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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Oportunidad y riesgos de una nueva interpretación de Horacio Quiroga"
En Marcha, Montevideo, Nº 759, 1955.
p. 20-21

Ya la escribió Quiroga

Su madre lo llevaba en brazos el día en que, al bajar de un bote con un fusil en la mano, el arma se disparó y su padre cayó muerto; era todavía un niño cuando acudió, corriendo, al cuarto en que acababa de matarse (un tiro de escopeta en la boca) su padrastro; y en plena bohemia juvenil, enseñando a un amigo y colega el manejo de una pistola que creía descarada, disparó el arma matándolo. Esas muertes, escalonadas en los primeros veinte años de la vida de Horacio Quiroga (y que tanto y tanto han sido glosadas) no son las únicas: son las primeras, las avanzadas de una familiaridad trágica con la muerte y con el horror de la muerte, que le estaba destinada. Porque Quiroga debía conocer todavía la muerte de su mujer (suicida por violento amor y por apasionamiento malcriado) y la muerte por mano propia, al descubrirse (ya viejo y gastado por la vida) enfermedad incurable de cáncer.

Ese abusivo comercio de Quiroga con la muerte da a su biografía un sello singular: la forma y, en cierto sentido, la define. Es la vida de alguien que no puede no sentir el horror pleno de vivir a término y la sugestión de un acecho; es la vida de quien debe plantearse, día a día, el significado de su destino. Poro eso es, también, una vida que se ofrece a la meditación del biógrafo como ordenada y compuesta de antemano: escrita con sus días por el propio Quiroga.

Los primeros, desde hace mucho

A su muerte en 1937 dos de sus amigos de infancia y juventud, los doctores Alberto J. Brignole y José María Delgado, empezaron a preparar la primera redacción de su biografía, esa Vida y Obra de Horacio Quiroga (Montevideo, Claudio García & Cía, 1939) que encerraría una visión amistosa y hasta fraternal del gran escritor. Para contarla sólo debieron seguir el hilo trágico; pero no buscaron el horror; quisieron dar algo más que el lado de sombra y rodearon la evocación de la plena inquietud juvenil y de la novelización (no siempre feliz) de algunos episodios eróticos con ingenuo e intacto entusiasmo. Dieron un Quiroga sin demonio, un Quiroga que escribía cuentos de horror pero que no los vivía hasta las raíces; dieron su Quiroga.

El libro es material inagotable de anécdotas menores y de testimonios de primera mano; contiene también documentos (aunque no editados con rigor de eruditos) y reproduce cartas y frases felices. Su importancia es indiscutible; también lo son sus limitaciones como interpretación cabal del hombre interior y como análisis de su obra literaria. De aquí que cada día parezca más insuficiente y despierte el deseo de acometer una vez más la empresa de convocar a Quiroga.

Escila y Caribdis

La tentación de la empresa no puede ocultar sus riesgos. Quiroga murió en 1937; muchos de los que lo acompañaron en su afán están vivos aunque dispuestos a venerar su memoria, no siempre dispuestos a que ésta se analizada con objetividad y desapasionamiento. Y es el hombre profundo el que interesa en Quiroga; no la imagen convencional del desterrado voluntario o del hirsuto insociable. Sino la visión profunda del hombre que abandona su blando destino y corre a hundirse en la selva para extraer de ella un mundo mágico de pasión y dolor; ese hombre que (en la visión de H. A Murena), elige sartrianamente su destino de sacrificio personal, de inmolación, de horror y miedo no mitigados.

Para llegar a él hay que saltar por encima de susceptibilidades corrientes, de respetos convencionales de la sociedad. Para hundir la mirada en su ser demoníaco hay que no temer a los custodios del qué dirán. No porque haya en Quiroga ninguna elaborada inmoralidad (como en Gide o en Sade); sino porque en su pasión de hombre, Quiroga se enfrentó a seres los amó y también los destruyó o fue destruido por ellos; y de ese combate sin tregua extrajo una obra singular, terrible, cuya trayectoria en la carne no puede relevarse sin dolor.

No es eso todo: también hay que rastrear (trasladándose al otro extremo del orbe emocional) con infinita paciencia su huella humana y literaria, perdidos muchos cuentos en revistas y periódicos, desordenadamente coleccionados otros, extraviadas las líneas de su evolución en la ausencia de una rigurosa cronología de la obra literaria. Y hay que seguirlo no sólo en Salto o en Montevideo o en Buenos Aires: hay que seguirlo en París o en las Misiones, hay que seguirlo en la piedra trabajada por el hombre y en la selva. Para recrear así no una mera figura que se mueva y hable como Quiroga, sino un ser entero que viva y sufra y cree. Porque sobre todo se trata de eso: de mostrar las raíces en que se hunde su creación.

La empresa es verdaderamente tentadora. Y difícil.

No dice nada nuevo

Un joven argentino, Pedro G. Orgambide, acaba de intentarla. Su libro: Horacio Quiroga. El hombre y su obra (*) es breve y sigue el hilo biográfico ya dispuesto por el destino. Pero no es una biografía cabal y tal vez ni siquiera lo pretenda. A lo dicho por Delgado y Brignole, o por posteriores investigaciones uruguayas, no agrega nada. Es decir: Orgambide no se acerca a Quiroga (a los papeles en que yacen las huellas de su peso, a los periódicos en que se alude a él o se reproducen sus colaboraciones, a la memoria todavía viva de los que lo conocieron) para enriquecer nuestro conocimiento material de Quiroga. Por el contrario, aprovecha lo que ya han realizado otros investigadores y críticos; con ejemplar cortesía reconoce desde una nota preliminar o desde puntuales llamadas su deuda y agradecimiento.

Pero hay más: no sólo no contiene datos nuevos el libro; ni siquiera utiliza algunos importantes que investigaciones posteriores a Delgado y Brignole han exhumado.

Es cierto que incorpora a su texto pasajes del Diario de viaje a París, inéditos hasta 1950; y que se vale también de los fragmentos de la correspondencia privada con los amigos más íntimos que Número exhumó el mismo año. Pero no parece conocer el Archivo del Consistorio del Gay Saber del que se hace caudal en un extenso estudio de la misma revisa (Número 15/17, 1951). Del material explotado por Delgado y Brignole toma sólo una parte; reduce mucho la narración biográfica o el relato de su vida literaria en Buenos Aires, y pasa, con rapidez, sobre los conflictos emocionales de su segundo matrimonio que los primeros biógrafos trataron in extenso y con ejemplar valentía.

En su desdén del dato erudito preciso, llega Orgambide a preferir la fecha de 1879 (errónea) como la de nacimiento de Quiroga, en vez de los 1878 exactos que dan ya sus primeros biógrafos. Una investigación cuyos resultados se publicaron en MARCHA, y con testimonio facsimilar del acta de bautismo, ha aclarado definitivamente el punto (v. Nº 611, Montevideo, febrero 15, 1952).

Quiroga adentro

La explicación de estas aparentes omisiones o descuidos está en la actitud crítica de Orgambide. El joven escritor argentino ha buscado interpretar a Quiroga: no ha querido competir con los primeros biógrafos en la narración completa de la vida y análisis exhaustivo de la obra. Ha querido ver qué es Quiroga, como hombre y como creador, en un esfuerzo de visión unitaria y profunda que se pasea sintéticamente sobre los años de su vida y de su obra. Por eso persigue detrás de las máscaras sucesivas que los días imponen al hombre el rostro único: ese rotro que no borran sin los sufrimiento ni las escasas alegrías. Ese rostro definitivo que subyace los accidentes y que se llama destino.

Un esfuerzo similar había sido intentado años antes por el crítico argentino H. A. Murena en un artículo de La Nación de Buenos Aires que ahora recoge su libro El pecado original de América (Buenos Aires, Editorial Sur, 1954). Murena veía en Quiroga el peso del destino elegido y presentaba su ejemplo junto al del novelista Roberto Arlt, bajo un título común: El sacrificio del intelecto. Aunque la interpretación de Murena sea, en el mejor sentido de la palabra, tendenciosa ya que (como su maestro Sartre con Baudelaire) utiliza a Quiroga para ilustrar sus más nocturnas especulaciones americanistas, su impacto es indudable y la huella del mismo puede observarse en muchas páginas de Orgambide. (En el prólogo mismo apunta éste: Creo que él era para sí una fatalidad. Y en otros lugares invoca el destino preparado por él mismo.)

Algunos resultados

Por eso, Orgambide puede prescindir de investigaciones eruditas complementarias y lee la vida y la obra de Quiroga para descifrar en su escritura la señal profunda de un destino. Ese destino trágico está analizado en la actitud ante el amor, ante la muerte, ante la creación literaria, ante la sociedad y la lucha social, que tuvo el escritor misionero. Es en esos temas en donde muestra el joven crítico argentino su comprensión verdadera de Quiroga. Podrá reprochársele que no siempre sea feliz en su formulación del concepto o que revele tal vez lecturas ajenas demasiado recientes y no totalmente asimiladas. Pero se ve casi siempre justo.

Ve el conflicto que se instala en el escritor entre el caos emocional y el esfuerzo por la objetividad (ya analizada al detalle por otro crítico); ve en Quiroga el lado nocturno que alimenta la figura visible y da sentido de riesgo definitivo y pasión a la obra; ve su entrega total y casi religiosa al amor, algo más que una urgencia o un hábito elegante; ve (y repite con palabras de la correspondencia íntima de Quiroga) el planteo social que su comercio con el ambiente misionero le hace alcanzar; nítido, realista, sin falsas ilusiones de discurso de comité o consignas de partido.

Por ese esfuerzo de mostrar en unas páginas esenciales del hombre Quiroga (el ser humano y el creador) es que el libro vale y supera deficiencias ya anotadas; por la honestidad con que se enfrenta al tema y trata de abarcarlo en su diseño esencial.

Un Quiroga argentino

El libro tiene otro mérito adicional: es un intento de revalorizar la figura de Quiroga desde la otra orilla. No han faltado admiradores y apologistas argentinos de Quiroga. Pero casi todos eran hombres de la generación anterior: la generación que se educó leyéndolo y no lo tuvo de maestro. (El más ilustre, Ezequiel Martínez Estrada, debe todavía un análisis exhaustivo de quien fue no sólo su amigo sino su "hermano mayor"; ysi no ha cumplido todavía esa deuda debe ser por la magnitud de la empresa.) A la muerte de Quiroga, con nuevos modelos literarios y una moda que no toleraba su estilo descarnado y su mirada inquisidora, su obra cayó casi en el olvido. Sólo en el Uruguay se mantuvo vivo, aunque vacilante, su culto.

Poco a poco se ha ido reaccionando. Ya en 1950 se pudo escribir en Montevideo que la obra de Quiroga parecía la más actual de la generación del 900, la generación de Rodó y Herrera y Reissig. En la Argentina misma otros jóvenes (Solero, Viñas, Ghiano) escribieron con conocimiento y respeto; Murena vio en Quiroga un ejemplar americano. Y esta biografía interpretativa de Orgambide viene a completar el movimiento argentino, a llamar la atención sobre una figura que aunque ligada por su nacimiento y sus orígenes literarios a nuestra tierra pertenece indiscutiblemente también a las letras argentinas a las que dio no sólo cuentos y novelas sino un magnífico ejemplo de probidad literaria.

En este sentido puede interpretarse la aparición del libro de Orgambide como un síntoma más del interés que la más reciente generación literaria argentina manifiesta por su obra. Que es síntoma también de otro movimiento contrario (reacción contra el borgismo y la literatura del grupo de Sur) es cosa que habrá de examinar, con más espacio, en otro momento.

(*) PEDRO G. ORGAMBIDE. HORACIO QUIROGA. El hombre y su Obra. Buenos Aires, Editorial Stilco graf., 1954. 170 pp.

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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