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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Presencia de Mark Twain"
En Marcha, Montevideo, nº 379, 16/05/1947.
p. 14.

Mark Twain: La vida en el Misisipi (Life on the Mississipi). Traducción de Carlos María Reyes. Buenos Aires, Emecé Editores, 1947. 447 págs.

"Una larga discusión se ha formado en torno de la obra de Mark Twain. Con ella se pretende resolver si el autor de Tom Sawyer y de What is Man?, de The Mysterious Stranger y de A Tramp Abroad, es un artista o un mero escritor de éxito. La pasión y el temperamento de cada crítico, tanto como sus convicciones estéticas, han orientado o desviado el debate. A la ingeniosa e improbable interpretación de Van Wyck Brooks (The Ordeal of Mark Twain, 1920) que propone un artista amargado y vencido por la mediocridad del ambiente, se opone la del robusto y violento Bernard DeVoto (Mark Twain's America, 1932) que ofrece la imagen de un artista popular, intenso, irregular, disconforme, inquieto, feliz. Un eco de esa polémica ya histórica puede encontrarse en el libro quinto (capítulos IV-V) de la Story of American Literature, donde el exigente Ludwig Lewisohn casi se disculpa por elogiar la obra literaria de Mark Twain. (Dice: "Pero yo al menos me sitúo moralmente -si no estética y filosóficamente- junto a quienes, por un sano y necesario instinto de la vida y de su continuidad, rechazaban al estéril homosexual y su estilo novedoso, que no era discurso ni canto, y aclamaban y todavía aclaman a Mark Twain". El estéril en cuestión, parece innecesario decirlo, es Walt Whitman).

El mismo Mark Twain (que no se tenía mucha confianza como artista) anticipó su posición en el debate, en una memorable carta a Andrew Lang: "En realidad, he sido incomprendido desde el principio. Nunca he tratado, en ningún caso, de añadir cultura a las clases cultas. No estaba preparado para ello ni por dotes naturales ni por educación. Y nunca tuve ninguna ambición en ese sentido, sino que siempre perseguí una caza mayor: las masas. Rara vez he intentado instruirlas deliberadamente, pero he hecho todo lo posible por entretenerlas".

Aquí, en Hispanoamérica, el problema puede parecer desenfocado. Un gran talento artístico y una formación intelectual precaria (y hasta insuficiente) parecen bastante compatibles. Basta recordar el ejemplo familiar de Sarmiento, cuya cultura -según la viva calificación de Rodó- era inconexa y claudicante. Toda la obra de Mark Twain, si se exceptúan algunos cuentos y su obra maestra Huckleberry Finn, lleva el sello de la improvisación genial, del pensamiento alerta pero indisciplinado y poco profundo, de la elaboración por etapas desiguales (alternando bostezos y entusiasmos), de la felicidad radical -felicidad que en los últimos años se vio comprometida por agua desazón, por una inquietud trascendente que no podía precisar y contra la que se estrellaba su inteligencia práctica. Esa parece ser la verdadera interpretación de este hombre, cuyas esencias pueden captarse más fielmente en una lectura atenta de su obra.

Se puede empezar por La vida en el Misisipi.

Hacia 1874 Mark Twain publicó en The Atlantic Monthly unas páginas sobre sus primeras experiencias en el Misisipi en la época de oro de la navegación fluvial: Old Tunes in the Mississipi. Ocho años después, en 1882, su amigo, el editor James R. Osgood, le propuso que completara esas páginas con un material nuevo y formara así un volumen. Acordaron, luego, que el escritor realizara un viaje por el río, esta vez como pasajero o espectador. Acompañado por el mismo Osgood y por un taquígrafo (Roswell Phelps de Hartford), Mark Twain volvió al escenario de sus mocedades. El contraste era radical y un nuevo mundo se superponía al que la memoria guardaba tan vivo y cálido. La navegación del gran río estaba muerta y su peligroso romanticismo, que llenara de inolvidable terror los sueños y las ambiciones del muchacho, se había desvanecido. Ahora las boyas, los faros, los diques, el dragado del fondo, urbanizaban su salvaje belleza.

Mark Twain odiaba escribir por encargo. En una carta a su amigo (y censor privado) William Dean Howells confiesa: "El acicate y la carga del contrato me son intolerables. No puedo seguir soportando esa irritación. Ayer me puse al trabajo a las nueve de la mañana y me acosté a la una de la mañana. Resultados del día (en su mayor parte robados a libros, aunque fidedignos): nueve mil quinientas palabras; así, pues, en un día reduje mi carga en un tercio. Fueron cinco días de trabajo en uno. Ya nada puedo pedir prestado ni robar: el resto debe ser escrito. Representa diez días de trabajo, y, a menos que aleo falle, todo quedará terminado en cinco". Odiaba, además, escribir continuamente una misma obra. En otra carta (a Jeanette Gilder, esta vez) comunica su método: "Es mi costumbre mantener siempre cuatro o cinco libros en proceso de construcción y cada verano agrego unas hileras de ladrillos a dos o tres de ellos, pero no podría anticipar a cuales. Lleva siete años completar un libro con este método, pese a lo cual es un buen método: proporciona un descanso al público". Penosamente, pues, reunió los materiales y escribió la segunda parte. Nació así Life on the Mississippi.

A las páginas de Old Times -unos trece capítulos- sumó tres capítulos de introducción (historia y geografía mezcladas), incluso uno arrancado del manuscrito abandonado de Huck Finn -capítulo que, por otra parte, no incluyó en la novela al publicarla en 1885, pero que sus más recientes editores (Bernard DeVoto, por ejemplo), han restituido a su lugar. La primera parte de Life, etc., se completó con historia del gravoso e impuntual Stephen, y con el retrato del piloto Brown y su desastroso fin. En total: seis capítulos adicionales. La segunda parte está formada por una suerte de Diario del viaje realizado en 1882, más la acumulación (bastante irresponsable) de cuentos, leyendas, descripciones, estadísticas, plagios y apéndices, que engrosaron -según lo convenido con el editor- el manuscrito original, hasta alcanzar los sesenta necesarios capítulos.

Como cualquiera puede advertir, semejante composición conspiraba contra la posible unidad y el posible significado de la obra. En realidad, el libro no pretendió ninguna unidad formal. O mejor: la unidad (muy peculiar) está dada naturalmente por el río, telón de fondo o protagonista de los principales episodios, y por el genio del narrador.

La parte más valiosa de esta Life es la que se refiere al aprendizaje del río. La fascinación que ejercía la gran corriente barrosa sobre el pequeño Sam Clemens, la fascinación que conservan estas palabras: "Cuando era muchacho, tanto yo como mis camaradas de mi pueblo, situado sobre la margen oeste del Misisipi, teníamos una sola ambición: ser marineros de un buque de vapor. Teníamos asimismo ambiciones de otros géneros, pero éstas sólo eran transitorias. Cuando un circo venía y se iba, nos dejaba a todos entusiasmados con la idea de llegar a ser payasos: la primera compañía de cantores negros que llegó a nuestras tierras nos hizo envidiar la clase de vida que llevaban esos artistas; de vez en cuando abrigábamos la esperanza de que si vivíamos y éramos buenos, Dios nos permitiría llegar a ser piratas. Esas ambiciones se esfumaban una tras otra; pero la de ser marinero de un vapor siempre subsistía"; -esa fascinación estaba intacta cuando Mark Twain evocaba los viejos tiempos. Y el relato de su duro e infinito aprendizaje de piloto, junto al implacable Mr. Bixby (que le exigía grabarse en la memoria cada pedazo del río, en su superficie y en el fondo, en sus engañosas orillas, en su cambiante curso, a pleno sol o envuelto en la noche, con niebla o con luna, a lo largo de dos mil kilómetros), comunica hoy inalterable la impresión producida en el nervioso joven. Una impresión tan duradera que acompañó toda su vida al hombre, poblando tenaz y regularmente sus sueños con la alucinación del río misterioso e ingobernable. "Nunca pasa un mes", declara el escritor a su biógrafo oficial, Albert Bigelow Paine, "sin que sueñe que me encuentro en circunstancias difíciles y obligado a volver al río a ganarme en vida. Ese sueño no es nunca agradable. Me gusta pensar en aquellos días, pero siempre hay algo doloroso en el pensamiento de que me veo obligado a volver a ellos, y generalmente en mi sueño estoy a punto de entrar en una sombra negra, sin poder precisar si es el risco de Selma o Hat Island o sólo una negra cortina de noche". En verdad: Mr. Bixby había cumplido su fanática promesa. "Cuando digo que le ensenaré el río a un hombre sé lo que digo. Puede estar seguro de ello: se lo enseño o lo mato". A Sam Clemens lo había marcado para siempre.

Esa frescura de la primera impresión escasea en la segunda parte del libro, pero está compensada por algunas de las numerosas narraciones o digresiones que la integran. Entre las más memorables pueden señalarse: la historia de Murel, el traficante de negros, que serviría -cincuenta años más tarde- para uno de los mejores relatos de J. L. Borges: El espantoso redentor Lazarus Morell. (Ver Historia universal de la Infamia, 1935): el diálogo de los dos agentes viajeros -el vendedor de oleomargarina y el de aceite de algodón-; el encuentro con el minucioso canalla y empresario de pompas fúnebres de Nueva Orleans; la evocación de aquellos muchachos traviesos de Hannibal, Missouri, que se saben grandes pecadores y se arrepienten (intensa y tardíamente) en una noche de tormenta, para olvidar sus delirantes promesas de virtud con el esplendor del sol; la aguda descripción de una típica mansión sureña: la abrumadora casa del ciudadano más rico y más notable. En estas páginas (y en alguna otra que olvido) el autor se recrea en su mundo más inmediato, el de su experiencia más íntima y cordial.

Para completar su obra, Mark Twain echó mano -ya se sabe- a toda clase de elementos. No se puede omitir lealmente la mención de los más infelices por ejemplo: las estadísticas, de interés limitadísimo; las leyendas (que el mismo autor califica de idiotas); el puntual plagio de un mediocre folleto de propaganda editado por una compañía ferroviaria; la introducción de algunas historietas melodramáticas y falsas, con de Ritter, cuya solución humorística (la disputa verbal por el tesoro) no alivia la incomodidad, provocada por el arrastrado y absurdo arrollo.

Pero lo que presta a La vida en el Misisipi un encanto inconfundible es el hombre que se revela en muchas de sus páginas. De Voto tiene razón al indicar que ya no inducen risa al leerlas, tan familiar es su humorismo -destino, puede agregarse, compartido por el Quijote. Pero "si la risa desapareció de ella" no han perdido, con la frecuentación, su encanto original, que no dependía -como muchos creyeron- de la sorpresa o de la abundante exageración de sus recursos (Aunque la sorpresa sea tan legítima, a veces, como en este ejemplo: Burlington "es una ciudad muy abstemia -al menos por el momento-, pero en el Estado de Iowa, al que pertenece, está por sancionarse un proyecto prohibiendo la fabricación, la exportación, la importación, la compra, la venta, la toma en arrendamiento, el préstamo, el robo, la posesión por conquista, por herencia, intención, accidental o de otra naturaleza, de todo brebaje deletéreo conocido por la raza humana, excepto el agua. Esta medida fue aprobada por toda la gente razonable del Estado; mas no por los jueces"; o la exageración logre un efecto tan limpio como en este párrafo: "Cuando el Eclipse y el A. L. Shotwell compitieron en una carrera memorable, hace muchos años, se dijo que hasta se quitaron los ornamentos que unían las dos chimeneas del Eclipse, y que el capitán dejó en sus guantes de gamuza y se afeitó la cabeza").

El encanto reside (me parece) en el vivaz tono autobiográfico, en el persuasivo acento oral que trascienden de estas páginas: en la presencia de Mark Twain que revelan. Leemos el libro y nos parece oírlo decir, y le creemos. Creemos en la verdad esencial -no en la mezquina verdad de los hechos que cualquier biógrafo escrupuloso puede verificar- de todo lo que cuenta. Una verdad que le estaba reservada a Mark Twain poseer y expresar en términos de arte: la verdad de una América primitiva y poderosa, viva e inagotable en su memoria, eterna en las páginas de Tom Sawyer, Life on the Missisippi, Huckleberry Finn.

Con la publicación de este libro, la editorial Emecé suma a su colección de clásicos norteamericanos (Thoreau, Melville, Hawthorne, Henry James) uno de los valores auténticos."

NOTA. - Además de los libros citados en el texto pueden verse, con provecho, los trabajos de Bernard DeVito, Mark Twain at Work (1947, y DeLancey Ferguson, Mark Twain, Man and Legend (1943).


 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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