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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Un novelista católico"
En Marcha, Montevideo, Nº 358, 1946.
p. 22.

FRANÇOIS MAURIAC. El desierto del amor (Le désert de l'amour). Traducción de Ricardo de Benedetti. Buenos Aires. Ediciones Siglo Veinte, 1945. 190 páginas.

"No se puede leer El desierto del abor (1925) o El desierto del amomor (1925) o no se la puede comentar, sin antes examinar -aunque sea rápidamente- la conducta novelesca de François Mauriac. El lector o el crítico que prescindan de este saludable acto previo se exponen a una total incomprensión, a un falso juicio.

El examen puede partir de una confusión de Gide, felizmente conservada en su Journal. El 4 de junio de 1931 cita Gide estas palabras, tan reveladoras, de Mauriac: "Aún en estado de gracia, mis creaturas nacen de lo más agitado de mí mismo; ellas se forman de lo que subsiste en mí a pesar mío." Y agrega, satisfecho, Gide: ""¡Qué confesión" Esto equivale a decir que, si fuera un perfecto cristiano no tendría la materia para escribir sus novelas. ¿No es eso precisamente lo que yo le decía?" Las palabras de Mauriac y las de Gide indican los términos del renovado e inagotable debate sobre la novelística de Mauriac, -debate que intentó resolver Jean Prévost en 1930 (De Mauriac à son oeuvre, en la NRF del 1/III/) y que aquí me limitaré a resumir.

La concepción católica del universo, su cerrado sistema de valores, parece -a primer avista- incompatible con el mundo que se refleja en las novelas de Mauriac: un mundo de hombres torturados por las angustias del pecado (no del acto, sino principalmente de la reflexión sobre el acto), de hombres obsesionados por la líbido; un mundo que describen vivamente estas palabras de Antonio Marichalar: "El arte inquisitivo de Mauriac atiza la hoguera, y al soplo de un viento bochornoso sentimos crujir y crepitar a esos seres desamparados y exhaustos que nos ofrece en el quemadero, abrasados por el aire y el sol, devastados por la llama, calcinados hasta la consumación." (Consideración de Mauriac, en Revista de Occidente, Nº 25, Julio de 1925).

Pero este primer y erróneo enfoque (en el que cayó Gide pese a su proverbial agudeza) esta falsa oposición entre el catolicismo ortodoxo y las creaciones novelescas de Mauriac puede resolverse armónicamente si se advierte que este escritor enfoca a sus creaturas desde un ángulo esencialmente católico: desde el pecado abrasador y condenado. (No hay en este enfoque ninguna novedad esencial: lo más que podría descubrirse es cierta confusa influencia freudiana). Pero donde Mauriac se desvía del catolicismo corriente es en la conducta novelesca que adopta. En vez de escribir obras edificantes, en vez de escamotear el examen del pecado, en vez de hacerlo secreto, en vez de apartar al hombre de su contemplación, Mauriac lo enfrenta violentamente con su máscara infame y desgarrado. Y es esta conducta heterodoxa la que da desvirtuado, sin duda, el enfoque justo de sus novelas, la que ha provocado el falaz, el inevitable debate.

Teniendo en cuenta esta actitud, se comprende que quien lea El desierto del amor creyendo que es una novela común quedará totalmente defraudado. Mauriac se ha propuesto aquí una nueva variación de su único tema. Esa variación afecta la siguiente apariencia anecdótica. Un hombre joven se encuentra por casualidad, con la mujer que le despertará a la vida, a la sensualidad, al pecado. Recuerda entonces, su experiencia de adolescente con esa mujer (una experiencia frustrada, abominable, que lo marcó para siempre); el ansia de desquite se actualiza. La mujer, por su parte, sufrió una experiencia simultánea de asco, de inhibición, la que derivó en sentido radicalmente opuesto, hacia la anulación de la sensualidad, no hacia la exaltación. Al encontrarse, mientras él depone su inútil venganza e intenta salvar la pasión ella siente crecer su repugnancia. Hay un tercer personaje: el padre del joven, su médico, que estuvo enamorado de la misma mujer, sin atreverse nunca a declarar ese amor, que fue consumido por la pasión hasta superarla, hasta comprender -personalmente- que tal era su destino. Esos son los elementos del conflicto: la anécdota y los personajes.

Por rápido que se examine la obra una observación surge, inevitable: la acción (el desarrollo de la trama) carece de todo valor frente a la riqueza latente de los personajes. Es más: Mauriac parece complacerse en acudir a las situaciones más burdas o más torpes (por ejemplo, el encuentro final de los tres protagonistas, apenas motivado); en provocar las escenas más calamitosas o ridículas (por ejemplo, las reflexiones del padre frente al cuerpo enfermo de la mujer que ama). El autor parece despreciar la fuerza de sus personajes, bastándole la seguridad de su intensa pasión, prescindiendo de toda invención valedera en la fábula. En el artículo citado, Marichalar ha observado coincidentemente: "Existe evidente desproporción entre el vigor de los personajes, henchidos de posibilidades, que aporta este escritor, y el escaso juego a que dan lugar una vez lanzados en la peripecia de la acción".

El breve e incompleto examen aquí cumplido pretende apenas, llamar de nuevo la atención sobre este escritor que, hacia 1925, pareció el inevitable sucesor de Proust en el favor público."

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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