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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Imagen estereoscópica de Carlitos Real"
En Jaque. Separata
13/07/1984. ps. 2-3

PRIMERA

Antes de conocerlo personalmente, ya lo llamaba Carlitos Real -porque ese era el nombre que todos usábamos. Hoy (1984) este detalle puede parecer insignificante pero no lo era hacia 1945, cuando la vieja formalidad criolla todavía dominaba en ciertos círculos y todos nos tratábamos de usted y por el apellido. (Creo que no tuteé a Benedetti o a Martínez Moreno hasta pasados años de convivencia casi diaria.)

Pero con Carlitos Real, todo era diferente. No sólo tuteaba a todo el mundo y se hacía tutear por todos (incluso por los estudiantes de Secundaria que entonces parecían vivir en otro planeta remoto del nuestro), sino que su nombre postulaba un imposible oxímoron: Carlitos era tan familiar que podía caer en la chacota; era, por otra parte, el nombre habitual de Charlie Chaplin entre nosotros; y el Real no sólo resultaba anacrónico en el democrático Uruguay de entonces sino que contrastaba violentamente con el nombre de pila. Sin embargo, la popularidad de ese oxímoron se extendía hasta los que como yo, sólo lo conocíamos de oídas.

Pero teníamos amigos comunes y gracias a ellos entré un día en contacto con otra zona del inmenso territorio que cubría el oxímoron. Yo estaba preparando uno de esos delirantes concursos de oposición para una modesta cátedra de literatura en Montevideo en que se complacía el sadismo burocrático de Enseñanza Secundaria. Todo el mundo entraba por la ventana entonces, no había estatuto del Profesor ni Cristo que te valga, pero los que no éramos ni Blancos ni Colorados sólo teníamos acceso a la Enseñanza por la puerta estrecha y casi siempre cerrada del Concurso de Oposición. Me había presentado (con Domingo Luis Bordoli, José Pedro Díaz, Idea Vilariño y hasta Mario Benedetti) para competir por una miseria de puesto en un liceo de la capital, y enfrentando una lista de cincuenta y tantos autores que algún enciclopedista había compilado, cuando descubrí que me faltaban algunos libros decisivos. Anduve por casas de amigos (en ese entonces la Biblioteca Nacional era un caos, las municipales se ocupaban sólo de libros corrientes y había que depender de las bibliotecas particulares) y terminé llegando a la conclusión que sólo Carlitos Real podía salvarme. Y así fue. Amigos comunes me consiguieron los libros, los usé, y gracias a ellos gané un puestito al sol en Secundaria.

Por los mismos amigos devolví los libros y Carlitos Real siguió siendo un oxímoron, bibliográfico ahora, por algún tiempo. Por esas fechas, y gracias a la generosidad de Juan Carlos Sábat Pebet, entré de adscripto en el Liceo Joaquín Suárez. Los adscriptos de entonces (aclaro, por las dudas) eran poco más que porteros alfabetos que debían cuidar a las fieras cuando faltaba un profesor y, si eran realmente valientes, hasta podían intentar dar la clase en lugar del faltante. También nos ocupábamos de la disciplina general del turno en que trabajábamos. Yo era entonces muy serio, muy callado, muy tímido. Pero me tomé las funciones de adscripto al pie de la letra. Daba clase de todo: francés, inglés, geografía, historia, hasta dibujo, además de mi especialidad en literatura. Esa versatilidad no me hizo popular con los estudiantes que preferían tomarse el tiempo libre cuando faltaba un profesor a tener que aguantar a un intruso. Por otra parte, como tenía a mi cargo durante el turno de la mañana la disciplina general, mi popularidad fue decreciendo hasta hacerse invisible a medida que aumentaban las reprimendas, las faltas disciplinarias y las incómodas conversaciones con padres y madres de los jóvenes vándalos.

En ese contexto tan académico conocí al fin a Carlitos Real. Es posible que lo haya encontrado antes en algún lado, o que lo haya visto pasar, rápido, elegante, seguro, con ese perfil de águila y la ropa mejor cortada que se usaba en Secundaria (todavía existían sastres que hacían trajes a medida), por los claustros del Vásquez Acevedo donde funcionaba entonces Preparatorios. Pero la imagen que me ha quedado grabada para siempre es la de Carlitos Real en el Liceo Joaquín Suárez de Avenida Brasil, entrando con su aire de caballero inglés de la época victoriana en el caos demótico en que yo (modestamente) hacía de agente de tránsito. Sé que nos hicimos amigos a pesar de que entonces la diferencia de edad (cinco años) parecía inmensa. Yo tenía veinticuatro contra sus veintinueve; él era abogado y profesor veterano, en tanto que yo era mero adscripto y profesor novelísimo. Pero nos unían su cordialidad y mi agresiva timidez, la compartida pasión por los libros y el culto desinteresado de la inteligencia. Sin embargo, yo estaba seguro de que Carlitos Real sabía tanto más que yo, que en nuestro intercambio yo iba a ser siempre deudor. Además, nuestros estilos eran tan distintos. Carlitos Real era un ejemplar perfecto del patriciado montevideano. Su elegancia, su inteligencia, su tono correspondían al apellido completamente: Carlos Real de Azúa. (Años después, en Chile, 1954, habría de leer los dramas de un tal Gabriel Real de Azúa contemporáneo de Andrés Bello, para una investigación que estaba haciendo, y había de entender lo que significaba tener un antepasado dramaturgo en pleno siglo XIX.) Yo, en cambio, descendía de modestos escritores de provincia, gente que había sido amiga de buenos escritores, y que tenía una gran devoción por la literatura pero que en Montevideo, la Atenas del Plata, siempre circulaba con cautela. Carlitos era clase alta en cada sílaba de su nombre; yo me sentía, y me siento, clase media de provincia. Pero para él esas distinciones no existían. Su generosidad, su capacidad de tratar a cada uno como una persona (en el sentido filosófico de la palabra), hacían saltar las barreras. Pronto empezamos a complotar literariamente. Pero esto ya es parte de la imagen siguiente. Para completar ésta solo me falta una anécdota.

Como profesor, Carlitos manejaba a las mil maravillas el estilo caótico de su mejor prosa. Los alumnos lo adoraban por ser tan campechano y porque los dejaba hablar a gritos en clase, interrumpirlo, y tutearlo. Creo que su caos era fecundo. Yo, en cambio, no sólo era tímido sino que había sido educado en el Liceo Francés, era apasionado de los diagramas y en cada clase llenaba el pizarrón de llaves y flechas. Mis alumnos no tenían respiro. Los 45 minutos eran 45 minutos. Aunque no evitaba el diálogo y hasta lo fomentaba, odiaba la chacota de clase y no dejaba que los alumnos se distrajeran charlando. Mi reputación como policía de tránsito no me hacía más popular. De modo que mis clases y las de Carlitos eran como la medalla y su reverso. Esto se me hizo patente un día en que, en mi función de adscripto, entré en una clase de Carlitos para hacer un anuncio general. Antes de abrir la puerta se oía un tumulto digno de las asambleas revolucionarias de Francia, 1789; tumulto dominado por su voz alta y alegre que imponía cierta orientación al ruido. Apenas entré, se produjo un silencio total. Pedí permiso para dar mi información, la di y me retiré, cuando volví a cerrar la puerta 1789 pareció estallar con toda su alegre furia. Más tarde, durante el recreo, Carlitos me dijo que cuando yo entré, entró un iceberg que heló la clase. Nos reímos pero me quedé pensando.

SEGUNDA

La amistad con Carlitos se consolidó por comunes intereses literarios. Yo había empezado a colaborar en la sección literaria de Marcha ya en 1943 y, a partir de 1945, me hice cargo de la misma. (Con algún pequeño intervalo, la dirigí hasta fines de 1957; y colaboré en ella hasta 1960). Una de las primeras personas que busqué como colaborador fue precisamente Carlitos. Ya he contado en otra parte (Literatura uruguaya del medio siglo, pp. 393-405, Montevideo, Alfa, 1966) la importancia de la obra literaria y crítica de Carlitos Real y, sobre todo, de sus colaboraciones en Marcha. Ahora sólo quiero evocar esta otra imagen: no el profesor que estimula la indisciplina creadora de sus alumnos y que comparte con ellos un estilo deportivo y vitalista de manifestarse, sino la imagen de Carlitos escritor. Aunque escribía todos los días (no sólo ese diario minucioso que tal vez sea su obra más importante y que espero que no sea censurado por motivos personales), Carlitos no era un escritor fácil. Su pensamiento era tan complejo y sutil, tenía tantos pisos, que la linealidad de la escritura le resultaba un obstáculo. Si se hubiera inventado un sistema estereoscópico, en que cada frase tuviera tres dimensiones y pudiera situarse en varios planos a la vez y dar vuelta sobre sí misma en volumen, Carlitos (tal vez) hubiera podido escribir lo que quería. Pero condenado a la sucesión y a una sintaxis castradora, sus textos aparecían encerrados en chalecos de fuerza. Carlitos usaba y abusaba de los paréntesis (curvos, rectos, lineales), ponía frases incidentales dentro de frases incidentales, citas dentro de citas, y notas al pie de las notas al pie, y aún así, no conseguía decir todo lo que tenía que decir en las tres dimensiones de su pensamiento exigente. Si existiera una escritura holográfica, Carlitos se habría salvado. Pero en esos años (hablo de la mitad de los cuarenta), él estaba condenado a seguir una línea tortuosa y repetitiva, asfixiante, que incomodaba a sus lectores y lo incomodaba a él.

Como director de la página, no sólo era mi tarea seleccionar las colaboraciones. También hacía el trabajo de revisión que en inglés se llama editing. Con excepción de Manuel Claps (que ya es otra historia), sólo Carlitos me ha dado tanto trabajo, sobre todo en los años cuarenta y cincuenta. La pesadilla empezaba con la concepción misma del artículo. En algunas de las infinitas conversaciones que teníamos, yo le proponía o él me sugería un tema. Después que nos poníamos de acuerdo, empezaba la agonía. Carlitos siempre prometía una notita, un articulito, nada en fin. Pero cuando llegaba a casa, traía por lo menos unas veinte páginas de formato oficio, escritas avaramente de margen a margen, a un solo espacio, sin pausa después del punto, sin posibilidad de interlineado alguno, sin aire en fin. Era inútil pedirle que entendiera que ese texto debía ser transcripto al plomo por linotipistas que no lo leían (en el sentido de entender lo que tenían bajo sus ojos) sino que lo transcribían mecánicamente signo por signo. Un original tan tupido era una invitación a saltearse líneas, a comerse párrafos enteros, al caos y a la locura. Pero eso no era todo. Después que yo cortaba y recortaba párrafos y a veces hasta pasaba a máquina los originales, Carlitos volvía a revisarlos para agregar algunos detalles. El nuevo original, aparentemente en limpio, volvía a cubrirse de tachaduras y enmiendas que hubieran hecho morir de envidia al Proust de Le temps retrouvé si no estuviera ya muerto hacía décadas. Llegado el momento de poner punto final a las correcciones, le arrancaba el texto a Carlitos para llevarlo a la imprenta y parlamentar con linotipistas, tipógrafos y el paciente jefe de taller. Marcha se hacía los jueves en la Imprenta 33, que era una reliquia de los tiempos merovingios. Pero la fidelidad de Quijano y los suyos hacía posible la colaboración amistosa de todos los obreros. El texto de Carlitos era compuesto y salían las pruebas de galera. Yo rogaba a mi Ángel de la Guarda que Carlitos estuviese demasiado ocupado para venir a corregir personalmente las pruebas a la imprenta. Pero mi Ángel debía haberse tomado vacaciones permanentes. A cierta hora de la mañana, Carlitos siempre llegaba, elegante y alegre, pidiendo las pruebas. Se metía en un rincón y emergía horas después con un texto completamente reescrito. ¿Cómo explicarle que a esa altura ya era imposible reescribir, agregar líneas o párrafos enteros; es decir: volver de nuevo al punto cero? Impermeable a las realidades de la imprenta, Carlitos sólo pensaba en su texto. Con ayuda de todos, e incluso de Quijano que creía que estábamos locos (él era un profesional completo y sabía escribir a la medida exacta), terminábamos por arrancar las pruebas a Carlitos, lo persuadíamos que estaba bien así, y con la concesión de algunos cambios, lo resignábamos a que dejase publicar el artículo que él consideraba (honestamente) mutilado. Durante años, esa fue mi lucha y esa mi agonía. Pero así conseguí que Carlitos publicase algunos de los mejores trabajos que salieron en Marcha entonces. Y conseguí (creo) que se entusiasmase a seguir publicando.

Cuando me quejaba con amigos comunes del trabajo que me daba Carlitos, me trataban de loco y de empecinado. ¿Por qué insistir? ¿Por qué no dejarlo que siguiese escribiendo, infinitamente, repetitivamente, sólo para la posteridad? Pero yo creía en Carlitos, y quería que Marcha se beneficiase de su talento, de su humor, de su enciclopedismo. Entonces yo sabía que ya Billy Wilder había descubierto la mejor respuesta a esos que me criticaban por insistir en tenerlo de estrella. Una vez que los productores de Hollywood criticaron a Wilder por su insistencia en hacer películas con Marilyn Monroe, él les dijo: "Sí, yo sé que ella no es de confiar, que llega al estudio sin saber el diálogo, que nunca está satisfecha con ninguna toma y exige que se hagan todas de nuevo, que desaparece del mapa por días, etc., etc. Sé también que si le doy el papel a mi tía Gertrude, ella va a llegar puntualmente, va a saber el texto de memoria, y no me va a fallar una sola vez. Pero si pongo a mi tía Gertrude en una película, nadie va a ser tan loco de pagar por verla". Yo me arriesgaba a poner a Carlitos porque sabía que, como Marilyn, todos iban a pagar por leerlo.

TERCERA

Sería interminable evocar todas las imágenes que tienen que ver con una colaboración activa que duró hasta mi viaje a Londres, a fines de 1957. No sólo en Marcha, sino también en Número, que fundé en 1949 con Idea Vilariño y Manuel Claps, y al que se incorporaron Mario Benedetti y Sarandi Cabrera casi desde el comienzo. La presencia de Carlitos Real en Número no es muy visible, aunque publicó uno de sus primeros ensayos capitales, Ambiente espiritual del 900, en el volumen triple dedicado a analizar la Generación del 900 (1950). Pero su presencia constante en nuestras reuniones, la posibilidad de discutir con él temas y autores, fue un elemento decisivo para la empresa de orientar aquella revista literaria (de crítica y poesía) a un nivel más especializado que el que Marcha permitía. Por esos años (hablo ahora de los cincuenta) mi situación en Secundaria había mejorado algo. Pude abandonar las delicias de la adscripción y concentrarme en mis cursos del Vásquez Acevedo. Más tarde, gané por concurso la cátedra de literatura inglesa y norteamericana en el Instituto de Profesores, y allí volví a ser colega de Carlitos Real que enseñaba estética y crítica literaria. Como su conocimiento del inglés escrito era notable (no lo hablaba bien, en cambio) solíamos invitarlo a nuestra sección para que nos ayudase a seleccionar candidatos. El otro profesor era Ralph Cowling, inglés prototípico que escondía un humor muy estimulante detrás de la máscara de la impavidez. Recuerdo un día que habíamos citado a Carlitos para un examen a las ocho, y Carlitos no aparecía. Al fin, llegó a las ocho y media, siempre nervioso y apurado, con docenas de excusas superpuestas, y una sonrisa que era difícil de resistir. Pero Cowling se atrincheró en su ética victoriana y comentó, tajantemente: "How undignified to be late!" (Qué poco digno llegar tarde). La Reina Victoria habría aprobado la frase. Carlitos, en cambio, se puso hecho una hiena. Argüía que la puntualidad no es una de las virtudes teologales. Pero Cowling se envolvió en el manto del silencio, y ahí quedó la cosa.

La verdad es que Carlitos era fabulosamente impuntual. Padecía la angustia (común en nuestros pagos) de no llegar a tiempo. Llevaba consigo largas listas de las cosas que tenía que hacer cada día, y hasta las consultaba metódicamente, pero un diablo en él le hacía llegar siempre tarde. A eso de las cinco de la tarde ya llevaba un retraso de hora y media; de noche, la impuntualidad se multiplicaba. Recuerdo una reunión amistosa que había sido marcada para las seis y a la que Carlitos llegó siete horas más tarde, extrañado de que todo estuviera silencioso. El mayordomo (había mayordomos entonces) se asomó a la puerta de calle en robe de chambre para informarle que la reunión había terminado a las once y que los señores ya estaban durmiendo. Carlitos me contaba esta aventura (yo había sido puntual, es claro) y quejándose de la falta de imaginación de esa gente que se va a dormir a las once de la noche. El era un noctámbulo, y de noche le gustaba vagabundear por todo Montevideo. No era extraño salir con él de una fiesta, y verlo irse solo por ahí, como si temiera volver a su departamento de soltero. Como yo tengo el trauma contrario, y soy patológicamente puntual, me he pasado horas y horas tratando de descubrir la manera de compensar por las impuntualidades de Carlitos. Era inútil citarlo con dos horas de anticipación a la hora verdadera, porque él era demasiado inteligente como para no darse cuenta, y (además) era tan impuntual que igual llegaría tarde. En los años sesenta, cuando yo vivía solo en una apartamento de la calle 18 de Julio (que había sido de Benedetti), solía invitarlo de tanto en tanto a almorzar conmigo. Pero era inútil, cuando él llegaba, yo ya estaba furioso y muerto de hambre, o roncaba después de haber tenido que almorzar solo. Se nos ocurrió que la mejor solución era que yo fuese a almorzar a su casa. Fijamos un día que nos convenía a los dos, y semana tras semana, yo me aparecía implacablemente a la hora señalada. Esos almuerzos eran para mí lo mejor de la semana porque tenerlo a Carlitos para mí solo durante dos horas era una fiesta. Todo marchó bien por un tiempo. Carlitos llegaba justo cuando yo estaba llegando, o apenas unos minutos después que la inefable Olivia (su secretaria, como él la llamaba) pero en realidad ama de casa, cocinera y factotum, me hacía pasar a uno de los escritorios abarrotados de libros y papeles en que se había convertido el cómodo departamento de los padres a la muerte de éstos. Pero un día, Carlitos no pudo más. Cuando llegué, Olivia me recibió con la información de que el niño Carlitos (literal) llegaría tarde y que yo podía ir almorzando solo si estaba apurado. Me negué a hacerlo aunque me pareció sublime el hallazgo.

Hay muchas otras imágenes de estos tiempos. Fiestas a las que íbamos, partidos de basket-ball que compartíamos, vacaciones en Punta del Este, almuerzos en el Golf club: todo un mundo que yo apenas conocía y que era el mundo de Carlitos, más urbano y elegante que el que me había tocado en el reparto, pero que él me ofrecía con la sencillez y elegancia del que sabe dar. Lo notable en él (y en esto se parecía al Profesor Higgins, de Pygmalion, aunque sin la insolencia británica) es que trata a todo el mundo igual, con el mismo respeto, el mismo afecto, la misma mirada crítica. A él le debo la amistad con gente como Einar Barfod, increíble noruego-uruguayo cuyo nombre parecía salido de un cuento de Borges y que era, naturalmente, especialista en ciencia-ficción. O la frecuentación de Rodolfo Fonseca que parecía una versión más católica de Carlitos Real (éste era católico también, pero no era proselitista como Rodó), y al que conseguí atraer a Marcha. Pero lo que sobre todo le debía yo a Carlitos era la experiencia de un Uruguay más antiguo pero todavía vivo y que no había perdido del todo algunas viejas virtudes a pesar de la aceleración del consumerismo criollo. Y le debo, es claro, haber conocido a Magdalena Gerona.

CUARTA

Cuando me fui del Uruguay en 1968, después de varios viajes que eran siempre de regreso, ya no veía tanto a Carlitos Real. La política internacional nos había separado un poco. Creo que él confiaba más que yo en la viabilidad del modelo cubano en nuestra América. Fuese como fuese, no lo perdí de vista y cuando volvía al Uruguay, en viajes relámpago, Carlitos era, con Lisa e Isaac Behar, de los pocos amigos que seguía visitando entrañablemente. No es extraño que cuando al fin se decidió a venir a los Estados Unidos, aceptando una invitación de la Universidad de Columbia, me pusiese en campaña para traerlo a Yale. Aceptó encantado y para concretar detalles fui a verlo a Nueva York. Nos paseamos de día por las calles pintorescas que bordean a la Universidad y que son tan sórdidas y peligrosas de noche. Le hice mil recomendaciones, sabiendo como sabía lo que le gustaba andar vagando solo de noche, le dije que en New York eso no se podía hacer. Me prometió ser prudente, pero no sé por qué nunca asocié la prudencia con él. Durante un tiempo, tuve imágenes de Carlitos asaltado y muerto en alguna callejuela. No le pasó nada. Era prudente pero me tuvo en vilo.

Cuando le tocó venir a Yale, a dar una conferencia que fue como todo lo de él, brillante y proliferante, le había reservado una suite en uno de los mejores colegios (falsamente medievales, esas suites son nuestro orgullo). Pero Carlitos se negó a quedarse solo en la suite y se vino a mi pequeño apartamento a pasar la noche en una cama estrecha en un escritorio abarrotado de libros. Para mí fue una fiesta. Maniático como él era del silencio, de sus horas de lectura y de sueño, temí que no estuviera cómodo. Pero durmió como un bendito y se levantó de mañana, lleno de entusiasmo y de proyectos. Llevaba siempre consigo una farmacopea de bolsillo, porque era adicto a toda clase de píldoras. Todos creíamos que eso era parte de sus manías. Y para no contradecirlo, le conté que yo también tomaba vitaminas. Se rió porque lo que él tomaba eran cosas más serias que vitaminas.

La noche anterior habíamos cenado en un restaurante chino, Shangai Village, que quedaba al lado de casa. (Quedaba, ay, para mis males cerró.) Aunque Carlitos era aficionado a la comida china no aceptaba comer sin pan. Firmemente, le expliqué que el arroz era el pan chino. Tuvo que aceptar. Pero, al día siguiente, cuando lo acompañé a New York para seguir charlando, y fuimos a cenar con Mauricio y Mecha Müller a un restaurante chino cerca de la casa de ellos, Carlitos se sintió protegido por la benevolencia amistosa de los Müller y exigió pan. Fue inútil que esgrimiera mi metáfora del arroz. Dijo que no comería si no había pan. Los mozos se pusieron nerviosos, vino el maitre, Mauricio salió a la calle a comprar pan en algún lado. Al fin, la mesa quedó cubierta de pan y Carlitos se pudo dar el gusto inédito de comer comida china con pan occidental.

De alguna manera, los exilados que éramos Mauricio, Mecha y yo tuvimos que ceder ante el uruguayo irredento que era Carlitos en cualquier lugar del planeta en que estuviera. Lo hicimos entre carcajadas porque con Carlitos no se podía.

La última vez que lo vi fue en Gainsville, Florida, en uno de esos tumultuosos Congresos que organiza el Instituto de Literatura Iberoamericana, bajo la infatigable dirección de Alfredo Roggiano. Carlitos había sido invitado especialmente para hablar en una mesa sobre el Modernismo que estaba organizando Ángel Rama. Decir que su participación fue la mejor de la mesa y del Congreso, es decir lo obvio. Lamentablemente, la mecánica de esas reuniones no permite intervenciones largas (todos quieren lucirse en la feria de vanidades), así que el trabajo de Carlitos sólo fue leído en parte, y no hubo tiempo para discutirlo. Fue publicado, más tarde, en la revista Escritura de Caracas, pero con tan mala suerte que todo el final resultó empastelado, con frases enteras fuera de lugar y sin continuidad posible. Hasta el final, los colegas de aquellos linotipistas y tipógrafos que había torturado Carlitos en la Imprenta 33, habrían de perseguirlo con éxito. En el clima de jolgorio de Gainsville, con el aire caliente de la Florida, piscinas al rayo del sol, playas no muy lejanas, y tantos profesores jóvenes de ambos sexos (a veces simultáneamente), era difícil concentrarse en el lejano Modernismo. Conseguí, sin embargo, charlar más de una vez con Carlitos Real. Lo encontré espléndido: más sereno, más lúcido que nunca, más lleno de proyectos. En esa hora en que hasta los cubanos habían entendido que era suicida prohibir a los intelectuales de izquierda viajar a los Estados Unidos (al contrario, había que invadirlos y saturarlos, llevar la lucha a este terreno), Carlitos no se sentía culpable de encontrar aquí un clima estimulante para su trabajo. Un poco tarde, parecía decidido a trabajar más en contacto con estas universidades independientes donde sus libros y sus artículos eran realmente leídos. Me despedí de él con la seguridad de que nos seguiríamos viendo mucho en el futuro inmediato.

Yo no sabía, y él no me dijo, que estaba seriamente enfermo y que todas aquellas pastillas no eran fantasías sino necesidades. Cuando me llegó la noticia de su muerte atroz, pensé que lo había dejado irse de Gainsville como si fuéramos inmortales, y que esa distracción me iba a costar cara. Ahora que lo escribo me parece más injusto que nunca".

New Haven, 21 de junio de 1984

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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