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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Vanidad, creación y muerte en el "Diario" de Virginia Wolf"
En Marcha, Montevideo, nº 760,22/04/1955.
p. 20-21.

(*) Virginia Wolf: Diario de una escritora (A Writer's Diary). Traducción de José M.Coco Ferraris. Buenos Aires, Editorial Sur, 1954. 323 pp. La edición inglesa ha sido publicada por la Hogarth Press (London, 1953, 372 pp.) que ella misma fundara con su marido en 1917. Hay un interesante comentario de este libro por Victoria Ocampo: Virginia Woolf en su Diario (Buenos Aires, Editorial Sur, 1954). De él se dio noticia ya en Marcha (Nº 727, julio 9, 1954).

El Diario de una escritora es sólo un fragmento de la vasta obra que fue creando Virginia Woolf a lo largo de sus días: una parte editable de los 26 volúmenes (uno por cada año) que cubrió, con sus nerviosos trazos, entre 1915 y 1941. La parte que se refiere a su actividad de creadora y de crítica, la parte que la muestra emergiendo de la faena (peor que parto, dice) de cada nuevo libro, agotada y temblorosa, sin jugos como naranja exprimida, incapaz de soportar la tortura de ser leída y juzgada y analizada; la parte de ella que vivía en la creación y para la creación. Por esos su marido y editor, el penetrante Leonard Woolf, advierte que la imagen de la escritora que ofrece este libro singular, es casi caricatura.

Ya el diario (como creación autobiográfica) suele presentar un solo lado de la personalidad: el azaroso lado de sombra. (No escribimos diarios cuando nos sentimos felices.) A esa inevitable tendenciosidad del género hay que agregar aquí todas las supresiones, todo lo que ha quedado inédito para no herir la susceptibilidad de los vivos o la memoria de algunos muertos, para no descubrir a ajenos lo que más vale en dejar en silencio. (La relación con su padre es uno de los temas más soterrados, más fascinantes.)

Sí: un fragmento del ser Virginia Wolf; un fragmento tendencioso y especializado, incompleto (por definición). Pero qué irresistible y qué revelador. Qué absorbente y dominante. Y cómo a través de él, a través delo que dice y lo que sugiere, de lo que obstinadamente calla e involuntariamente revela, se pueden alcanzar otros fragmentos, otras visiones de la provocativa,. De la discutible, de la patética, Virginia Wolf. Aún a riesgo de errar, aún con la conciencia de lo incompleto y de lo desconocido, cómo resistir a la tentación de reconstruir (con la parte emergente a la vista) el resto de esa personalidad sumergida, cómo evitar la reordenación -tal vez demasiado personal y arbitraria- tal de las notas (algunas notas) que tan vivas e intensas yacen todavía entre las páginas de ese libro. Aún sabiendo que es posible equivocarse y que la imagen ofrecida es parcial. Es caricatura.

Primer círculo: la vanidad

Al releer su primer novela, The Voyage Out (1915),anota Virginia Woolf en su Diario (febrero 4, 1915): En conjunto me gusta considerablemente la mentalidad de la joven. Qué galantemente toma partido -y a fe mía, qué don para la pluma y la tinta. Sí, es de ella misma, de Virginia Wolf, joven de 33 años, que está escribiendo. El aplauso se trueca en autocomplacencia, en vanidad pueril, expuesta sin rebozo. No es ésta la única nota en que Virginia explaya el deleite que le provoca su propia obra. Hay muchas más. No faltan, es claro, aquellas otras notas lúgubres en que denuncia sus fracasos y se lamenta sin pausa de sus limitaciones. Pero lo que la primera mirada superficial registra es la vanidad. Cómo me interesó a mí misma, apunta otro día. Ese interés por sí misma por su obra literaria, por su puesto en la literatura inglesa contemporánea, por el éxito de sus contemporáneos inmediatos, contamina casi todas las horas de este Diario, asoma en cada vuelta de página y (con uno u otro disfraz) está detrás de muchas de sus mejores reflexiones.

Ningún creador puede tragar a un contemporáneo, apunta rápidamente en abril 20, 1935, después de recordar un juicio adverso de Lytton Strachey sobre su facultad de análisis. Como para dar fe de esta afirmación contundente deja caer en las páginas del Diario sus objeciones a los más ilustres de sus colegas, desde Catherine Mansfield (escribe mal, es superficial) hasta James Joyce (el Ulises le parece un libro analfabeto, maleducado) o Aldous Huxley (Pount Counterpoint es crudo, está mal cocinado).Su franqueza (redacta notas personales que nadie presumiblemente leerá) la lleva a reconocer que envidia a Lytton Strachey o a T. S. Eliot: Cuando Desmond (McCarhty) elogia East Coker, y me pongo celosa, paseo por los bañados diciendo: Yo soy yo. Esta sensibilidad herida, estos celos, esta capacidad de estar siempre especulando sobre sí misma, sobre su fama, es mera vanidad, es claro. Pero cómo duele y cómo enferma, cómo espolea.

Cada tanto, cuando está por publicarse un nuevo libro o cuando vacila en momento de crear otro, inquiere sobre su lugar en las letras contemporáneas. Es curioso seguir la huella de esa valorización objetiva intentada por ella misma. Al principio (marzo 6, 1921) parece conformarse con ser conocida; poco después se fortalece advirtiendo que recibe bastante consideración (febrero17, 1922). Pero esto no bastará. Habrá que pasar por tres etapas, como cuando se siente calificada como una "interesante" novelista (no como "grande", todavía) o en que ya se reconoce como "Famosa" y descubre que la fama es vulgar y un estorbo (mayo 4, 1928), pero no deja de anotar cada opinión favorable y de analizas las agonías que desata una palabra de censura. Y habrá otras etapas aún: cuando sienta que su poder creador declina y se vea vieja y gastada y enferma, y sufra los ataques de una nueva generación irrespetuosa, o las corteses, evasivos, silencios de sus mejores amigos ante la nueva obra. Entonces creerá fracasar y elaborará, para sobrevivir, una teoría que la muestra como una rebelde, como fuera del juego literario, no compitiendo, consiguiendo así excusa para no perder, para no ser postergada, para no tener que asimilar el silencio ofensivo.

En ningún momento de su carrera literaria (cíclica, porque cada salida la devuelve al punto de partida) es esta agonía de la opinión ajena más evidente que cuando se prepara a lanzar un nuevo libro. El sufrimiento es entonces intolerable. No puede vivir sino pensando en las reseñas críticas; aparta la vista cuando pasa por el cuarto en que se encuentran los paquetes de los libros que serán enviados a los críticos. Se aferra al Diario para fortalecerse: anota en él sus propósitos de no atender a los juicios adversos, de continuar su obra impávida. Pero no puede escribir una sola línea y debe esperar como una condenada. O, como ella misma dice en setiembre 22, 1931, como la liebre, a millas de ventaja de los sabuesos, mis críticos. A millas de ventaja, pero, en realidad, puesta por ella misma en sus fauces y entregada sin defensas al sacrificio.

Una censura se hunde en la carne y la hace vacilar: un día (diciembre 4, 1930) lee en el Times Literary Supplement una palabra de leve mofa y decide alterar completamente The Waves, su mayor intento novelesco y en el que trabajaba desde hace años; unas palabras de elogio de Lytton Strachey (cuyo juicio temía y no siempre se atrevía a pedir) la ponen fuera de sí y se olvida de comprar café y recorre el puente de Hungerford, agitada y vibrante. Ese miedo al juicio ajeno, a la exposición pública de sus defectos (reales o imaginados por el crítico), algo que ella llama ser expuesta como payaso, calaba tan hondo que se convierte en enfermedad: crónica e inevitable, de diagnóstico seguro y evolución previsible hasta en el menor detalle. La edad no trae la sabiduría. Apenas sí trae un elemento patético más al dejar descubierto a la invalidez de esta espléndida escritor ante la menor palabra de censura o elogio.

Una egoísta, demasiado interesada por sí misma, enfermizamente preocupada de su reputación y de su fama, celosa del éxito de sus contemporáneos (amigos o desconocidos), neurótica y excesiva. Sí todo eso. Pero no sólo eso. Este es el primer círculo, el más superficial, el más olvidable, de los que describe este Diario terrible. Por eso, cuando se encuentra uno en sus páginas frases engendradas por la amargura y la soledad (nadie se ocupa de los demás; no puedo soportar a mis semejantes), debe pensar que son el producto de una zona del espíritu de Virginia Woolf: de esa zona superficial y llagada de su ser, expuesta inevitablemente al contacto más áspero y a la incomprensión. Pero la piel únicamente del ser entero que yace más profundo.

Segundo círculo: la creación

Si este libro sólo fuera el registro de las torturas de Virginia Woolf ante la opinión ajena tendría seguramente un gran valor para el sicoanalista pero no interesaría más que lateralmente al crítico. Pero es, por encima de todo, un extraordinario testimonio sobre la creación literaria: uno de los más extraordinarios que posea la literatura occidental desde las cartas de Flaubert. Porque Virginia Woolf huye sobre todo un creador, un ser que no podía no crear, para quien crear era como una condena inevitable (hay que oírla, ya envejecida, implorando a seres instalados dentro de sí misma que no la obliguen a crear un libro tan agotador como The Years). De ella pudo haber dicho Hegel lo que dijo de los filósofos: El que está condenado por Dios a ser un creador.

Porque era un creador, vivió siempre la desgarradora experiencia de ser habitante simultáneo de dos mundos. O para repetir sus palabras: el esfuerzo de vivir en dos esferas: la novela; la vida; es una tensión. Y de ese esfuerzo, del tránsito brusco o preparado, de un mundo a otro hay abundantes ejemplos en este Diario. Hundida: en la creación de un mundo novelesco absolutamente personal (no un facsímil de la realidad, sino la realidad comprimida, esencializada, despojada de lo adventicio y no significativo); espoleándose por todos los medios posibles para llegar a esa excitación, ese calculado frenesí, en que la realidad novelesca empieza a tomar cuerpo y fluye, incontenible, transformada en palabras, en imágenes, en ritmos: tiranizándose para ser verdadera y no resbalar sobre la frase hecha, la anécdota contada, la observación de segunda mano. Virginia Woolf emergía súbitamente de ese mundo de la palabra para chocar contra la realidad cotidiana. Cada acto (hundirse, emerger) es un combate que deja huellas y que, en su frágil naturaleza, significa dolores de cabeza, náuseas y, a veces, el peligroso orillar en la locura.

Pocos escritores han podido declarar con tanto acierto, con tan desnuda elocuencia, ese combate incesante. Lo que Rodó en las huellas de Flaubert llamó la gesta de la forma, pero mucho más todavía: no sólo el combate moroso y bizantino con la palabra, sino la lucha cuerpo a cuerpo con la realidad, con la visión interior, que acompaña sin pausa al artista y que se superpone casi siempre a su visión normal. En este Diario describe Virginia un paseo por los alrededores de su casa de campo en Rodnell con su marido y concluye:Leonard vio una gris ave heráldica; yo sólo vi mis pensamientos (febrero 11, 1940).

Por eso cuando la guerra llega y está entregada a la composición de su Roger Fry: A Biography puede escribir (setiembre 10, 1938): No siento que la crisis sea real -no tal real, al menos, como Roger en 1916 en Gordon Square (su casa de soltera en Londres), sobre la que he estado escribiendo. No. No se trata del intelectual encerrado en su torre de marfil (como habrá de verse luego) sino del artista encerrado inescapablemente en la órbita de su visión, casi un místico o un médium -como ella misma apunta en algún lado-, para emerger de allí no con las manos vacías sino con la cosecha de su obra: un nuevo mundo, una realidad interpolada por el esfuerzo y su agonía en la realidad de todos.

Porque se trata precisamente de eso: otra realidad. Quienes se enfrentan a las novelas de Virginia Woolf y protestan porque no pueden reconocer en ellas la realidad cotidiana que un Arnold Bennett o un Theodor Dreiser o un Blasco Ibáñez les ofrece están especulando no con la realidad que a todos nos envuelve sino con una forma (la naturalista) de ofrecer literariamente la realidad. Y Virginia Woolf pertenece precisamente a ese gran impulso de renovación de la novela contemporánea que intenta apresar otras zonas de la realidad que las caben, en su inventario de sastrería o en los contratos de arrendamiento.

En uno de sus libros de ensayos, en el provocativo A Room of One's Own (1929), se ha preguntado Virginia Wolf: ¿Qué es la realidad? Y ha contestado: Parecería ser algo muy errático, muy poco de fiar -que podría encontrarse ora en un camino polvoriento, ora en un pedazo de diario en una calle, ora en un narciso al sol. Ilumina un grupo reunido en su cuarto o marca algún dicho casual. Lo abruma a uno cuando camina de vuelta a casa bajo las estrellas y convierte el mundo del silencio en algo más real que el de la palabra -y también está allí en un ómnibus detenido en el fragor de Piccadilly. A veces, asimismo, parece morar en formas demasiado alejadas de nosotros para que podamos discernir qué naturaleza tienen. Pero cualquier tema que toque, lo fijan y hacen permanente. Eso es lo que permanece cuando la corteza del día ha sido arrojada sobre el seto: eso es lo que queda del pasado y de nuestros amores y nuestros odios.

En realidad, que el escritor penetra mejor que nadie (según apunta ella misma a continuación) es la realidad esencial de la visión del poeta: la realidad de las cosas despojadas de sus accidentes y liberadas del tiempo. A la exploración de esa realidad que subyace lo interno dedicó todo su arte y toda su sensibilidad y toda su visión Virginia Wolf. Por eso (salvo en algunos intentos primerizos poco exitosos) rehusó reconstruir la realidad a partir de lo puramente anecdótico; por eso de despojó de argumentos y de intrigas y en sus mejores novelas se limitó a contrastar dos destinos que se cruzan un mismo día (Mrs.Dalloway, 1925), o un momento del tiempo visto desde tres perspectivas distintas y complementarias (To the Lightouse, 1927), a los monólogos de seis personajes que viven y evolucionan inmersos en una realidad temporal cuyo fluir incesante encuentra su mejor símbolo en el oleaje (The Waves, 1931).

Casi sin personajes ni anécdotas, sin progresión dramática, ni peripecia, Virginia Woolf creó un orbe personal y coherente, una realidad que no por estar esencializada es menos real que la de los novelistas de la topografía y las artes aplicadas, de las enumeraciones y los diálogos fonográficos, de las estadísticas y la ficha antropométrica. Esa realidad es el producto de una visión, agudísima, desintegradora y penetrante, de la realidad cotidiana, -como ha demostrado magistralmente Erich Auerbach en el último capítulo de su Mimesis (México, Fondo de Cultura Económica, 1950).

Que para llegar a esa creación, partió Virginia Woolf de experiencias personales únicas es lo que documenta ahora este Diario. Porque se trata de algo distinto a una resistencia a la vulgaridad de la novela naturalista (como parecían creer algunos enemigos) o a una irremediable tendencia poética que ella misma descubría y analizaba en su naturaleza. Se trata de una mirada que ve en la realidad cotidiana algo más que lo que ella ofrece al hombre corriente: una mirada que penetra como en trance místico la realidad: algo que veo ante mí (escribe en setiembre 10, 1928): algo abstracto; pero que reside en los downs o en el cielo; ante lo cual nada existe; en lo cual descansaré y continuaré existiendo. Realidad lo llamo. Y me imagino a veces que es la cosa más necesaria para mí: lo que busco. Pero ¿quién sabe? ¿apenas se toma la pluma y se escribe? Qué difícil es no ir convirtiendo en realidad esto o aquello, en tanto que es una sola cosa. Ahora bien: tal vez es éste mi don: esto tal vez lo que me distingue de otra gente: creo que es raro tener un sentido tan agudo de algo semejante -pero de nuevo ¿quién sabe? Me gustaría expresarlo.

Es esa visión -tan única y personal, tan verdadera (como las montañas de Persia que ve al atravesar Russell Square un día de 1926), tan difícil de resumir en sus argumentos- lo que yace debajo de sus novelas: es su realidad poética y visionaria. Porque la mujer que escribe estas notas es una visionaria: una visionaria que ha conseguido traspasar sus visiones del mundo real al mundo poético de sus novelas, hasta que lo visionario (explica en julio 19,1937) se convirtió en parte de la vida ficticia, no de la real. Pero esa visión no carece de forma: es una visión trasmutada en arte y para el arte es sobre todo la ordenación de la realidad. La creación ordena al mundo y le da significado (descubre alborozada un día de 1934). Y su misma preocupación por la forma garantiza la responsabilidad estética de su visión, la sienta en un mundo en que el tiempo fluyente, rescatado de la destrucción por la eternidad de la creación. Como en Marcel Proust (al que leía con admiración y sin envidia), rescata en sus novelas el mundo de las garras del tiempo; pero a diferencia de él, no va a buscar en el pasado los instantes maravillosos de eternidad, sino que hunde su mirada visionaria en el instante y lo ve, rico de pasado y de futuro, inmóvil y a la vez fluyente, con todo el peso de lo eterno en su instante de fugacidad.

Tercer círculo: la muerte

Hay un tercer círculo dentro de éste: el de la vida o, si se quiere, el de la muerte. A medida que crecen los libros y se anota trémulamente las oscilaciones de la fama, a medida que los volúmenes se acumulan y se visitan países y se anotan conversaciones y se comentar libros, un proceso se cumple inexorable: la Vida. O el crecimiento de la muerte en cada uno (que es lo mismo). Tenía una sensibilidad exacerbada para registrar las etapas de ese crecimiento. Cada 25 de enero (días antes, días después), su Diario inserta alguna alusión al cumpleaños; pero no un mero registro de tiempo que pasa sino una anotación de lo que trae y quita cada año: el tiempo pesando sobre la cabeza de Virginia, el tiempo manifestado en la cara que no quiere asomarse al espejo y que rehusa con fastidio ser fotografiada, el tiempo dicho en la cada vez menor resistencia al dolor de cabeza o en los ojos que duelen y necesitan de lentes para leer o en la irritabilidad que produce el mundo cotidiano. Ese tiempo que devora al mundo todo, devora cada día este libro de Virginia Wolf. Hoy es un amigo que muere y ella anota, sin comentarios, que era dos o tres años menor; mañana es la obra de un joven novelista que lee obligada y que por su sola presencia decreta la inanidad de muchos de sus experimentos anteriores; otro día es el reconocimiento de que se acerca la edad crítica o de que sea ha perdido un diente o de que es más difícil vencer la tentación del sueño.

No hay barato patetismo en estas anotaciones, ni hay una queja universal o plañidera. Hay algo más grave: hay auténtico dolor, soledad y sufrimiento sin remedio. Porque esta mujer que fue tan hermosa siempre, que pasó de la severa tutela de un padre rico y culto a la de un esposo solícito, que fue siempre feliz en su matrimonio, que conoció pronto el mayor éxito como crítico y como novelista; esta mujer que pareció siempre rodeada de cariños y de cuidados (tal vez demasiado rodeada), cuya conversación era vibrante y cuyo contacto se buscaba con avaricia, esta mujer fue siempre desdichada. No porque no pudiera sentir la felicidad o entregarse, en horas de expansión, a la risa (como han testimoniado tantos amigos), al más cálido contacto humano. Sino porque su sensibilidad, esa misma cualidad que la hacía tan magnífica como creadora, la dejaba completamente desamparada ante el mundo.

No pudo tener hijos. En el Diario es una nota constante, aunque discreta, esa soledad esencial. Una vez habla de los ojos (los anchos y tristes ojos lacustres) de una mujer sin hijos; otra vez, de su hermana Vanessa y de cómo se completa y prolonga en sus hijos. Y aunque alguna vez se diga orgullosa que su creación vale bien por los hijos de otros o se felicite de no estar estorbada de hijos, el tema (se ve) ha dejado huella honda en ella. La creación es, en este sentido, como un sucedáneo.

La sociedad vigilada y protegida en que vive, entregada a su creación, levantándose en las primeras horas del día (envuelta en su salto de cama y sin arreglarse) a proseguir la obra comenzada, a volcarse como fanática en ese otro mundo visionario de su ficción, esa soledad está hecha de algo más que de la ausencia de hijos: está hecha de la constante amenaza de la locura. Aunque el Diario no sea tal vez demasiado explícito, algunas alusiones sobrenadan. Una vez (octubre 6, 1934) recuerda qué cerca estuvo del suicidio en 1913 y menciona otra nueva instancia, después de componer To the Lighthouse en 1927, de la que no hay rastros en el Diario publicado. Toda la inteligencia y la sensibilidad y el apetito creador de Virginia Woolf lucharon contra esa enfermedad, contra esa locura que se instalaba subrepticiamente en su ser. En 1936 (entre abril y junio) hay una nueva crisis de la que emerge con la seguridad de no haber estado nunca tan cerca del precipicio. Véase la fecha: en junio de 1936; es decir, poco más de un mes antes de que el estallido de la guerra civil española pusiera al descubierto la endeblez absoluta del mundo sobre el que había construido Virginia Woolf su universo de ficción y de vida: el mundo de Bloomsbury, culto y liberal y agnóstico, que había heredado de su padre Sir Leslie Stephen y que ella y su grupo habían pulido y perfeccionado como una rara flor de arte.

Poco después, el Diario, este Diario incompleto de una escritora, empezaría a llenarse de notas sobre el fascismo y sobre Hitler, sobre los patéticos refugiados de Bilbao que atraviesan el barrio, sobre el chantaje de Munich, sobre Danzig bombardeado, sobre la guerra inevitablemente declarada. Virginia Woolf lucha entonces con dos libros: la biografía de su amigo, el crítico de arte Roger Fry, y una novela breve, Between the Acts, en que experimentaba una vez más con el Tiempo y con la transcripción poética de la Realidad. Salía del mundo ficticio parta entrar en las agonías del mundo real o escapaba de los bombardeos de Londres y del incendio de sus posesiones para sumergirse en el universo, ya clausurado, que contemplaron los ojos de Fry o que convocaban los movimientos de sus creaturas en la novela. La tensión de crear y la tensión de vivir eran demasiado. Virginia había concertado con Leonard que si los alemanes invadían Inglaterra, se suicidarían juntos: cuando algún avión nazi aparecía en el cielo se acerca a Leonard, así (anota) podrían eliminar dos pájaros de un tiro. Pero esos expedientes no hacían sino agudizar más la tortura, prolongarla sin alivio. Sentía (en los momentos en que podáis sentir con más pureza) que la vida ya no tenía futuro, que se encontraba con la cara contra un muro. Terminó todavía el libro sobre Fry; y terminó la novela (al menos en una primera cuidadosa redacción)y unía, eligió para su paseo habitual en el campo la rivera del ríos Ouse. No volvió: en las orillas del río encontraron el bastón que siempre la acompañaba en sus paseos y en la casados notas: una para Vanesa y otra para Leonard. La de éste decía: Estoy segura de que me estoy volviendo loca de nuevo. Siento que no podremos volver a pasar otra de esas experiencias. Y se no se recobrará otra vez.

En su Diario había escrito, cuatro días antes, la última anotación. Allí señalaba su propósito de no practicar la introspección y recordaba la frase de Henry James: observa perpetuamente: se proponía algunas tareas (leer libros de Historia en el Museum, elegir una figura dominante en cada época y escribir en torno suyo y acerca suyo): decía, se decía: la ocupación es esencial. Pero en el mismo texto, u como si también tuviera el mismo sentido estimulante y optimista, había escrito: Me hundiré con todas las banderas desplegadas. Y eso fue lo que supo hacer".

E.R.M.

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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