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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Daniel Muñoz, escritor : la visión y el estilo de un periodista"
En Marcha, Montevideo, Nº 766, 1955, p. 20-22

"El 13 de octubre de 1878 apareció el primer número de La Razón, periódico de propaganda liberal; uno de sus fundadores y su primer director fue Daniel Muñoz que habría de popularizar allí su seudónimo de Sansón Carrasco. Tenía entonces Daniel Muñoz menos de treinta años (había nacido en marzo 10, 1849); en una década de intensa faena periodística produjo una colección de artículos que cuentan entre lo más vivo que ofrece nuestra literatura. Su carrera periodística se interrumpió en 1888, fecha en que ingresa en la Administración Pública como Secretario del Banco Nacional. Desde entonces Daniel Muñoz es un ciudadano, no un escritor. La muerte (en junio 10, 1930) restablece la valoración literaria de su figura y subraya fuertemente la importancia de los primeros cuarenta años.

Como tanto periodista, Daniel Muñoz no se ocupó de recoger en volumen sus artículos. En vida suya se publicaron dos volúmenes seleccionados y ordenados por mano ajena; ambos ofrecían muestras de su labor de costumbrista y aunque azarosos y hasta desordenados e incompletos, bastaron para rescatar una imagen que (en su género, en su medida) no tenía igual en las letras nacionales. A estos dos volúmenes (de 1884 y 1893) se han entregado póstumamente otros dos que reiteran y amplían parcialmente el caudal de sus páginas rescatadas dr la prensa decimonónica.

Sobre ellos, y no sobre la consulta directa de sus colaboraciones periódicas, está edificada la imagen que la posteridad de Daniel Muñoz levanta. Sus críticos (Roxlo, Zum Felde, Fernández Saldaña, Pereira Rodríguez) han apuntado con rara unanimidad y a veces en un solo par de adjetivos, la calidad inusual del estilo de Daniel Muñoz. Ninguno de ellos parece haberse detenido a considerar verdaderamente esa calidad, de dónde nacía su singularidad. La reedición de sus Artículos en la Biblioteca Artigas puede ser el pretexto para intentar semejante examen y para apuntar por escrito algunos de sus resultados.

La visión: primera instancia

Ya ha señalado José María Fernández Saldaña (Diccionario Uruguayo de Biografías, 1945, p. 872) uno de los caracteres más notables de los Artículos de Daniel Muñoz: su valor documental. Significan, dice el erudito salteño, "un variado y enorme caudal de noticias y pormenores sobre el pasado montevideano y sus costumbres, vistas al través de un temperamento desaprensivo y tolerante". En efecto, la primera actitud del evocador (la apetencia del dato olvidado, el afán de rescatar el momento sepultado ya por el tiempo) se da nítidamente en este escritor. El mismo se revela en uno de los mejores retratos de estos Artículos: el de Misericordia Campana. "Debe este negro tener larga historia, dice, y su memoria debería ser un depósito inagotable de anécdotas e incidentes curiosos, pero, desgraciadamente para mí, ha caído en mis manos cuando ya los años le han tapiado los oídos y perturbado los recuerdos a tal punto que es necesario valerse más de la mímica que de la palabra para despertarle las ideas."

Esta apetencia se traduce en el vigor con que Daniel Muñoz preserva, vivos y actuantes, los recuerdos; en la fuerza con que reconstruye personas y lugares, objetos de un mundo que ya sólo tiene espacio en la memoria. Cualquier artículo es depositario de esas imágenes punzantes en que alienta todavía una sociedad muerta o casi completamente olvidada. A veces se trata sólo de una imagen, como al evocar al Corneta Sayago y su recuerdo de la Matriz, "ubicada entonces en el solar que hoy ocupa el Club Inglés, techada de paja, y dando frente a un potrero en que pastaban vacas y caballos, que eso y no otra cosa era por aquella fecha nuestra Plaza Constitución, adornada hoy con fuentes y bancos de mármol" (agrega, con evidente orgullo).

Otras veces, a la evocación del pasado se incorpora la memoria directa del cronista, nacida la imagen dentro de su propia historia personal y teñida de su emoción y de su nostalgia, como cuando evoca a una morena vieja, célebre por sus pasteles y empanadas. "Yo la recuerdo todavía, a Tía Catalina, con su canasto de caña tejida, equilibrado en la cabeza sobre un rodete de trapo, contoneándose por esas calles, con su rebozo a media espalda, y la mano apoyada en la cadera, recorriendo las casas de sus marchantes. Y recuerdo, también, cuando ponía en el suelo su canasto, y ella en cuclillas, quitaba primero la blanca toalla que lo cubría, y en seguida iba levantando una tras otra las frazadas dobladas que servían de abrigo a los pasteles, arreglados allá en el fondo en una doble camada, humeantes todavía como si acabasen de salir del horno. Más de una vez, yo muchacho y goloso, quise meter la mano en el canasto para tomar alguna hojaldre suelta, almibarada con el azúcar revenida por el calor de la masa, y más de una vez, también, Tía Catalina castigó mi golosina pegándome en la mano, indignada de la profanación de su canasto, consagrado como urna sagrada de la pastelería, donde sólo ella podía resolver sin desarreglar el orden de la estiba, en lo cual estribaba el secreto de conservarse la mercadería caliente".

Pero el modelo indiscutido de este tipo de artículo en que domina la visión del pasado (reconstruida por los datos de la tradición oral y animada por el fuego de la memoria personal) es el titulado Los carnavales y del que hace bastante caudal Roxlo en las páginas de su acrítica y desordenada Historia crítica de la Literatura Uruguaya (tomo II, 1914, pp. 194/98). Se mezclan y funden allí la visión del pasado con la del presente, sirviendo una de contrapunto a la otra y rectificando aquélla con su cálida evocación la imagen de este presente, de su presente.

La visión: segunda instancia

Un historiador o un memorialista, sí. Pero no sólo eso y ni siquiera eso como carácter dominante. Porque Daniel Muñoz tenía los ojos (sobre todo, los ojos) demasiado abiertos sobre el espectáculo de su tiempo para fijar una mirada miope sobre la realidad, una mirada que sólo distinguiera el mundo del pasado. El mismo lo dijo en uno de sus artículos, precisamente en el que acaba de invocarse, Los carnavales. Al abrir su evocación de su tiempo ya abolido hace unos quince años, apunta la vanidad de los que lucen erudición extemporánea y fácil, de los que (escribe) "se dan ínfulas de ser sabedores de cosas de otros siglos, sin darse cuenta, las más de las veces, de lo que acontece en el que viven, como que va mucho de copiar lo que otros dijeron a hacer por sí las observaciones y comentarios a que se presta lo que nos rodea".

De aquí que no haya nada de arqueología en su evocación y restauración ocasional del pasado y que, si por un lado su arte linda con el de un delicioso primitivo como fue don Isidoro de María por otro tiene sus más evidentes vinculaciones (como ha señalado ya la crítica) con los cronistas de lo coetáneo, con los historiadores del presente, con los costumbristas que tanto abundan en las letras hispánicas.

En sus Artículos se echa una mirada a la realidad del tiempo -una década entre 1878 y 1888, pero concretada principalmente en los años 1882 y 1893-; se hunde la penetrante vista en el espectáculo vivo y cambiante de una sociedad que empezaba a organizarse a partir del caos de las guerras de independencia y de la ardua defensa del suelo nacional y que pasaba por la crisis de los movimientos cuarteleros y las dictaduras militares de la segunda mitad del siglo. Aunque Daniel Muñoz tuvo militancia política (hasta el punto de poder sostenerse que su actividad literaria es sólo fecundo paréntesis de esa actividad dominante), al entregarse a la composición de sus artículos de costumbres la visión política cede el paso a la social. Quedan, es cierto, como bien ha puntualizado y examinado Pereira Rodríguez, suficientes alusiones como para traslucir en las entrelíneas el clima político tenso. Pero es lo social, en todas sus ricas y desiguales manifestaciones, lo que captan los ávidos ojos de este observador.

Nada es suficientemente vulgar o insignificante para que Daniel Muñoz lo soslaye. La basura de la capital o una fábrica de porcinos son temas de sendos artículos, tan legítimamente, como las gracias de Aquiles Lambertini (actor de cinco años) o la poesía cadavérica y tumbal de otro prodigio, Rafael A. Fragueiro. Con toda comodidad, Daniel Muñoz se traslada de una gran evocación costumbrista (a modo de fresco colorido que levanta con minucia de flamenco) a un retrato en movimiento de algún ser humilde pero denso de vida vivida. Junto a La feria, En el Mercado, una Caravana de bohemios, Una quemazón, escribirá Daniel Muñozel retrato del original maestro español Juan Manuel Bonifaz (que dictaba en verso sus lecciones de gramática con desdoro de ambas disciplinas) o presentará en breves y eficaces imágrnes, a figuras ya divulgadas por la fama como el poeta Zorrilla o el Martillero Piria.

En sus páginas puede pasarse del tumulto provocado por los canillitas en el patio de El Nacional (el nombre de canillitas es posterior y ocurrencia de Florencio Sánchez) a la lenta evocación de Montevideo en un día de lluvia ("Las cocineras vuelven del mercado tapando bajo el rebozo la canasta de las provisiones. Y cubriéndose de la lluvia con sus paraguas viejos, desvencijadas las varillas y agrietado el género, recogiéndose la pollera al atravesar la calle, con la pierna estirada en busca de las piedras salientes para evitar el agua")

En sus páginas están los accidentes de un viaje a Minas (laboriosa faena entonces) y la vivida evocación del día, mayo 18, 1879, en que se reunieron los próceres literarios en La Florida para premiar a quien con más inspiración (según dice la fraseología de la época) cantase la epopeya de la independencia. Entonces Daniel Muñoz, dibuja a Angel Floro Costa, que consagró el acto, "con aquel célebre discurso, que hizo servir como escaparate para exhibir todo lo que sabía que sabía, remontándose hasta la edad de piedra y cargando la mano sobre cuanto esdrújulo le cayó al alcance, todo para anunciar que ha puesto un huevo, como decía la rana de los cacareos de la gallina". Y evoca también al vencedor moral, Zorrilla de San Martín, que se inició allí su famosa carrera de poeta y recitador. "El rostro y el ademán (escribe Daniel Muñoz) traducían aquel desaliento que postraba al patriotismo inerme e impotente. Apagado el brillo de la mirada, la frente velada con las sombras de la tristeza, desmayada la voz, la acción desfallecida, parecía el poeta la encarnación del pueblo abatido por el infortunio". De esta depresión del tono y la voz, saldría el poeta del trance de histrión al llegar el albor (luego la aurora y el nimbo de luz de la colina) que anuncia en su poema de epopeya libertadora.

No hay tema pequeño ni demasiado importante para este observador del mundo real. Los grandes nombres de su época y los desconocidos, los temas triviales y aquellos en que ardían no sólo el fuego político sino el confesional, se agitan en sus páginas y vino por la fuerza comunicativa de su palabra, por el vigor de que fueron encerrados en las páginas efímeras de un diario de la novena década del siglo diecinueve.

La visión: tercera instancia

Más de setenta años separan estas imágenes de Daniel Muñoz del lector de hoy. Lo que el periodista captó con la inmediatez y frescura de una instantánea es hoy historia, tiempo fijado irrevocablemente y muerto, o vivo sólo en páginas que llegan del pasado. De modo que lo que era cotidiano y familiar en el momento en que Daniel Muñoz lo veía y lo fijaba en el papel, es ahora reliquia. Su visión coetánea, tan viva y actual, tan aliviada de arqueología, tiene para sus lectores de hoy un sabor que él no pudo gustar en el momento de la creación: el sabor documental. De este modo se cierra el ciclo de su visión, se vuelve al origen y Daniel Muñoz se confunde con los cronistas del pasado.

La perspectiva es paradójica y, esencialmente falsa, pero cómo evitarla. Cómo impedir que sus páginas sean leídas con el ímpetu nostálgico (apócrifo y superpuesto por el lector) de quien contempla un mundo enterrado, un mundo en que Pocitos, tan horizontalizada hoy, ofrecía intactos sus médanos blancos que "brillaban como si sus arenas estuviesen sembradas de pequeños prismas de cristal"; un mundo en que los viajeros a Minas matan el hastío especulando sobre las posibilidades de encontrar o no matreros en el camino y el autor apunta, con gesto de implícita disculpa, que "cansado del viaje y rendido del madrugón del día anterior me apretó el sueño y SOLO a las ocho de la mañana dí señales de vida..."; un mundo en que "el caserío de la Aguada" se encontraba en los alrededores de Montevideo, en que apenas salidos de la Estación Central "van raleando las casas, y el tren recorre un largo trayecto franjeado a ambos lados por las sementeras de las huertas que median de Montevideo a la Unión".

Pero no sólo un mundo estático, fijado en sus estampas de ciudad y campos, en sus ropas y gestos, en sus imágenes de color y sonido; sino un mundo vivo y animado por los hombres que lo pueblan y que Daniel Muñoz detalla en línea y carácter. Valga el ejemplo de un jugador típico de los carnavales hacia 1870: "el orillero de sombrero gacho, poncho, pañuelo de golilla y en la mano otro, atado por las cuatro puntas, dentro del cual llevaba su provisión de hasta dos docenas de huevos, bastantes para divertirse los tres días. A buen seguro que mi hombre lanzase un huevo a la ventura. Apuntaba como quien va a tirar al blanco, revoleaba el brazo dos o tres veces y si consideraba dudoso el golpe, volvía a guardar su huevo para no malgastarlo". O este otro ejemplo, que supera lo descriptivo para ingresar en el mundo de la narración: el rancho que emerge de la niebla en Una acampada, con la sugestiva imagen de la muchacha de menos de veinte años.

Un mundo vivo también, por las entrelíneas de pasión política y religiosa que lo animan. No abundan en estos Artículos las referencias políticas (aunque las que hay son bien concretas y están enderezadas, casi siempre, contra un funesto Fiscal del Crimen de la época). Pero las alusiones a la polémica religiosa que dividía la sociedad montevideana de entonces son tan notorias y están colocadas por Daniel Muñoz con mano tan deliberada que no es posible pasarlas por alto. Ellas traducen una actitud anticlerical, polémica y satírica, que no sólo ejemplifica el clima del momento (que tan cuidadosamente ha estudiado Arturo Ardao) sino que también ilumina las raíces del pensamiento de Daniel Muñoz. Pero este es otro tema.

Un mundo recuperado en su visión del pasado y del presente, en su placer de la observación y en su apunte satírico, en sus entrelíneas políticas y en su ardor anticlerical: eso es lo que ofrecen para el lector de hoy estos Artículos de Daniel Muñoz. Pero también ofrecen algo más.

Los niveles del estilo: primero

En su citada Historia Crítica (II, pp. 187/88) dice Roxlo: "El estilo, sin embargo, es lo que más vale en aquellos artículos, cuya casticidad, cuyo sabor arcaico, cuyos ricos matices, cuyos variados tonos, cuyas sabrosas burlas y cuya elegancia sin amaneramientos no han encontrado aún verba que los iguale o que los supere". Y a continuación dedica diez páginas de su copiosa obra a la transcripción de pasajes, -purple patches se diría en inglés- en que el arte descriptivo de Daniel Muñoz parece más evidente (al menos para el gusto no muy seguro de Roxlo). Más breve y escaso es aún Zum Felde en su Proceso Intelectual del Uruguay (1930, 1941). En la página 147 de la segunda y reiterada versión apunta: "cultivó especialmente la crónica literaria, género intermedio entre el periodismo y la literatura, distinguiéndose sus cuadros de impresiones y sus artículos de costumbres, -que firmaba con el pseudónimo de Sansón Carrasco-, por la fina sátira y la galanura de la prosa".

El estilo de Daniel Muñoz merece una consideración más detenida. Ante todo, porque es uno de los estilos más viables y elegantes de su época en nuestras letras. Tiene la fluidez característica del gran escritor nato; tiene la funcionalidad esencial que reclama el lector, todo lector. No es un estilo de galeote (para aludir a la imagen divulgada desde Flaubert) y más de un dómine de su tiempo, y del nuestro, lo habría calificado de gacetillero, reservando para sí sin duda las bostezadas delicias de un estilo castigado. Sobre esas dos notas (fluidez, funcionalidad) descansa la eficacia de Daniel Muñoz como estilista. Es directo sin grosería, conciso sin desmedro de la nitidez, elocuente en un plano no meramente retórico, con una elocuencia que se enraiza algunas veces en la observación poética. Su estilo general tiene además una tercera nota: la ironía que se ejerce (como toda buena y sana ironía) no sólo sobre otros sino sobre sí mismo.

Esta última nota, tan ausente de casi todo lo que escribió otro estilista nacional, José Enrique Rodó, da a los textos de Daniel Muñoz una frescura que todavía alcanza al lector de hoy. Leerlo, a pesar de la diferencia de ritmo, a pesar de sus giros castizos (de eficacia tan disminuida ahora), a pesar de la distancia que impone su visión decimonónica. Leerlo no es saltar hacia el pasado. Es sumergirse en lo intemporal literario.

Pero no todo su estilo ha sido respetado por el tiempo. Hay en él un primer nivel fácil, demasiado fácil, en que abunda el retruécano no siempre ingenioso (como cuando apunta que un negro tenía las canas verdes y luego habla de sus verdes años), en que se insiste en juegos galantes en desmedro del verdadero chiste (señala cierta vez que fue despertado de un sueño profundo en que se hallaba en "los brazos de ... no te tapes los ojos, lectora, que no hay que ruborizarse, pues has de saber que esto de los brazos es puramente una metáfora mitológica. Era Morfeo, quien me tenía tan estrechamente abrazado"), en que se suele incurrir en la alusión cursi o en el desarrollo blandamente sentimental (véase la descripción de la llegada del actor Carmona hasta el lecho en que yace su hijo muerto, en la mejor tradición del Ridi, Pagliaccio), en que se naufraga, a veces, en un estilo poético a priori, deliberadamente elevado y pomposo (una vez habla de "las galanuras del paisaje que lo rodea, siempre primaveral bajo este cielo benigno que sólo se nubla por regar con fertilizantes lluvias por los campos, volviendo a sonreír inmediatamente el sol que fecunda los prolíferos senos de la madre común, engarzado en el eterno esmalte azul"; y otra vez apunta: "Ya no hay alboradas de nácar ni tardes de ópalo. Las flores viven con la corola inclinada, llorando las perlas líquidas que antes bebían en sus cálices los rayos juguetones del sol naciente").

Estas defecciones del estilo, estas sensiblerías, son el precio que hay que pagar a la posteridad, lo que Rodó llamaba con frase rotunda el pontazgo del tiempo. En Daniel Muñoz constituyen una parte apenas de su estilo: el primer nivel del mismo.

Los niveles del estilo: segundo

En un plano más profundo es posible encontrar por debajo del estilo funcional ydirecto o despejándose de falsas galas oratorias o pseudo poesía prosaica, el segundo nivel -el verdaderamente creador- el estilo de Daniel Muñoz . La excelencia de ese estilo radica fundamentalmente en la misma característica que ya se ha comentado en este trabajo: en la naturaleza de la visión del escritor. Esa avidez por contemplar el mundo real y por penetrar sus significados, esa pasión por registrar sus matices (una forma, un color, un objeto, un ser humano, un paisaje) y por decir su esencia, son el fundamento del nivel creador de su estilo. Con una agudeza que deriva de Larra y anticipa (en raros momentos) a Ramón Gómez de la Serna, Daniel Muñoz vuelca sus ojos sobre el mundo. Y ve.

Ve "las coles, con sus hojas inmensas y crespas, aljofaradas todavía con las gotas de rocío de la noche; los alcauciles mostrando sus hojas moradas y puntiagudas; los rábanos dispuestos en manojos que parecen un ramo de capullo de rosas; las zanahorias con sus raíces anaranjadas; cortados en tajadas que muestran los zapallos con su cáscara oscura y llena de verrugas, concentran la pulpa amarillentas (...) las cebollas con su cabeza blanca coronada con una cabellera de raíces; las lechugas frescas, rescatando el cogollo, con su alegre color verdeclaro que contrasta con el plomizo de las hojas carnosas de las coliflores. (Repetidas veces pinta esta naturaleza muerta de coliflores y cebollas. En otro texto opone "las hojas crespas de color verdeceniza de las coliflores" a las "carnosas y lacias de las cebollas"; en otro aún, las coliflores, con su color "oscuro y aplomado" son enfrentadas al "verde vivo y chillón de las lechugas").

También ve este ojo otras cosas. Ve "la sarta de pescados colgados por la boca, con los ojos lechosos y apagados, y las aletas plegadas contra el vientre", que lleva la compradora de la mano al retirarse apresurada del Mercado. Ve el desgaste del sol sobre la mercadería expuesta en el Mercado ("las anchoas se derriten manchando el mármol con los sudores oleosos de su carne"; ve la cola de un caballo que vuelve ya del baño, "puntiaguda como un pincel que va goteando"; ve correr en tropel a los cerdos y los describe "con un galopito clavado, como si estuvieran maneados, abanicándose con sus grandes orejas que se movían al compás del galope".

Su visión se enriquece de seres y momentos. Una vez es Dalmiro Costa, pianista precoz, que Daniel Muñoz evoca en un tono entre sentimental e irónico en un excelente artículo; allí lo fija para siempre, ejecutando una música sencilla y tierna y "conjuntamente con la música, parece que muere Dalmiro, los ojos en blanco, el rostro pálido, agitando todo el cuerpo con un temblor nervioso, y entreabiertos los labios como próximos a exhalar el último aliento". Otra vez es apenas la visión de un instante encerrada en una frase de seis palabras: el mismo Dalmiro Costa, ya marcado por los años, "entrecano, entrecalvo, entre mozo y viejo", con el que se encuentra en lo de Mousqués.

En una última prueba de su poder de observación llega Daniel Muñoz a la metáfora que arroja (generoso e impremeditado en sus hallazgos) en las páginas vivas de sus Artículos. Aquí apunta la salida de los profesores de la orquesta, "llevando los unos los féretros negros de los violines, y los otros las trompas y fagotes cuidadosamente abrigados dentro de fundas de género"; más allá, advierte que en el depósito de pianos y harmonios descuella "un inmenso glyptodon de concha de carey negro, un Steinway de cola, mostrando la ancha dentadura del teclado". Otra vez es la aurora lo que el ojo ve: "Las estrellas se borran del cielo como lavadas por la gran esponja amarilla oculta todavía tras el horizonte". O el sol abrasador que "desciende como un globo rojo, desprovisto de todos sus rayos, como si los hubiese dejado clavados en la tierra. Parece una almohadilla sin alfileres".

Entre 1882 y 1883 Daniel Muñoz escribió los Artículos que lo incorporan definitivamente a nuestra literatura y leaseguran en ella un lugar destacado. En sus páginas la prosa periodística alcanza categoría literaria indiscutible. Una visión penetrante y original da fundamentos a esa prosa y la sostiene hoy, a más de setenta años de distancia, con un vigor y una comunicabilidad que no alcanzaron prosistas y poetas coetáneos de más noble ambición y menor potencia creadora. Así enfocado, el caso de Daniel Muñoz adquiere proporciones ejemplares."

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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