|   | "La generación 
            del 45 despidió a su inventor, Emir Rodríguez Monegal" 
            : Genio y figura
 Por Ruben Cotelo
 En Jaque, Año 3, nº 101, 21/11/1985
 p. 34-36
   "El primero en partir fue Carlos Real de Azúa. Murió 
              el 16 de julio de 1977, en medio de la más absoluta indiferencia 
              oficial, lo que debe interpretarse como un justo homenaje. Más 
              tarde murieron Angel Rama, Maneco Flores Mora, Mario Arregui. Ahora 
              acaba de desaparecer Emir Rodríguez Monegal. Tantas ausencias 
              han empobrecido la vida literaria del país, que la Generación 
              del 45 forjó y moldeó a través de duras y legendarias 
              polémicas, pero también con obras sólidas y 
              perdurables, como ha sido la de Emir. Crítico porfiado y 
              excepcional, tuvo el desprendimiento de ofrecer unos días 
              de su vida para reincorporarse definitivamente a la cultura del 
              Uruguay. Todos lo sabíamos: Emir agonizaba. A todos nos habían 
              dicho: los médicos norteamericanos le anunciaron, según 
              allá es costumbre, que moriría en diciembre. Todos 
              entendimos: bajo el pretexto de participar en un seminario, viene 
              en realidad a despedirse de su país y de su generación, 
              de su familia y de su público, de sus amigos y colegas. Todos, o casi todos, entendimos y aceptamos el gesto conciliatorio 
              y fraternal. Fuimos a verlo con sentimientos mezclados y contradictorios: 
              era el homenaje a uno de los grandes animadores culturales que tuvo 
              el Uruguay, el reconocimiento público y expreso de una carrera 
              literaria conflictiva y fecunda como pocas, la reconciliación 
              final con un hombre que retornaba físicamente destruido pero 
              intelectualmente intacto, brillante, seductor y lúcido como 
              siempre.   La injusticia del exilio Viejas y profundas raíces de nobleza se movilizaron entonces 
              para responder a ese gesto personal y por cierto inusitado, que 
              mucho bien le hizo a la cultura del país. No importaba tanto 
              que regresara el triunfador del mundo académico, el Distinguished 
              Professor de la Universidad de Yale, culminación y consagración 
              hasta ahora nunca alcanzada por otro intelectual uruguayo. Importaba 
              más retribuir a la voluntad de ese hombre que se imponía 
              duramente a la enfermedad y que de alguna manera se alzaba para 
              representar agónicamente la injusticia esencial del exilio, 
              del desprecio y del silencio impuesto desde arriba, como si fuera 
              un divorcio que ninguna de las partes quiso ni buscó en esos 
              términos. La movilización llegó hasta la Presidencia de la 
              República y Julio María Sanguinetti comprendió 
              que le correspondía acercarse a la Biblioteca Nacional, el 
              lunes 4 de noviembre, para abrazar a Emir en nombre de todos los 
              uruguayos. Ya se habían encontrado meses antes, en Nueva 
              York y en Madrid, entre una y otra intervención quirúrgica 
              de Emir. Un pequeño objeto, una simple medalla, debía 
              testimoniar el agradecimiento de este pueblo. Al entregársela, 
              el Presidente de la República le dijo, tuteándolo 
              antes fraternalmente, que "la cultura es el mayor patrimonio 
              de este país en todos sus planos y, en este momento de reencuentro 
              con nuestras tradiciones, con sus discusiones, con todo lo que es 
              el quehacer de una sociedad democrática, también es 
              un grato reencuentro con la presencia creativa de Rodríguez 
              Monegal".   Imperioso desde el sillón Ocho fueron los días que Emir estuvo en Montevideo. Descendió 
              de la escalerilla del avión el jueves 31 de octubre convertido 
              en un ser casi despojado de su carnalidad. Había sido un 
              hombre corpulento y alto, de aspecto vigoroso; ahora su cuerpo estaba 
              en ruinas y necesitaba la asistencia de su compañera y de 
              una silla de ruedas para desplazarse. Con Selma Calasans hablaba 
              el portugués que había aprendido durante su estancia 
              en Brasil, durante la adolescencia. Así ayudado penetró el sábado 2 de noviembre 
              en el estudio de la profesora Lisa Block, donde yo lo aguardaba 
              para entrevistarlo. Débil y demacrado, pasaba rápidamente 
              al portugués para agradecer lo que su compañera hacía 
              silenciosamente y con mirada bondadosa. Frágil y encogido 
              en el sillón, los ojos de Emir sin embargo resplandecían 
              enérgicos: estaba dispuesto a trabajar, a dictar, a imponerse, 
              a convencer, confiado como siempre en su memoria, en su erudición, 
              en el orden perfecto de su inteligencia, en el uso flexible y cómodo 
              de las categorías de análisis, en la veteranía 
              elocuente del profesor que sabe ejercer todas las formas del rigor, 
              que manipula a su auditorio así sea compuesto por un único, 
              solitario interlocutor. Como un histrión pedagógico, 
              sabía que detrás de mí se encontraban sus viejos 
              lectores, a los que había formado y disciplinado; a ellos 
              se dirigía y también a los nuevos. Era preciso someterse 
              a esta benevolente convención y acceder gustoso a esta suerte 
              de representación, a partir de una ligera y distendida charla 
              que no tendría que ser perturbada por ya remotas polémicas. Bastó un tenue apretón de manos, algunas frases amistosas 
              y sobre todo un rápido cruce de miradas, para establecer 
              el tono cordial y conciliatorio. La emoción pudo quebrarle 
              la voz, casi hasta el sollozo, hacia el final, cuando le anunciaron 
              la presencia de queridos amigos. Concedía a la enfermedad 
              esos efímeros tropiezos, pero nada cedía en materia 
              de ideas literarias y convicciones personales acerca de su obra. 
              El fuego no estaba de ninguna manera apagado. Rodeado de libros, que eran su escenario personal aunque el recinto 
              sólo le perteneciera como huésped, acorralado por 
              la enfermedad, Emir prolongó a través de mí 
              un combate literario que precisamente este año cumplía 
              cuarenta años. Fue elocuente incluso cuando calló, 
              pronunciándose con su silencio. Genio y figura.   Tan triste como ellos La figura de Emir surgió, encogida en su silla de ruedas 
              empujada por Enrique Fierro, del fondo del corredor, en el segundo 
              piso de la Biblioteca Nacional. Se había ocupado Fierro de 
              que en su despacho se formara un grupo pequeño de amigos, 
              familiares y colegas. Cuando apareció Emir se produjo un 
              silencio de consternación, que costó quebrar. Poco 
              a poco la gente comenzó a rodearlo. El Presidente de la República 
              no se hizo esperar. Emir se incorporó y de pie agradeció 
              el homenaje en nombre de los uruguayos "suficientemente porfiados 
              para ser críticos". Él fue el más porfiado 
              de todos. Cuando Emir se presentó, rato después, en la Sala 
              Vaz Ferreira, la Generación del 45, los nacidos alrededor 
              de 1920, despidieron a su representante e inventor, a la primera 
              persona que en el Uruguay literario concedió personalidad, 
              carácter y conciencia de sí a un grupo de edad. Historiadores 
              y críticos seguirán discutiendo el método y 
              la validez del cálculo que llevó a la designación, 
              rótulo y encumbramiento de la Generación del 45, pero 
              el lunes 4 de noviembre de 1985, siete y ocho de la tarde en la 
              Sala Vaz Ferreira, hubo un hecho social que puede interpretarse 
              como una aceptación que zanja y resuelve una disputa literaria, 
              la que desde ese lunes se ha convertido en pura retórica. 
              La Generación del 45, señores, se hizo presente allí 
              para presentar tributo y homenaje a quien le había otorgado 
              su conciencia. Uno de los caudillos literarios del grupo se encontraba 
              ante ellos, físicamente quebrado, intelectualmente intacto, 
              tan triste como ellos. No era un festejo sino una despedida.   La ceremonia del adiós Emir estaba seguro de ese triunfo postrero. Por eso se curvó 
              en un esfuerzo final y regresó. Como retribución, 
              durante su conferencia se exhibió y brilló como pocas 
              veces antes lo había hecho: erudición y humor, orden 
              y precisión, vivacidad y rigor. Cautivó y reconquistó 
              a su auditorio, hasta que una vez más debió recomponerse 
              cuando la garganta volvió a acongojarse ante la referencia, 
              cálida y temblorosa, al amigo reciente, su colega el brasileño 
              Haroldo de Campos. La enfermedad, que ya había matado, meses 
              atrás, al Emir gélido y burlón de antes, lo 
              presentaba desvalido, virtualmente inerme y acongojado ante su promoción. 
              Un estremecimiento recorrió la sala y nada tenía que 
              ver con la literatura. La ceremonia del adiós culminó con la lectura, a 
              cargo de Lisa Block, de una página expresamente enviada por 
              Jorge Luis Borges, desde Buenos Aires y que JAQUE reprodujo hace 
              quince días. Uno con otro se habían encumbrado hasta 
              la amistad viril, públicamente confesada. A la gente se le 
              hizo duro soportar esos minutos tan tensos y estalló en prolongados 
              aplausos. Pocas veces había sucedido algo similar en el Uruguay 
              literario.   Un bel morir El viernes 8 una ambulancia recogió, en la casa de Carrasco 
              donde se hospedaba, a ese hombre ya deshecho por la enfermedad y 
              las emociones acumuladas durante ocho días felices y mortales. 
              Acompañado por un médico llegó al aeropuerto, 
              para alejarse definitivamente de su país. El jueves 14, por 
              la tarde, se divulgó la noticia de que había muerto. Ahora todos sabemos que Emir Rodríguez Monegal acortó 
              su vida, conscientemente, para reencontrar sus raíces, para 
              despedirse de amigos y colegas, para mirar a la cara por última 
              vez a la generación a la que dio nombre y propósitos, 
              a la que amonestó, juzgó, guió, formó 
              y controló de cerca y de lejos. Habría muerto en diciembre, 
              según le anunciaron los médicos; pero prefirió 
              entregar a su público unos días de su vida, como antes 
              le dedicó años forjándolo en una tarea pedagógica 
              a menudo ruda e intemperante, siempre incansable y polémica, 
              apasionada y comprometida. Nunca fue ambiguo, como tampoco lo son 
              los combatientes. No se retiró vencido de la escena literaria 
              nacional, hace veinte años; no se fue porque lo hubieran 
              destituido de Secundaria, sino para emprender la etapa internacional 
              en su carrera. Abandonaba a un país cuyas transformaciones 
              comprendía cada vez menos y a un público que se le 
              disgregaba y emprendía otro rumbo, que no era el que él 
              deseaba marcarle. El crítico carecía de asideros, 
              de tribuna, de base social. A partir de allí, de 1965, quedó 
              preso y cayó víctima de conflictos que no eran los 
              suyos. Cuando la tormenta política lo había convertido 
              en una figura distante y ya casi ajena, la conciencia de la muerte 
              lo retornó a su patria. Había comenzado a recuperarla 
              frenéticamente, de la única manera que sabía, 
              escribiendo sobre su propio pasado. Los siete tomos de sus Memorias 
              se transformaron en una empresa vana e insuperable cuando los plazos 
              de la enfermedad se acortaron. Muchas veces, como crítico, había recordado la expresión 
              de Rilke acerca de la muerte propia. Aceptó la suya con grave 
              serenidad, para arrancarle la última experiencia, peleándola 
              frase a frase, palabra por palabra. Cuando retornó estaba 
              destruido pero no derrotado, como no lo estuvo el personaje de Hemingway. 
              Otro habría bajado los brazos, ya que tanto había 
              hecho. Ofreció a su país, a su generación y 
              a su público unas páginas más y unos días 
              de su vida. Así se honró."   |