|  | "Imagen estereoscópica de Carlitos Real"En Jaque. Separata
 13/07/1984. ps. 2-3
 PRIMERA Antes de conocerlo personalmente, ya lo llamaba Carlitos Real -porque 
              ese era el nombre que todos usábamos. Hoy (1984) este detalle 
              puede parecer insignificante pero no lo era hacia 1945, cuando la 
              vieja formalidad criolla todavía dominaba en ciertos círculos 
              y todos nos tratábamos de usted y por el apellido. (Creo 
              que no tuteé a Benedetti o a Martínez Moreno hasta 
              pasados años de convivencia casi diaria.) Pero con Carlitos Real, todo era diferente. No sólo tuteaba 
              a todo el mundo y se hacía tutear por todos (incluso por 
              los estudiantes de Secundaria que entonces parecían vivir 
              en otro planeta remoto del nuestro), sino que su nombre postulaba 
              un imposible oxímoron: Carlitos era tan familiar que podía 
              caer en la chacota; era, por otra parte, el nombre habitual de Charlie 
              Chaplin entre nosotros; y el Real no sólo resultaba anacrónico 
              en el democrático Uruguay de entonces sino que contrastaba 
              violentamente con el nombre de pila. Sin embargo, la popularidad 
              de ese oxímoron se extendía hasta los que como yo, 
              sólo lo conocíamos de oídas. Pero teníamos amigos comunes y gracias a ellos entré 
              un día en contacto con otra zona del inmenso territorio que 
              cubría el oxímoron. Yo estaba preparando uno de esos 
              delirantes concursos de oposición para una modesta cátedra 
              de literatura en Montevideo en que se complacía el sadismo 
              burocrático de Enseñanza Secundaria. Todo el mundo 
              entraba por la ventana entonces, no había estatuto del Profesor 
              ni Cristo que te valga, pero los que no éramos ni Blancos 
              ni Colorados sólo teníamos acceso a la Enseñanza 
              por la puerta estrecha y casi siempre cerrada del Concurso de Oposición. 
              Me había presentado (con Domingo Luis Bordoli, José 
              Pedro Díaz, Idea Vilariño y hasta Mario Benedetti) 
              para competir por una miseria de puesto en un liceo de la capital, 
              y enfrentando una lista de cincuenta y tantos autores que algún 
              enciclopedista había compilado, cuando descubrí que 
              me faltaban algunos libros decisivos. Anduve por casas de amigos 
              (en ese entonces la Biblioteca Nacional era un caos, las municipales 
              se ocupaban sólo de libros corrientes y había que 
              depender de las bibliotecas particulares) y terminé llegando 
              a la conclusión que sólo Carlitos Real podía 
              salvarme. Y así fue. Amigos comunes me consiguieron los libros, 
              los usé, y gracias a ellos gané un puestito al sol 
              en Secundaria.  Por los mismos amigos devolví los libros y Carlitos Real 
              siguió siendo un oxímoron, bibliográfico ahora, 
              por algún tiempo. Por esas fechas, y gracias a la generosidad 
              de Juan Carlos Sábat Pebet, entré de adscripto en 
              el Liceo Joaquín Suárez. Los adscriptos de entonces 
              (aclaro, por las dudas) eran poco más que porteros alfabetos 
              que debían cuidar a las fieras cuando faltaba un profesor 
              y, si eran realmente valientes, hasta podían intentar dar 
              la clase en lugar del faltante. También nos ocupábamos 
              de la disciplina general del turno en que trabajábamos. Yo 
              era entonces muy serio, muy callado, muy tímido. Pero me 
              tomé las funciones de adscripto al pie de la letra. Daba 
              clase de todo: francés, inglés, geografía, 
              historia, hasta dibujo, además de mi especialidad en literatura. 
              Esa versatilidad no me hizo popular con los estudiantes que preferían 
              tomarse el tiempo libre cuando faltaba un profesor a tener que aguantar 
              a un intruso. Por otra parte, como tenía a mi cargo durante 
              el turno de la mañana la disciplina general, mi popularidad 
              fue decreciendo hasta hacerse invisible a medida que aumentaban 
              las reprimendas, las faltas disciplinarias y las incómodas 
              conversaciones con padres y madres de los jóvenes vándalos. En ese contexto tan académico conocí al fin a Carlitos 
              Real. Es posible que lo haya encontrado antes en algún lado, 
              o que lo haya visto pasar, rápido, elegante, seguro, con 
              ese perfil de águila y la ropa mejor cortada que se usaba 
              en Secundaria (todavía existían sastres que hacían 
              trajes a medida), por los claustros del Vásquez Acevedo donde 
              funcionaba entonces Preparatorios. Pero la imagen que me ha quedado 
              grabada para siempre es la de Carlitos Real en el Liceo Joaquín 
              Suárez de Avenida Brasil, entrando con su aire de caballero 
              inglés de la época victoriana en el caos demótico 
              en que yo (modestamente) hacía de agente de tránsito. 
              Sé que nos hicimos amigos a pesar de que entonces la diferencia 
              de edad (cinco años) parecía inmensa. Yo tenía 
              veinticuatro contra sus veintinueve; él era abogado y profesor 
              veterano, en tanto que yo era mero adscripto y profesor novelísimo. 
              Pero nos unían su cordialidad y mi agresiva timidez, la compartida 
              pasión por los libros y el culto desinteresado de la inteligencia. 
              Sin embargo, yo estaba seguro de que Carlitos Real sabía 
              tanto más que yo, que en nuestro intercambio yo iba a ser 
              siempre deudor. Además, nuestros estilos eran tan distintos. 
              Carlitos Real era un ejemplar perfecto del patriciado montevideano. 
              Su elegancia, su inteligencia, su tono correspondían al apellido 
              completamente: Carlos Real de Azúa. (Años después, 
              en Chile, 1954, habría de leer los dramas de un tal Gabriel 
              Real de Azúa contemporáneo de Andrés Bello, 
              para una investigación que estaba haciendo, y había 
              de entender lo que significaba tener un antepasado dramaturgo en 
              pleno siglo XIX.) Yo, en cambio, descendía de modestos escritores 
              de provincia, gente que había sido amiga de buenos escritores, 
              y que tenía una gran devoción por la literatura pero 
              que en Montevideo, la Atenas del Plata, siempre circulaba con cautela. 
              Carlitos era clase alta en cada sílaba de su nombre; yo me 
              sentía, y me siento, clase media de provincia. Pero para 
              él esas distinciones no existían. Su generosidad, 
              su capacidad de tratar a cada uno como una persona (en el sentido 
              filosófico de la palabra), hacían saltar las barreras. 
              Pronto empezamos a complotar literariamente. Pero esto ya es parte 
              de la imagen siguiente. Para completar ésta solo me falta 
              una anécdota. Como profesor, Carlitos manejaba a las mil maravillas el estilo 
              caótico de su mejor prosa. Los alumnos lo adoraban por ser 
              tan campechano y porque los dejaba hablar a gritos en clase, interrumpirlo, 
              y tutearlo. Creo que su caos era fecundo. Yo, en cambio, no sólo 
              era tímido sino que había sido educado en el Liceo 
              Francés, era apasionado de los diagramas y en cada clase 
              llenaba el pizarrón de llaves y flechas. Mis alumnos no tenían 
              respiro. Los 45 minutos eran 45 minutos. Aunque no evitaba el diálogo 
              y hasta lo fomentaba, odiaba la chacota de clase y no dejaba que 
              los alumnos se distrajeran charlando. Mi reputación como 
              policía de tránsito no me hacía más 
              popular. De modo que mis clases y las de Carlitos eran como la medalla 
              y su reverso. Esto se me hizo patente un día en que, en mi 
              función de adscripto, entré en una clase de Carlitos 
              para hacer un anuncio general. Antes de abrir la puerta se oía 
              un tumulto digno de las asambleas revolucionarias de Francia, 1789; 
              tumulto dominado por su voz alta y alegre que imponía cierta 
              orientación al ruido. Apenas entré, se produjo un 
              silencio total. Pedí permiso para dar mi información, 
              la di y me retiré, cuando volví a cerrar la puerta 
              1789 pareció estallar con toda su alegre furia. Más 
              tarde, durante el recreo, Carlitos me dijo que cuando yo entré, 
              entró un iceberg que heló la clase. Nos reímos 
              pero me quedé pensando. SEGUNDA La amistad con Carlitos se consolidó por comunes intereses 
              literarios. Yo había empezado a colaborar en la sección 
              literaria de Marcha ya en 1943 y, a partir de 1945, me hice 
              cargo de la misma. (Con algún pequeño intervalo, la 
              dirigí hasta fines de 1957; y colaboré en ella hasta 
              1960). Una de las primeras personas que busqué como colaborador 
              fue precisamente Carlitos. Ya he contado en otra parte (Literatura 
              uruguaya del medio siglo, pp. 393-405, Montevideo, Alfa, 1966) 
              la importancia de la obra literaria y crítica de Carlitos 
              Real y, sobre todo, de sus colaboraciones en Marcha. Ahora 
              sólo quiero evocar esta otra imagen: no el profesor que estimula 
              la indisciplina creadora de sus alumnos y que comparte con ellos 
              un estilo deportivo y vitalista de manifestarse, sino la imagen 
              de Carlitos escritor. Aunque escribía todos los días 
              (no sólo ese diario minucioso que tal vez sea su obra más 
              importante y que espero que no sea censurado por motivos personales), 
              Carlitos no era un escritor fácil. Su pensamiento era tan 
              complejo y sutil, tenía tantos pisos, que la linealidad de 
              la escritura le resultaba un obstáculo. Si se hubiera inventado 
              un sistema estereoscópico, en que cada frase tuviera tres 
              dimensiones y pudiera situarse en varios planos a la vez y dar vuelta 
              sobre sí misma en volumen, Carlitos (tal vez) hubiera podido 
              escribir lo que quería. Pero condenado a la sucesión 
              y a una sintaxis castradora, sus textos aparecían encerrados 
              en chalecos de fuerza. Carlitos usaba y abusaba de los paréntesis 
              (curvos, rectos, lineales), ponía frases incidentales dentro 
              de frases incidentales, citas dentro de citas, y notas al pie de 
              las notas al pie, y aún así, no conseguía decir 
              todo lo que tenía que decir en las tres dimensiones de su 
              pensamiento exigente. Si existiera una escritura holográfica, 
              Carlitos se habría salvado. Pero en esos años (hablo 
              de la mitad de los cuarenta), él estaba condenado a seguir 
              una línea tortuosa y repetitiva, asfixiante, que incomodaba 
              a sus lectores y lo incomodaba a él. Como director de la página, no sólo era mi tarea 
              seleccionar las colaboraciones. También hacía el trabajo 
              de revisión que en inglés se llama editing. 
              Con excepción de Manuel Claps (que ya es otra historia), 
              sólo Carlitos me ha dado tanto trabajo, sobre todo en los 
              años cuarenta y cincuenta. La pesadilla empezaba con la concepción 
              misma del artículo. En algunas de las infinitas conversaciones 
              que teníamos, yo le proponía o él me sugería 
              un tema. Después que nos poníamos de acuerdo, empezaba 
              la agonía. Carlitos siempre prometía una notita, un 
              articulito, nada en fin. Pero cuando llegaba a casa, traía 
              por lo menos unas veinte páginas de formato oficio, escritas 
              avaramente de margen a margen, a un solo espacio, sin pausa después 
              del punto, sin posibilidad de interlineado alguno, sin aire en fin. 
              Era inútil pedirle que entendiera que ese texto debía 
              ser transcripto al plomo por linotipistas que no lo leían 
              (en el sentido de entender lo que tenían bajo sus ojos) sino 
              que lo transcribían mecánicamente signo por signo. 
              Un original tan tupido era una invitación a saltearse líneas, 
              a comerse párrafos enteros, al caos y a la locura. Pero eso 
              no era todo. Después que yo cortaba y recortaba párrafos 
              y a veces hasta pasaba a máquina los originales, Carlitos 
              volvía a revisarlos para agregar algunos detalles. El nuevo 
              original, aparentemente en limpio, volvía a cubrirse de tachaduras 
              y enmiendas que hubieran hecho morir de envidia al Proust de Le 
              temps retrouvé si no estuviera ya muerto hacía 
              décadas. Llegado el momento de poner punto final a las correcciones, 
              le arrancaba el texto a Carlitos para llevarlo a la imprenta y parlamentar 
              con linotipistas, tipógrafos y el paciente jefe de taller. 
              Marcha se hacía los jueves en la Imprenta 33, que 
              era una reliquia de los tiempos merovingios. Pero la fidelidad de 
              Quijano y los suyos hacía posible la colaboración 
              amistosa de todos los obreros. El texto de Carlitos era compuesto 
              y salían las pruebas de galera. Yo rogaba a mi Ángel 
              de la Guarda que Carlitos estuviese demasiado ocupado para venir 
              a corregir personalmente las pruebas a la imprenta. Pero mi Ángel 
              debía haberse tomado vacaciones permanentes. A cierta hora 
              de la mañana, Carlitos siempre llegaba, elegante y alegre, 
              pidiendo las pruebas. Se metía en un rincón y emergía 
              horas después con un texto completamente reescrito. ¿Cómo 
              explicarle que a esa altura ya era imposible reescribir, agregar 
              líneas o párrafos enteros; es decir: volver de nuevo 
              al punto cero? Impermeable a las realidades de la imprenta, Carlitos 
              sólo pensaba en su texto. Con ayuda de todos, e incluso de 
              Quijano que creía que estábamos locos (él era 
              un profesional completo y sabía escribir a la medida exacta), 
              terminábamos por arrancar las pruebas a Carlitos, lo persuadíamos 
              que estaba bien así, y con la concesión de algunos 
              cambios, lo resignábamos a que dejase publicar el artículo 
              que él consideraba (honestamente) mutilado. Durante años, 
              esa fue mi lucha y esa mi agonía. Pero así conseguí 
              que Carlitos publicase algunos de los mejores trabajos que salieron 
              en Marcha entonces. Y conseguí (creo) que se entusiasmase 
              a seguir publicando. Cuando me quejaba con amigos comunes del trabajo que me daba Carlitos, 
              me trataban de loco y de empecinado. ¿Por qué insistir? 
              ¿Por qué no dejarlo que siguiese escribiendo, infinitamente, 
              repetitivamente, sólo para la posteridad? Pero yo creía 
              en Carlitos, y quería que Marcha se beneficiase de 
              su talento, de su humor, de su enciclopedismo. Entonces yo sabía 
              que ya Billy Wilder había descubierto la mejor respuesta 
              a esos que me criticaban por insistir en tenerlo de estrella. Una 
              vez que los productores de Hollywood criticaron a Wilder por su 
              insistencia en hacer películas con Marilyn Monroe, él 
              les dijo: "Sí, yo sé que ella no es de confiar, 
              que llega al estudio sin saber el diálogo, que nunca está 
              satisfecha con ninguna toma y exige que se hagan todas de nuevo, 
              que desaparece del mapa por días, etc., etc. Sé también 
              que si le doy el papel a mi tía Gertrude, ella va a llegar 
              puntualmente, va a saber el texto de memoria, y no me va a fallar 
              una sola vez. Pero si pongo a mi tía Gertrude en una película, 
              nadie va a ser tan loco de pagar por verla". Yo me arriesgaba 
              a poner a Carlitos porque sabía que, como Marilyn, todos 
              iban a pagar por leerlo. TERCERA Sería interminable evocar todas las imágenes que 
              tienen que ver con una colaboración activa que duró 
              hasta mi viaje a Londres, a fines de 1957. No sólo en Marcha, 
              sino también en Número, que fundé en 
              1949 con Idea Vilariño y Manuel Claps, y al que se incorporaron 
              Mario Benedetti y Sarandi Cabrera casi desde el comienzo. La presencia 
              de Carlitos Real en Número no es muy visible, aunque 
              publicó uno de sus primeros ensayos capitales, Ambiente 
              espiritual del 900, en el volumen triple dedicado a analizar 
              la Generación del 900 (1950). Pero su presencia constante 
              en nuestras reuniones, la posibilidad de discutir con él 
              temas y autores, fue un elemento decisivo para la empresa de orientar 
              aquella revista literaria (de crítica y poesía) a 
              un nivel más especializado que el que Marcha permitía. 
              Por esos años (hablo ahora de los cincuenta) mi situación 
              en Secundaria había mejorado algo. Pude abandonar las delicias 
              de la adscripción y concentrarme en mis cursos del Vásquez 
              Acevedo. Más tarde, gané por concurso la cátedra 
              de literatura inglesa y norteamericana en el Instituto de Profesores, 
              y allí volví a ser colega de Carlitos Real que enseñaba 
              estética y crítica literaria. Como su conocimiento 
              del inglés escrito era notable (no lo hablaba bien, en cambio) 
              solíamos invitarlo a nuestra sección para que nos 
              ayudase a seleccionar candidatos. El otro profesor era Ralph Cowling, 
              inglés prototípico que escondía un humor muy 
              estimulante detrás de la máscara de la impavidez. 
              Recuerdo un día que habíamos citado a Carlitos para 
              un examen a las ocho, y Carlitos no aparecía. Al fin, llegó 
              a las ocho y media, siempre nervioso y apurado, con docenas de excusas 
              superpuestas, y una sonrisa que era difícil de resistir. 
              Pero Cowling se atrincheró en su ética victoriana 
              y comentó, tajantemente: "How undignified to be late!" 
              (Qué poco digno llegar tarde). La Reina Victoria habría 
              aprobado la frase. Carlitos, en cambio, se puso hecho una hiena. 
              Argüía que la puntualidad no es una de las virtudes 
              teologales. Pero Cowling se envolvió en el manto del silencio, 
              y ahí quedó la cosa.  La verdad es que Carlitos era fabulosamente impuntual. Padecía 
              la angustia (común en nuestros pagos) de no llegar a tiempo. 
              Llevaba consigo largas listas de las cosas que tenía que 
              hacer cada día, y hasta las consultaba metódicamente, 
              pero un diablo en él le hacía llegar siempre tarde. 
              A eso de las cinco de la tarde ya llevaba un retraso de hora y media; 
              de noche, la impuntualidad se multiplicaba. Recuerdo una reunión 
              amistosa que había sido marcada para las seis y a la que 
              Carlitos llegó siete horas más tarde, extrañado 
              de que todo estuviera silencioso. El mayordomo (había mayordomos 
              entonces) se asomó a la puerta de calle en robe de chambre 
              para informarle que la reunión había terminado a las 
              once y que los señores ya estaban durmiendo. Carlitos me 
              contaba esta aventura (yo había sido puntual, es claro) y 
              quejándose de la falta de imaginación de esa gente 
              que se va a dormir a las once de la noche. El era un noctámbulo, 
              y de noche le gustaba vagabundear por todo Montevideo. No era extraño 
              salir con él de una fiesta, y verlo irse solo por ahí, 
              como si temiera volver a su departamento de soltero. Como yo tengo 
              el trauma contrario, y soy patológicamente puntual, me he 
              pasado horas y horas tratando de descubrir la manera de compensar 
              por las impuntualidades de Carlitos. Era inútil citarlo con 
              dos horas de anticipación a la hora verdadera, porque él 
              era demasiado inteligente como para no darse cuenta, y (además) 
              era tan impuntual que igual llegaría tarde. En los años 
              sesenta, cuando yo vivía solo en una apartamento de la calle 
              18 de Julio (que había sido de Benedetti), solía invitarlo 
              de tanto en tanto a almorzar conmigo. Pero era inútil, cuando 
              él llegaba, yo ya estaba furioso y muerto de hambre, o roncaba 
              después de haber tenido que almorzar solo. Se nos ocurrió 
              que la mejor solución era que yo fuese a almorzar a su casa. 
              Fijamos un día que nos convenía a los dos, y semana 
              tras semana, yo me aparecía implacablemente a la hora señalada. 
              Esos almuerzos eran para mí lo mejor de la semana porque 
              tenerlo a Carlitos para mí solo durante dos horas era una 
              fiesta. Todo marchó bien por un tiempo. Carlitos llegaba 
              justo cuando yo estaba llegando, o apenas unos minutos después 
              que la inefable Olivia (su secretaria, como él la llamaba) 
              pero en realidad ama de casa, cocinera y factotum, me hacía 
              pasar a uno de los escritorios abarrotados de libros y papeles en 
              que se había convertido el cómodo departamento de 
              los padres a la muerte de éstos. Pero un día, Carlitos 
              no pudo más. Cuando llegué, Olivia me recibió 
              con la información de que el niño Carlitos (literal) 
              llegaría tarde y que yo podía ir almorzando solo si 
              estaba apurado. Me negué a hacerlo aunque me pareció 
              sublime el hallazgo. Hay muchas otras imágenes de estos tiempos. Fiestas a las 
              que íbamos, partidos de basket-ball que compartíamos, 
              vacaciones en Punta del Este, almuerzos en el Golf club: todo un 
              mundo que yo apenas conocía y que era el mundo de Carlitos, 
              más urbano y elegante que el que me había tocado en 
              el reparto, pero que él me ofrecía con la sencillez 
              y elegancia del que sabe dar. Lo notable en él (y en esto 
              se parecía al Profesor Higgins, de Pygmalion, aunque 
              sin la insolencia británica) es que trata a todo el mundo 
              igual, con el mismo respeto, el mismo afecto, la misma mirada crítica. 
              A él le debo la amistad con gente como Einar Barfod, increíble 
              noruego-uruguayo cuyo nombre parecía salido de un cuento 
              de Borges y que era, naturalmente, especialista en ciencia-ficción. 
              O la frecuentación de Rodolfo Fonseca que parecía 
              una versión más católica de Carlitos Real (éste 
              era católico también, pero no era proselitista como 
              Rodó), y al que conseguí atraer a Marcha. Pero 
              lo que sobre todo le debía yo a Carlitos era la experiencia 
              de un Uruguay más antiguo pero todavía vivo y que 
              no había perdido del todo algunas viejas virtudes a pesar 
              de la aceleración del consumerismo criollo. Y le debo, es 
              claro, haber conocido a Magdalena Gerona. CUARTA Cuando me fui del Uruguay en 1968, después de varios viajes 
              que eran siempre de regreso, ya no veía tanto a Carlitos 
              Real. La política internacional nos había separado 
              un poco. Creo que él confiaba más que yo en la viabilidad 
              del modelo cubano en nuestra América. Fuese como fuese, no 
              lo perdí de vista y cuando volvía al Uruguay, en viajes 
              relámpago, Carlitos era, con Lisa e Isaac Behar, de los pocos 
              amigos que seguía visitando entrañablemente. No es 
              extraño que cuando al fin se decidió a venir a los 
              Estados Unidos, aceptando una invitación de la Universidad 
              de Columbia, me pusiese en campaña para traerlo a Yale. Aceptó 
              encantado y para concretar detalles fui a verlo a Nueva York. Nos 
              paseamos de día por las calles pintorescas que bordean a 
              la Universidad y que son tan sórdidas y peligrosas de noche. 
              Le hice mil recomendaciones, sabiendo como sabía lo que le 
              gustaba andar vagando solo de noche, le dije que en New York eso 
              no se podía hacer. Me prometió ser prudente, pero 
              no sé por qué nunca asocié la prudencia con 
              él. Durante un tiempo, tuve imágenes de Carlitos asaltado 
              y muerto en alguna callejuela. No le pasó nada. Era prudente 
              pero me tuvo en vilo. Cuando le tocó venir a Yale, a dar una conferencia que fue 
              como todo lo de él, brillante y proliferante, le había 
              reservado una suite en uno de los mejores colegios (falsamente medievales, 
              esas suites son nuestro orgullo). Pero Carlitos se negó a 
              quedarse solo en la suite y se vino a mi pequeño apartamento 
              a pasar la noche en una cama estrecha en un escritorio abarrotado 
              de libros. Para mí fue una fiesta. Maniático como 
              él era del silencio, de sus horas de lectura y de sueño, 
              temí que no estuviera cómodo. Pero durmió como 
              un bendito y se levantó de mañana, lleno de entusiasmo 
              y de proyectos. Llevaba siempre consigo una farmacopea de bolsillo, 
              porque era adicto a toda clase de píldoras. Todos creíamos 
              que eso era parte de sus manías. Y para no contradecirlo, 
              le conté que yo también tomaba vitaminas. Se rió 
              porque lo que él tomaba eran cosas más serias que 
              vitaminas. La noche anterior habíamos cenado en un restaurante chino, 
              Shangai Village, que quedaba al lado de casa. (Quedaba, ay, para 
              mis males cerró.) Aunque Carlitos era aficionado a la comida 
              china no aceptaba comer sin pan. Firmemente, le expliqué 
              que el arroz era el pan chino. Tuvo que aceptar. Pero, al día 
              siguiente, cuando lo acompañé a New York para seguir 
              charlando, y fuimos a cenar con Mauricio y Mecha Müller a un 
              restaurante chino cerca de la casa de ellos, Carlitos se sintió 
              protegido por la benevolencia amistosa de los Müller y exigió 
              pan. Fue inútil que esgrimiera mi metáfora del arroz. 
              Dijo que no comería si no había pan. Los mozos se 
              pusieron nerviosos, vino el maitre, Mauricio salió a la calle 
              a comprar pan en algún lado. Al fin, la mesa quedó 
              cubierta de pan y Carlitos se pudo dar el gusto inédito de 
              comer comida china con pan occidental. De alguna manera, los exilados que éramos Mauricio, Mecha 
              y yo tuvimos que ceder ante el uruguayo irredento que era Carlitos 
              en cualquier lugar del planeta en que estuviera. Lo hicimos entre 
              carcajadas porque con Carlitos no se podía.  La última vez que lo vi fue en Gainsville, Florida, en uno 
              de esos tumultuosos Congresos que organiza el Instituto de Literatura 
              Iberoamericana, bajo la infatigable dirección de Alfredo 
              Roggiano. Carlitos había sido invitado especialmente para 
              hablar en una mesa sobre el Modernismo que estaba organizando Ángel 
              Rama. Decir que su participación fue la mejor de la mesa 
              y del Congreso, es decir lo obvio. Lamentablemente, la mecánica 
              de esas reuniones no permite intervenciones largas (todos quieren 
              lucirse en la feria de vanidades), así que el trabajo de 
              Carlitos sólo fue leído en parte, y no hubo tiempo 
              para discutirlo. Fue publicado, más tarde, en la revista 
              Escritura de Caracas, pero con tan mala suerte que todo el 
              final resultó empastelado, con frases enteras fuera de lugar 
              y sin continuidad posible. Hasta el final, los colegas de aquellos 
              linotipistas y tipógrafos que había torturado Carlitos 
              en la Imprenta 33, habrían de perseguirlo con éxito. 
              En el clima de jolgorio de Gainsville, con el aire caliente de la 
              Florida, piscinas al rayo del sol, playas no muy lejanas, y tantos 
              profesores jóvenes de ambos sexos (a veces simultáneamente), 
              era difícil concentrarse en el lejano Modernismo. Conseguí, 
              sin embargo, charlar más de una vez con Carlitos Real. Lo 
              encontré espléndido: más sereno, más 
              lúcido que nunca, más lleno de proyectos. En esa hora 
              en que hasta los cubanos habían entendido que era suicida 
              prohibir a los intelectuales de izquierda viajar a los Estados Unidos 
              (al contrario, había que invadirlos y saturarlos, llevar 
              la lucha a este terreno), Carlitos no se sentía culpable 
              de encontrar aquí un clima estimulante para su trabajo. Un 
              poco tarde, parecía decidido a trabajar más en contacto 
              con estas universidades independientes donde sus libros y sus artículos 
              eran realmente leídos. Me despedí de él con 
              la seguridad de que nos seguiríamos viendo mucho en el futuro 
              inmediato. Yo no sabía, y él no me dijo, que estaba seriamente 
              enfermo y que todas aquellas pastillas no eran fantasías 
              sino necesidades. Cuando me llegó la noticia de su muerte 
              atroz, pensé que lo había dejado irse de Gainsville 
              como si fuéramos inmortales, y que esa distracción 
              me iba a costar cara. Ahora que lo escribo me parece más 
              injusto que nunca". New Haven, 21 de junio de 1984
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