiencia ni de mi propio ser. Traté de limpiar la pizarra de mi mente, dejándola vacía de todo razonamiento y tratar de retroceder a mis orígenes, a las cosas que había olido, visto, palpado y sentido, y cuáles de estas cosas me habían forjado con su impacto. Al principio de mi vida consciente me encontré con mi madre. Con sus manos roídas por el trabajo, hundiéndose en el agua helada del río. Con sus dedos suaves, enredándose en mis cabellos revueltos. El viejo puchero, tapizado de negro en el que ella cocía y recocía su café de posos. En el fondo de mi memoria encontré la pintura del arco, para mí inmenso, visto desde el río, del Puente del Rey, con el coche real, escoltado por los jinetes vestido de blanco y rojo, pasando sobre nuestras cabezas; las lavanderas golpeando la ropa con sus palas; los chiquillos pescando pelotas de goma en el agua negra y maloliente de la alcantarilla de Madrid; y la voz de la mujer asturiana que cantaba:

Por debajo del puente
No pasa nadie,
Tal sólo el polvo
Que lleva el aire...

Así empecé. Titulé el libro La forja, y lo escribí en el idioma, las palabras y las imágenes de mi niñez. Pero tomó mucho tiempo escribirlo porque tenía que ahondar profundamente en mi mismo."

Ocasionalmente, y como para acentuar el distinto plano narrativo, el tiempo que no ha transcurrido en vano, se interpola en La forja alguna reflexión de la madurez, alguna página de ahora (y no de aquel presente intemporal) que enriquece de ambigüedad el relato, haciendo saltar al lector del mundo evocado hasta éste de ahora, el de la reminiscencia consciente, el del buceo en el fondo de sí mismo. "Veo hoy la escena con ojos que entonces no tenía", dice el autor en algún pasaje de La forja, en tanto que otro pasaje canta el poder mágico de la evocación, el rescate del tiempo perdido: "Es difícil volver atrás. Si se mira al cielo, se ven cabalgatas de nubes que amasa el aire, sin cansarse de darles forma. O se ve sólo un fanal azul que vibra con el sol. De noche es igual, aunque el sol se ha escondido y con las estrellas y la luna las únicas que alumbran: Invisibles, de día y de noche, en este cielo cabalgan las ondas. De toda la tierra se tiran voces y canciones al aire, a voleo, mezcladas, amasadas como las nubes por el viento. Un hilo de cobre tendido sobre el tejado de una casa las recoge todas, y se estremece su cuerpecillo delgado de alambre al choque. Hay un ánodo y un cátodo. Se tiran uno a otro esas voces y estos cantos tal como vienen, mezclados en oleadas, y la mano paciente del que escucha va regulando el saltar loco de los electrones para aislar una voz o una partitura. Pero siempre hay un fondo de ruido que domina a todos. Una onda más tenaz que las demás que se oye siempre. Madrid, viejo, mi Madrid de niño, es una oleada de nubes o de ondas. No sé. Pero, sobre todos los blancos y los azules, sobre todos los cantos, sobre todos los sones, sobre todas las ondas, hay un leit motiv: Avapiés" (el barrio donde Barea vivía).

Si la creación literaria aparece evidente en el primer volumen, si nadie se atrevería a desconocer esa tercera dimensión del realismo que en definitiva allí obtiene el autor, menos evidente parece el tratamiento en los otros dos volúmenes. El mundo ya está creado; el hombre circula ante una realidad que conoce (o que cree conocer); ya tiene preparadas las respuestas para todos los problemas. Y sin embargo, sin embargo, también se trata aquí de una máscara del realismo.

Porque la visión que ofrece Barea en su crónica es doble: por un lado, la realidad cotidiana en su tumulto, en su expresividad, en su asco, en su abrumadora mediocridad; por el otro -y subyacente, sintiéndose a veces sólo como un vacío, una falta, un sordo dolor que no aflora a la superficie, que no se localiza- el hombre que busca un sentido profundo al mundo, que no se conforma con vivir, que pregunta y padece una agonía interior.

Ese hombre está solo y aislado desde el principio, desde antes de saber qué es; no consigue disolverse en el ambiente, no acepta lo que le ha tocado como destino: la miseria, el pequeño empleo de adolescente, la destrucción de su España. Ya en la niñez, el equívoco de su posición -hijo de una lavandera, criado por parientes ricos: niño pobres en un establecimiento religioso para ricos- le hace sentir su alteridad. Al ingreso en su juventud, se lo grita duramente su hermana, que se ha entregado al trabajo sin salida:

"-Eso es envidia- exclamo yo.
- Envidia? De quién? De ti? Si vas a ser más desgraciado que ninguno. Nosotros somos pobres y no nos da vergüenza. Los hijos de la señora Leonor la lavandera! Pero tú eres el señorito que le da vergüenza decir que tu madre lava en el río y que vives en una buhardilla. A que sí? Yo he traído aquí, a casa, a mis compañeras y a mis amigas, porque a mí no me da vergüenza que vengan a casa. Pero tú, cuándo has traído a un amigo? Un señorito del Banco, a que sepan que vives en una buhardilla y que tu madre lava ropa?"

Esa diferencia se la seguirán gritando toda la vida, en cualquier circunstancia en que se encuentre; vivirá apartado por su inteligencia, por su sensibilidad, por la fuerza de su carácter, de los otros reclutas en Marruecos; separado de los otros pasajeros en el autobús que lo lleva a Noves, el pueblo en el que habrá de convivir, ambiguamente, con los que tienen más y con lo que nada tienen; aislado hasta de sus conciudadanos al iniciarse brutalmente el sitio de Madrid ("Pero aquella tarde me sentí agobiado. La lucha estaba entablada, era mi propia lucha, y sin embargo me sentía repetido y frío hasta el tuétano"); ajeno hasta de sus compatriotas de exilio en Francia, hasta verificar que tampoco en su propio oficio -descubierto ras los tanteos de una vocación segura pero rebelde- tampoco tiene lazos: "Las concepciones del arte de los escritores profesionales (escribe hacia el final de la obra) no me ayudaban; apenas me interesaban. Un escritor francés me había llevado dos veces a una peña literaria, pero las manifestaciones de los reunidos, girado exclusivamente alrededor de un 'maitre'aquí y otro allá, me llenaban de un aburrimiento asombrado y un disgusto vergonzoso. Ahora me deprimía pensar que no pertenecía a grupo alguno..."

Barea seguiría sintiéndose solo y aislado hasta el momento en que descubriera -ya maduro y aparentemente liquidado por el desastre de su patria- no sólo a la mujer que daría sentido a su vida personal sino su verdadera, su profunda vocación. Ese descubrimiento es paulatino y va alumbrándose en el fragor de la contienda, espantado por el miedo que crece con el agotamiento, con la odisea cotidiana. Ante todo se manifiesta como una separación, como una diferencia supuesta: "Yo había creído, y aún creía, en una España libre con un pueblo libre. Había querido que esto llegara sin derramamientos de sangre, a fuerza de trabajo y de buena voluntad. ¿Qué podía hacer si esta esperanza, este futuro se estaba destruyendo? Tenía que luchar por ello. Y así, ¿tenía que matar a otros? ¿Sabía que la mayoría de los que estaban luchando con las armas en la mano, matando o muriendo, no pensaban en ello, sino estaban animados por las fuerzas desatadas de su propia fe. Pero yo estaba obligado a pensar..."

Luego descubre la vocación esencial: "Trataba de ver dónde podía encajar en aquella maquinaria y no conseguía más que torturarme al ver que nada de lo que lo podía dar se utilizaba en la guerra. Lo único que encontraba que podía hacer, era escribir el libro de Madrid que había planeado. Y no era más que un recipiente que debía vaciarse de los que tenía dentro". Pero no era un recipiente indiferente, como lo demuestra más tarde, al escribir: "Si otros no tenían la urgencia de buscar la causa y el encadenamiento de causas, yo la sentía. Si ellos se contentaban con hablar de la culpabilidad del fascismo y del capital y de la victoria final del pueblo, yo no. No era bastante; estábamos todos remachados a la misa cadena y teníamos que luchar todos para librarnos de ella. Me parecía que podía entender mejor lo que estaba pasando en mi pueblo y a nuestro mundo, si descubría las fuerzas que me habían forzado a mí, el hombre solo, a sentir, actuar, errar y luchar co,o lo había hecho". Hasta que al fin, se impone Barea de su verdadero destino y afirma: "...escribir era para mi parte de la lucha, parte de nuestra guerra contra la vida y la muerte, y no sólo una expresión de mí mismo".

El crudo realismo de superficie resulta así trascendido por esta visión profunda del hombre y su destino. Se acaba por ingresar a un mundo infinitamente más complejo y rico: allí donde están "las fuentes escondidas de las cosas", para citar las mismas palabras del autor.

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Hay una tercera creación en la obra, la creación de un lenguaje.

La formación casi autodidacta de Arturo Barea explica su posición heterodoxa en el conjunto de la literatura española contemporánea. Barea se planta frente a los grupos literarios, a las capillas intelectuales, con una actitud iconoclasta e inconformista; se levanta, incluso, ajeno a la noción misma de intelectual. Desde allí, crea su propia obra, desde el centro mismo del pueblo. En este sentido, es iluminadora su desilusión ante Don Ramón del Valle Inclán, irascible dictador de café literario, o su actitud ante los escritores franceses (tal como la expresa un pasaje ya citado).

Es claro que al afirmar que Barea crea su obra desde el centro mismo del pueblo, no es posible olvidar el equívoco que encierra esta palabra, la pluralidad de mundos que encierra. El pueblo desde cuyo centro escribe Barea es el Madrid del Avapiés, el Brunete de sus vacaciones, el Marruecos de la guerra colonial la oficina de patentes de Madrid, la Telefónica en la que trabaja y lucha como censor. Allí recogerá el autor ese lenguaje hablado que tanto habría de impresionar, durante la guerra civil, a sus oyentes del pueblo; "ese estilo crudo y desprovisto de florilegios de lenguaje", según él mismo lo califica. Frente a la estilización literaria de un Valle Inclán (que ahora exhuma y amplía un Max Aub), frente a un lenguaje como el de Ayala en que se escuchan ecos y reminiscencias del usado por creadores del siglo de oro, este de Arturo Barea tiene la inmediatez y la eficacia, la incorrección y al fuerza, del habla popular.

No quiere esto decir que no se puedan reconocer a esta obra antecedentes literarios. No parece difícil señalar en la prosa de Barea la huella de un Barea (aunque no de la flaccidez en que ha caído últimamente este escritor). Tampoco está ausente otra voz -ésta inesperada-, la de Ramón Gómez de la Serna. Aunque Barea no degenere jamás en juegos barrocos (la naturaleza inmediata y angustiada de su testimonio no se lo permitiría) aparece vinculado a la manera literaria de Ramón, o por lo menos: a una de las maneras de Ramón, la que traiciona una misma avidez por lo material, una sensibilidad herida por las cosas.

Por medio de estas vinculaciones literarias la obra novelesca de Artur Barea resulta inscripta en la tradición novelesca española -a la que está vinculada ya por la naturaleza de su testimonio, por el realismo profundo de su visión. Esta tradición resulta enriquecida en sus manos por el testimonio objetivo de la creación de una tercera dimensión del realismo, por la invención de una lengua."

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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