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Indice general ordenado alfabéticamente por título del libro o artículo

"Cine y teatro: planteo de un problema"
En co-autoría con Julio L. Moreno
En Film, publicación de Cine Universitario, Montevideo, nº 10
diciembre 1952, pp. 25-31

 

"¿Hacia el super teatro?

- Eso no es cine. Es puro teatro.

Con semejantes repetidos decretos muchos despachan algunas de las más provocativas creaciones del cine de estos últimos años. Impacientes por reducir el cine a lo figurativo (al cine abstracto, poético o, simplemente, puro) o al documental más o menos realista, incómodos ante toda obra que cuente una historia o que desarrolle una situación dramática, rechazan desde ya y para siempre cualquier intento de vincular al cine con algunas de las artes de la literatura y principalmente con el teatro.

Sin embargo, un mero repaso a la producción más significativa de estos últimos diez años permite advertir la importante proporción de obras dramáticas, transcriptas directamente de un original teatral o de la adaptación al teatro de un original narrativo. En esta ambigua zona del teatro filmado o del cine teatral se sitúan algunas de las mayores producciones de estos últimos diez años. En muchos casos han sido creadas por hombres que desembocaban en ese terreno trayendo una vasta experiencia cinematográfica, de la que no renegaban al someterse a las condiciones del nuevo género. Así, por ejemplo, al proponerse Wyler la filmación de una pieza de Lillian Hellman (The Little Foxes, La loba, 1941) aprovechaba la oportunidad para experimentar en una nueva técnica cinematográfica y conseguía sustituir, en las escenas más dramáticas y gracias a la profundidad de campo, el montaje en cuadros por el montaje dentro del cuadro.

No fue éste el único caso. Después de Citizen Kane (El ciudadano, 1941), después de The Magnificent Ambersons (Soberbia, 1942), después de The Stranger (El extraño, 1946) y The Lady from Shangai (La dama de Shanghai, 1947), Orson Welles filma Macbeth (1948) y Othello (1952); después de Le Diable au Corps (El diablo y la dama, 1946) Claude Autant-Lara adapta con Jean Aurenche y Pierre Bost un vaudeville de Georges Feydeau, Occupe-toi d'Amélie (1949). Mientras estos creadores cinematográficos se entregaban al teatro filmado, el cine era ocupado por hombres de teatro que, como Laurence Olivier, ensayaban una más vasta mise-en-scene de Shakespeare (Henry V, 1944; Hamlet, 1948) o que, como Elia Kazan, aportaban al cine su rica experiencia de directores de teatro.

La discusión que suscitó el Hamlet de Olivier es ejemplar de la perplejidad que la obra de éstos y otros innovadores ha producido en los medios cinematográficos tradicionales. Los artepuristas lo rechazaron en nombre de algunos postulados o intocables de estética fílmica. (Uno, extremista, llegó a demostrar su invalidez al no ajustarse a los principios expuestos por Eisenstein en The Film Sense; olvidaba que tampoco Iván el Terrible, 1945, los tenía en cuenta.) Otros, menos teóricos, aceptaron el film como un híbrido feliz; un imaginativo llegó a hablar de un triángulo equilátero entre cine, teatro y literatura. (Pero muchos incondicionales de Shakespeare denunciaron la herejía y estuvieron dispuestos a rechazar cualquier cohabitación entre teatro y cine.) Algún veloz teorizador francés exaltó la versión como una nueva fórmula, el super teatro, no demorando en sostener que el cine salvará al teatro (sin aclarar bien de qué) y considerando muy elogiable el intento.

Cada nueva experiencia de teatro filmado –y se multiplican en forma creciente– vuelve a plantear el problema, despierta controversias, provoca escisiones. Ninguna de las teorías hasta ahora adelantadas parece totalmente satisfactoria; ninguna parece alzarse por encima de la consideración de uno o varios casos particulares. Ninguna parece querer reconocer que es bueno que haya de todo en la viña del Señor –matizando, adecuadamente es claro, esta liberalidad–. Y sin embargo, ninguna discusión podrá parecer provechosa si no empieza por reconocer, en primer término, la validez del problema, para sostener de inmediato la necesidad de un examen de estas obras tan dispares a la luz de una concepción general que reconozca al teatro y al cine como modos diversos del espectáculo dramático.

 

Buenas y malas intenciones

La idea de llevar el teatro al cine no es nueva. Nació con el cine cuando éste era aún mudo. Sarah Bernhardt sacrificó su voz para dejar grabado en celuloide el imposible perfil de sus heroínas; Eleonora Duse y la Réjane oficiaron también el inútil sacrificio. Lo que entonces fue sólo mecánico registro parece hoy arqueología. A partir del cine sonoro el problema tiene otra significación. Ya no se trata sólo de registrar algunas sombras de lo que fueron actrices o creaciones teatrales; se trata de reconstruirlas, dramáticamente, en el nuevo medio. Las pérdidas obvias que el proceso acarreaba (la tercera dimensión evaporada, la "presencia" del actor muy disminuída) parecieron seguramente pequeñas frente a las evidentes ventajas de una mayor flexibilidad del marco espacio-temporal, de una intimidad mayor con la fisonomía del actor.

Muchos autores y empresarios, muchos actores teatrales, vieron en el cine el vehículo para aumentar su fama, para difundir su obra, para vender al público de provincia (y del mundo entero) la pieza que sólo podía verse en París, en el West End de Londres, en Broadway. Esto explica casi todo el teatro filmado de la cuarta década del siglo, el brusco salto de Pagnol del teatro al cine, algunos Shakespeares ambiciosos y estirados. Pero explica también, ya en la quinta década y aun ahora, la existencia de The Little Foxes, de Macbeth, de Fröken Julie, en las que ya no es posible hablar de transcripción mecánica sino de adaptación y, a veces, de recreación.

No se agotan con éstas las motivaciones que subyacen este auge del teatro filmado. Junto al interés venal y a la vanidad están el prestigio del teatro como medio expresivo, los grandes nombres de la literatura dramática, entre los que el más tentador es el de Shakespeare. De Esquilo a Jean Anouilh, de Racine a Ibsen, la literatura dramática parece ofrecer al cine un arsenal de intrigas y de libretos, aparentemente preparados para cualquier transcripción más o menos audaz. Y todavía hay quienes llegan al teatro filmado, seducidos por las posibilidades teatrales del nuevo género, o, aun, para intentar un desarrollo del estilo teatral que éste parece estar reclamando por su misma lógica interna.

Estas diferentes motivaciones, estos distintos puntos de partida, suponen distintas concepciones del teatro filmado y resultados distintos. Habría que decir: distintos géneros. No se puede colocar en el mismo plano una obra que como Les parents terribles (Cocteau) transcribe sin alteraciones un texto escrito para el teatro y otra que como Occupe-toi d'Amélie (Autant-Lara) empieza por desmontarlo en todas sus articulaciones. No responden a una misma orientación quienes emprenden la (aventurada) adaptación de Shakespeare que quienes transcriben un material ya influído por la estética del cine como puede ser A Streetcar Named Desire de Tennessee Williams o Death of a Salesman de Arthur Miller.

Hay que hablar de géneros o, si se prefiere, de categorías. Toda discusión del problema del teatro filmado o del cine teatral debe empezar por delimitar, así sea a grandes rasgos, algunas de esas categorías.

 

A propósito de Shakespeare

No es extraño que el cine haya pensado en adaptar a Shakespeare cuando el teatro contemporáneo también suele hacerlo. Shakespeare creó sus obras para un escenario que carecía de escenografía; en que los papeles femeninos eran interpretados por muchachos; en que el actor aparecía aislado sobre un tablado que penetraba en la sala y lo instalaba en medio del público. Su poesía dramática debió alzar inexistentes decorados, hacer funcionar no inventados reflectores, jugar con combinaciones plásticas inéditas. En su teatro la palabra tuvo (tiene) la suma del poder creador. Cuando se pone a Shakespeare en la escena se le recrea: se doblan con decorados o luces las indicaciones explícitas de sus versos; se visten sus palabras de adornos a veces superfluos; se le adapta, en fin.

Un respeto paralizador, una legítima sospecha de que el grueso público del cine no respondería, demoraron la inmediata traslación de Shakespeare al cine sonoro. Y los mismos pomposos intentos de la Warner Bros. (Midsummer Night's Dream, Sueño de una noche de verano, 1935) y de la M.G.M. (Romeo and Juliet, 1936) no sirvieron para tranquilizar a los entendidos.

Recién con el Henry V de Laurence Olivier es posible hablar de un intento de recrear una obra de Shakespeare en el cine sin desvirtuar su espíritu. Antes que a Olivier, Henry V había planteado un problema de adaptación al propio Shakespeare. Se trataba de poner en escena una crónica histórica, llena de acción y de batallas; épica y no drama. Pero Shakespeare no intentó disimular las limitaciones de los medios a su alcance, sino que comenzó por subrayarlos. Utilizó un Coro (descendiente directo del recitador épico) que denunciaba la pobreza del medio teatral, que narraba los hechos imposibles de mostrar en escena y que acicateaba con sus versos la imaginación del espectador. Con esta jerarquización de la palabra, lo que era limitación y pobreza de su teatro acabó por constituirse en verdadera riqueza, en su fortuna esencial.

Al llevar la pieza a la pantalla, Olivier se encontró con que los términos del problema se habían invertido: los medios a su alcance excedían ampliamente las necesidades del tema. ¿Cómo respetar, entonces, el carácter de la pieza, su verdadero sentido, al trasladarla a un medio en el cual los convencionalismos teatrales habrían de resultar inexplicables? La solución elegida por Olivier es tan franca como la de Shakespeare: en vez de disimular el problema empieza por subrayarlo. Lo que él lleva al cine no es Henry V sino una representación isabelina de Henry V. La obra aparece en su film como una ficción de segundo grado, contenida dentro de una ficción más amplia que sitúa la pieza frente a la realidad del público y el teatro de la época. Con ello, Olivier justificaba el mantenimiento de todos los convencionalismos que la pieza necesitaba para alcanzar al espectador isabelino, y al mismo tiempo obtenía los medios de superarlos, poniendo los recursos del cine al servicio del espíritu de Shakespeare.

El resultado fue (debió ser) un producto híbrido. Al principio, la cámara se limitaba a registrar la reconstrucción realista de una representación teatral en el Globe Theatre de Londres. Pero la provocación a la fantasía del espectador que contenían los discursos del Coro daba pretexto a una lenta transformación de los escenarios, que se volvían cada vez más reales. La batalla de Agincourt –climax dramático de la pieza– se libraba en plena naturaleza; el film no era ya el registro de una representación teatral, sino su versión transfigurada a través de la imaginación del espectador isabelino. De allí en adelante, el proceso se iba invirtiendo lentamente. El cine dejaba su lugar al teatro y regresaba a la función secundaria de registro.

 

Un libretista

Con la adaptación de Hamlet (lo que él mismo llamó "un ensayo sobre Hamlet") Olivier dio un paso mucho más audaz. La forma general de la obra sufre en sus manos y en las de su colaborador Alan Dent una simplificación que es por un lado estilización y por otro empobrecimiento. Ante todo, hubo que resolver las ambigüedades del protagonista; para ello se suprimieron muchos pasajes, logrando un carácter más firme, pero más superficial, que el propuesto por Shakespeare. No se agregó nada nuevo a la obra, pero se hicieron cortes, se cambiaron de lugar unas cuantas escenas y se alteró el sentido de más de un pasaje.

El brillante color de Henry V se sustituye aquí por el blanco y negro. Se busca lograr por medios visuales una nueva unidad formal que concentre y aglutine la acción dramática. Mediante la profundidad de foco y una escenografía monocorde, el movimiento de la cámara va construyendo una sólida unidad espacio-temporal, a través de un desarrollo ininterrumpido en que el principio y el fin se oponen y equivalen simétricamente. El escenario resulta una enorme caja de resonancia para las voces, que los micrófonos recogen hasta en sus más imperceptibles matices. La plástica se subordina a la palabra, a su realidad sensual en la voz de los actores.

No se agotan con esto las conversiones que operó Olivier. Cuando la palabra parecía sólo poesía y no drama, procede a un verdadero doblaje visual. Los raccontos (Ofelia contando a su padre la patética visita de Hamlet, el ataque de los piratas, la muerte de Ofelia) fueron dados así con variada felicidad. Los monólogos fueron también ilustrados, aunque pareció más convincente la simple ilustración dramática del primero que los símbolos, a veces triviales, del famoso To be or not to be. Cuando la pieza pareció justificar una secuencia de acción –como en la escena del duelo final– Olivier agotó los recursos del cine.

Si la obra no alcanza la unidad perfecta que Olivier había concebido, ello quizá se deba a un resto (inevitable) de convenciones teatrales y a una (también inevitable) cuota de aprendizaje que el realizador debió pagar. Más de una vez la cuidadosa estructura vacilaba, la desigualdad del elenco y sus resabios teatrales disolvían la armonía, la unidad era rota por una nota de mal gusto ocasional. Fue un Hamlet que no era ya teatro, aunque no llegaba a ser completamente cine; que no era de Shakespeare sin ser tampoco de Olivier.

Más audaz, más genial tal vez, fue Welles con Macbeth. También aquí la pieza fue descompuesta en sus elementos y luego reconstruída según una estructura distinta; también aquí se prefirió una sola línea de interpretación del protagonista (la barbarie homicida) a la matizada y ambigua que Shakespeare dibujó. Pero la recreación cinematográfica fue mucho más feliz. Toda la concepción plástica y dinámica estaba comentando entre líneas los versos de Shakespeare. El film era irrespetuoso de algunos elementos de la obra original, ofrecía un mal elenco, abrumaba al espectador con desplantes innecesarios; pero era una creación íntegramente concebida para el cine. Y aunque trataba a Shakespeare como a cualquier libretista contemporáneo, indicaba al mismo tiempo un camino para la filmación del teatro poético: la recreación, la recomposición total, y no el compromiso.

Tanto las versiones mediocremente fieles como estas concepciones más audaces han debido afrontar un difícil conflicto de lealtades: ¿Cómo ser fiel a la esencia del cine sin traicionar lo que hay en Shakespeare de literatura, de pura poesía verbal, y sin desvirtuar la esencial teatralidad de su obra? Desde el punto de vista de Shakespeare no hay solución: se necesitaría otro Shakespeare para dar sus obras en el nuevo medio. Desde el punto de vista del cine el problema es distinto. Junto al registro más o menos inspirado de algunas piezas shakespereanas es posible concebir algunas películas que a partir de Shakespeare consigan una pura expresión cinematográfica. En este sentido parecen estar dirigidos los esfuerzos de Orson Welles.

 

Realismo teatral

Las dificultades que ofrecía Shakespeare (y con él todo el teatro poético) parecen desaparecer si se considera el realismo teatral del siglo pasado que se prolonga hasta estos días. Si en efecto, este teatro tiende principalmente a la representación minuciosa de la realidad, el cine es su mejor vehículo, su más fiel aliado. En este sentido, nada es más ilustrativo que el ejemplo de Pagnol. El cine se le presenta a Pagnol, primariamente, como un medio de aumentar su público, de difundir sus creaciones en un ámbito más extenso. Hacia 1934, trasladó al cine su trilogía marsellesa: Fanny, Marius, César. El resultado es, desde un punto de vista cinematográfico, poco más que teatro en lata, aunque no puede desdeñarse la excelencia de un elenco que incluía a Raimu, a Charpin, a Pierre Fresnay. Lo paradójico es que estos films sin ningún mérito cinematográfico fueron los que pusieron a Pagnol en la verdadera pista de su costumbrismo neorrealista. A través de las escasas escenas en que Pagnol debió sacar fuera del estudio sus cámaras, se fue filtrando en sus films una veta neorrealista que había de culminar en trabajos ya alejados de lo teatral: Joffroi (1934), Regain (Retoño, 1937), La femme du boulanger (La mujer del panadero, 1938) y La fille du puisatier (La hija del pocero, 1940).

El ejemplo de Pagnol no es único. Casi todo el teatro filmado de estos últimos veinte años deriva de la vertiente realista. Muchos de estos films han pretendido ocultar su origen teatral multiplicando los escenarios, interpolando exteriores, buscando ya que no la difícil acción, la agitación y el movimiento. Entre tanto producto así adulterado, se han deslizado algunas producciones que no han temido incurrir en el calificativo de teatrales. La más ilustre de todas quizá sea The Little Foxes. Aunque la adaptación de Daniel Mandell y Lillian Hellman no preservó intacta la estructura teatral, la labor del director Wyler consistió en acentuar hasta el máximo la dramaticidad de las situaciones, sacrificando cualquier consideración de orden cinematográfico a su concepción de la pieza como estructura dramática. Wyler comprendió que lo que importaba conservar no era tal o cual línea de diálogo, tal o cual discurso, sino la tensión en que se desarrolla el conflicto, la oposición de los personajes, y la revelación de un mensaje por la dialéctica de sus relaciones. De ahí que pusiera por encima de todo la concentración dramática. Orientado hacia la creación de un drama cinematográfico, Wyler llegaba a su formulación por el camino más desesperado: el del teatro. La magnitud de su hazaña no pudo ser asimilada en su momento. Y sólo pareció evidente cuando otros films suyos (particularmente The Best Years of Our Lives, Lo mejor de nuestra vida, 1946, y The Heiress, La heredera, 1949) la popularizaron.

Wyler no tuvo imitadores inmediatos. Recién en 1946 aparece una concepción semejante de la adaptación –aunque más desesperada– cuando Jean Cocteau traslada al cine casi literalmente su pieza teatral Les parents terribles. Cocteau ha señalado posteriormente que su propósito fue el de poner el cine al servicio de lo teatral, subrayando con ello el carácter ambivalente de su obra. Es cierto que al filmarla no modificó para nada el texto, que vertió directamente el conflicto ya llevado a escena; es cierto que su labor como cinematografista se redujo a acechar de cerca el juego de los actores, a perseguirlos con el lente magnificador de la cámara, a convertir en primeros planos cada una de las réplicas de un diálogo copioso; es cierto que no amplió la obra y que por el contrario la concentró, que no mostró ningún exterior, que logró que el escenario actuara sobre los personajes, ahogándolos poco a poco. Pero nunca la obra fue más teatral que al explotar algunos recursos que el cine le facilitaba, particularmente en lo que se refiere a la presencia opresiva del ambiente, a la velocidad y concentración del tiempo cinematográfico, a la cercanía del rostro del actor. Les parents terribles es un ejemplo de cómo salvaguardar la teatralidad de una pieza y de cómo aumentarla gracias a recursos típicamente cinematográficos.

 

El expresionismo

Una categoría distinta es la de las piezas que usan técnicas derivadas del expresionismo teatral. El problema aquí resulta más complejo por tratarse de obras concebidas para un teatro que es coetáneo del cinematógrafo y que supone un conocimiento de su estética. Esto lo ha señalado muy bien Laslo Benedek al comentar algunos aspectos de Death of a Salesman, pieza de Arthur Miller cuya versión cinematográfica él mismo ha dirigido. La pieza –escribe– tomaba en préstamo con entera libertad la técnica cinematográfica. La razón, me parece, es obvia. El mismo proceso de la evocación, de la fantasía, del soñar despierto o aún de la imaginación es esencialmente similar al del film. Tiene en común el movimiento vívido, las rápidas transiciones, el "fundido", algunas veces la vaguedad de las imágenes fuera de foco, otras la precisión de los primeros planos.

Aquí se puntualiza algo que es esencial a la pieza de Miller pero que es válido para todo el teatro expresionista: el autor trabaja con la imaginación, a la que guía por procedimientos que disuelven las convenciones espacio-temporales del teatro realista. Para apelar a la imaginación, el teatro expresionista se vale de recursos de estirpe cinematográfica pero los desarrolla con tal audacia que vuelven al cine como recién inventados.

Esto parece evidente si se analiza, así sea parcialmente, Fröken Julie (La señorita Julia, 1950). La pieza fue concebida por Strindberg antes de que existiera el cine. Por su distorsión del naturalismo finisecular anuncia ya el expresionismo. Alf Sjöberg la llevó al teatro utilizando toda la experiencia del expresionismo teatral y cuando la filmó recreó su estructura en términos cinematográficos, tomando en préstamo al teatro (y en particular a Death of a Salesman) el recurso de hacer coexistir en un mismo espacio más de un tiempo. Lo que en Strindberg era relato, discurso, resulta en la versión cinematográfica acción vivida en distintos tiempos y en el mismo escenario. Es claro que Sjöberg no limitó a esta innovación su aporte cinematográfico. Toda la obra fue trasladada al lenguaje del cine. Pero lo que importa subrayar es este préstamo del cine al teatro que ahora vuelve al cine.

Al filmar Death of a Salesman Laslo Benedek no podía desaprovechar la innovación. Él mismo se ha encargado de subrayar la enorme concentración dramática que se logra por esta coexistencia de tiempos y espacios. Nunca pensé –escribe– que esta obra pudiese ser encarada en un estilo "naturalista". Es completamente real y profundamente verdadera pero su naturaleza toda –la terrible concentración de su historia, la retórica de su escritura– es únicamente aceptable en un estilo "teatral". De ahí que su función como director haya sido la de preservar este estilo teatral. Su tarea aparecía simplificada porque lo que era específicamente teatral en Miller era un elemento que podía darse fácilmente en términos de cine, un elemento que el propio Miller había concebido en términos visuales. Y así, aunque la pieza pueda haber impresionado a muchos como cinematográfica, y el film haya parecido a otros muy teatral, lo cierto es que su estructura (o su estilo, para usar la palabra de Benedek) es ambivalente. Lo que no pasaba en Shakespeare.

 

Algunos creadores

Las tres instancias apuntadas –Shakespeare y el teatro poético, el teatro realista, el expresionismo– no consiguen agotar las categorías posibles. Apenas si permiten advertir la complejidad del problema que se pretende englobar en la escueta fórmula: teatro filmado.

Habría que tener en cuenta aún una cuarta categoría posible: el teatro cinematográfico. Es decir, las obras esencialmente teatrales que han sido escritas para el cine.

El ejemplo más obvio parece proporcionarlo la producción entera de Joseph L. Mankiewicz y en particular su tan discutida All About Eve (La malvada, 1950). Hay en sus películas una concepción teatral del conflicto dramático, una solución del mismo en que el diálogo y el juego de los actores predominan sobre todo otro elemento más cinematográfico.

Mucho más ilustrativo es el caso de Iván el Terrible, concebida por Eisenstein (como se ha indicado) según la estructura de una tragedia. Con esta obra el gran director coronaba no sólo sus experimentos cinematográficos sino una labor paralela y no menos fecunda de director escénico. Después de la concepción épico plástica de Alejandro Nevsky esta morosa tragedia pareció desconcertante. No faltó quien la calificara de ópera, aludiendo con ello a su síntesis de elementos dramáticos, visuales y musicales. Pero lo que la obra realmente revela es una necesidad de trasladar al cine los elementos más hieráticos y directos de la tragedia, la imposición de un ritmo y un estilo que parecen extracinematográficos. No puede pensarse en una improvisación de Eisenstein. Seguramente su decisión de hacer de Iván una tragedia estuvo orientada por la naturaleza misma de su enfoque del personaje y de la época. De todos modos, lo que interesa señalar es la nueva luz que arroja esta obra sobre las relaciones entre la creación cinematográfica y el teatro.

 

Final provisorio

El ejemplo de Orson Welles empecinado en glosar a Shakespeare; el de Wyler en busca de una dramaturgia cinematográfica; el de Cocteau transcribiendo en una escritura más tensa, más concentrada, sus propias piezas; el de Sjöberg aprovechando recursos del expresionismo teatral en sus realizaciones cinematográficas; el de Olivier ensayando una mise-en-scene más amplia y generosa; el de Eisenstein escribiendo una tragedia para el cinematógrafo, parecen ejemplos bastante elocuentes del hecho de que no hay una forma del teatro filmado; de que es imposible desechar el teatro filmado en nombre de un dogma absoluto sobre qué es cine y qué no lo es. El cine no se agota en el espectáculo visual ni en el registro de la naturaleza, ni en la exposición de un conflicto ni en la crónica de un proceso. El cine es todo eso y mucho más. Es capaz de reconocer una inagotable variedad de géneros; es capaz del registro mecánico y de la creación original.

El planteo del problema del teatro filmado debe ser otro. Habrá que empezar por examinar los fundamentos técnicos de ambas artes; habrá que empezar por el análisis de sus distintos recursos, de sus limitaciones, de sus posibilidades. Sólo así podrá llegarse a determinar un estilo de lo teatral y un estilo de lo cinematográfico. Sólo entonces se podrán (quizá) dictar excomuniones, emitir decretos, instaurar el ostracismo. Hasta entonces, el fenómeno de la popularidad creciente del teatro filmado deberá requerir la mayor atención, el más minucioso comentario.


Bibliografía

Es sumamente extensa. Para la presente nota se consultó un artículo de Henry Raynor sobre Shakespeare filmed en Sight and Sound (Londres, julio-setiembre 1952). En la misma revista (octubre-diciembre 1952) constan las declaraciones de Laslo Benedek sobre Death of a Salesman. Sobre la concepción de Iván el Terrible de Eisenstein puede verse Film 8."

 

 

Responsables

L. Block de Behar
lbehar@multi.com.uy

A. Rodríguez Peixoto
arturi@adinet.com.uy


S. Sánchez Castro
ssanchez@oce.edu.uy

 


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