|  | "El otro Emir"Por Manuel Ulacia
 En Vuelta, nº 121, diciembre 1986
 p. 62-67
   "En 1977 me trasladé a la Universidad de Yale para 
              hacer un doctorado. Sin embargo, a pesar de haber sido alumno de 
              Emir Rodríguez Monegal durante dos semestres, no fue sino 
              hasta el año siguiente cuando empezamos a ser amigos. Aquel 
              invierno Emir daba un seminario sobre traducción en colaboración 
              con Haroldo de Campos, al cual asistíamos un grupo de alumnos 
              en una confortable sala de Branford College. El curso era poco usual, 
              no sólo porque tanto él como Haroldo además 
              de teorizar, nos daban ejemplos muy precisos de las distintas soluciones 
              logradas en la traducción de un texto, así como nos 
              hacían oír grabaciones de poemas leídos por 
              T. S. Eliot y por Pablo Neruda, para que captáramos el ritmo 
              y el sonido y lo pudiéramos reproducir en la lengua que estábamos 
              traduciendo. Recuerdo que un día después de que me 
              devolvieron las primeras traducciones que yo había hecho 
              de Ezra Pound, y gracias a que al profesor Haroldo de Campos le 
              habían gustado, Emir y yo conversamos largo y tendido por 
              primera vez. Unos días después el profesor Monegal (así 
              lo llamaba en aquel entonces), nos invitó, a un grupo de 
              estudiantes, a su casa a tomar el té. Para Emir, preparar 
              té era todo un rito que había aprendido durante su 
              estancia en Inglaterra. Calentaba la tetera con agua hirviendo y 
              después de vaciarla dejaba que las hojas de Earl Gray 
              mezclado con Jazmín se hidrataran en el vapor 
              por unos minutos antes de llenarla otra vez con agua. La taza de 
              té era siempre acompañada de un pastel marca Entenman's 
              que él compraba en el supermercado que estaba enfrente de 
              su casa. En aquel entonces, Emir vivía en el piso 12 de University 
              Towers, en la calle York. El apartamento era amplio y alegre. Se 
              entraba directamente a una sala en forma de "L", en la 
              cual desembocaba también un largo pasillo, por el que se 
              tenía acceso al estudio y al dormitorio. La sala, gracias 
              a los grandes ventanales que daban a la parte oeste de New Haven, 
              tenía mucha luz. Las paredes estaban llenas de cuadros y 
              libros. Entre los cuadros había unas reproducciones de Botero 
              y de Torres García -pintores que él admiraba mucho-; 
              así como algunos dibujos que José Luis Cuevas y Leonor 
              Fini le habían regalado durante la época en que dirigió 
              Mundo Nuevo. En los libreros había, desde luego, muchos 
              libros -todos los de la sala estaban encuadernados en piel y por 
              lo general las ediciones eran antiguas-; pero también había 
              muchas fotografías enmarcadas, en donde Emir siempre aparecía 
              con algún escritor latinoamericano, ya fuera con Borges caminando 
              por Buenos Aires, con Carlos Fuentes en un barco, con Cabrera Infante 
              reflejado en un escaparate londinense, con Vargas Llosa en un congreso, 
              con Pablo Neruda en Santiago de Chile. En el departamento había 
              pocos muebles y todos ellos habían sido comprados por unos 
              cuantos dólares en un tag sale (a Emir no le gustaba 
              gastar dinero en ropa, ni en objetos para la casa -lo único 
              que gastaba era en viajes y en libros). El comedor era un juego 
              de jardín de madera de los años cuarenta -una mesa 
              y dos bancas-, que él mismo había pintado de rojo 
              y amarillo, produciendo un efecto pop bastante divertido; 
              el juego de sala era una combinación inusitada: constaba 
              de un sofá "años cincuenta", también 
              en forma de "L", tapizado de rojo, y de un sillón 
              "belle époque", que armonizaba con dos lámparas 
              tipo Tiffany. Sobre los libreros bajos que estaban en el muro de 
              los ventanales, había una colección extensa de artesanías 
              latinoamericanas que sus amigos a lo largo de los años le 
              habíamos regalado. Algunas de ellas tenían para Emir 
              un efecto mágico: una mano "bahiana" de madera 
              negra que tenía el puño cerrado, lo protegía 
              de los "enemigos" y una sonaja de paja traída del 
              Amazonas lo ayudaba a ser fecundo en su obra. Emir era sumamente 
              supersticioso. En la mesa de centro de la sala había una escultura tarasca: 
              una perra amamantando a sus cachorros, rodeada de una serie de libros 
              que Emir había publicado en los últimos años, 
              dispuestos en forma de abanico. Separando la cocina del comedor 
              había un biombo que él mismo había tapizado 
              con las portadas de su revista Mundo Nuevo. Los nombres de 
              Susan Sontag, Pablo Neruda, Octavio Paz, Severo Sarduy resaltaban 
              sobre los colores brillantes de la edición. Junto al librero del comedor había un retrato suyo pintado 
              al óleo por "su amiga" inglesa. Debo de decir que 
              nunca le encontré ningún parecido, salvo, quizá 
              cuando ya estaba muy enfermo. Creo que fue durante aquella primera 
              visita a su casa cuando le pregunté por la persona retratada, 
              y él orgullosamente dijo, citando a Borges: "El otro, 
              yo mismo." El espacio de la sala era agradable: era en cierta 
              manera una parodia improvisada de la estética latinoamericana 
              de los años sesenta, pero también era el espacio en 
              donde se rendía un culto privado a su propia obra. Los objetos 
              del departamento no eran simplemente objetos decorativos, sino que 
              formaban parte de un referente cultural y literario latinoamericano 
              en la puritana Nueva Inglaterra. Las lámparas imitación 
              Tifanny recordaban, por ejemplo, la estética modernista. 
              Un día me dijo al encender una de ellas: "Azul, azul, 
              como el primer libro de Darío..." Una muñeca 
              de cartón mexicana, de las que venden en los mercados en 
              Semana Santa para hacerla explotar con pólvora el domingo 
              de Gloria, llamada "Lupita", estaba colocada cerca de 
              una reproducción de Botero, y parecía como si se hubiera 
              escapado del cuadro o fuera el personaje de una de las novelas de 
              García Márquez. Un poster rojo donde se anunciaba 
              una corrida de toros que estaba colgado detrás del sofá 
              rojo, parecía una meditación sobre la crueldad hispánica. 
              Sin embargo, esta meditación no era una simple juego del 
              intelecto ni un acaso, era una forma de expresar toda la violencia 
              que Emir desde niño llevaba adentro. Un día su hijo 
              Joaquín me dijo que el padre de su padre había muerto 
              asesinado. Por Eso a Emir los cuchillos, los puñales, las 
              armas de fuego lo ponían nervioso, y a veces cuando en una 
              clase nos hablaba de algún cuento como "El Sur" 
              de Borges, parecía como si hablara de sí mismo. Durante 1978 y 1979, los encuentros con Emir eran menos frecuentes 
              de lo que llegarían a ser más tarde. Además 
              de encontrarme con él en el salón de clases, los estudiantes 
              (Andy Bush, Susan Hajdu, y yo mismo) lo invitábamos a cenar 
              a nuestras casas, y él siempre a la semana o a los diez días, 
              correspondía, invitándonos al "chinito", 
              restaurant del cual Emir fue asiduo cliente desde el año 
              en que había llegado a New Haven. Este restaurant quedaba 
              a media cuadra de su casa; no tenía ningún tipo de 
              decoración -Emir odiaba los decorados en los restaurantes; 
              decía que era el signo preciso para saber que la comida era 
              mala- y, según él, era donde mejor se comía 
              en el mundo. Desgraciadamente, este restaurant ya no existe. Recuerdo 
              que desapareció tan sólo unos meses antes de que se 
              enfermara, cuando yo ya vivía en México. Emir me llamó 
              de larga distancia -cosa que me sorprendió- para contarme 
              que Mr. Chan, el dueño del restaurant, se iba a jubilar y, 
              por lo tanto, que pronto cerraría su negocio. Yo lo lamenté, 
              porque sabía lo mucho que a Emir le gustaba ese sitio. Este 
              hecho puede haber sido uno de los motivos por los cuales se mudó 
              de casa en el otoño de 1984. A pesar de conocerse Emir y 
              el dueño por más de diez años, nunca mantuvieron 
              ningún tipo de conversación que no fuera sobre el 
              tiempo. Aunque Mr. Chan sabía de antemano lo que Emir iba 
              a pedir, con su acento chino-americano siempre le preguntaba: "The 
              same? Lamb with scallions? Shrimp in sour sauce? Lee Chies?" 
              Y Emir contestaba afirmativamente con la cabeza, diciendo en español. 
              "Este hombre no entiende". En una cena en el "chinito" 
              a la cual asistía Cabrera Infante, un profesor ya de cierta 
              edad, también del departamento de español, después 
              de que habíamos terminado de comer un maravilloso pato laqueado 
              y otras delicias dijo: ¡Me parece que este restaurant es chino! 
              Todavía recuerdo la risa que les dio a Guillermo y a Emir 
              este ingenuo comentario. Emir no sólo me invitó a 
              cenar allí con amigos suyos como Jill Levine, Irlemar Chiampi, 
              o Haroldo de Campos, sino también invitó a amigos 
              míos que estaban de paso por New Haven, como Verónica 
              Volkow. El tema principal de las conversaciones de aquellos años 
              era Borges. Generalmente nos contaba alguna anécdota. Hay 
              que recordar que Emir en aquel entonces estaba escribiendo su famosa 
              biografía y posiblemente nos narraba lo que después 
              apareció en la obra. Otras veces nos contaba alguna anécdota 
              sobre Pablo Neruda o sobre Octavio Paz, o el encuentro que ambos 
              poetas tuvieron en los años sesenta en un hotel de Londres 
              después de estar tiempo distanciados. También le gustaba 
              contarme algunas anécdotas acerca de la vida de los mexicanos 
              en París, sobre sus encuentros con Carlos Fuentes, con Luis 
              Buñuel o María Félix. El día que le 
              conté que mi abuela Concha había sido novia de Buñuel 
              quedó encantado. Recuerdo que aquel primer invierno en que empezamos a ser amigos, 
              lo invité a cenar junto con Haroldo de Campos y Jorge Schwartz. 
              En aquel entonces yo vivía con Santiago Quintana en un pequeño 
              apartamento en Bradley St. -digo pequeño por no decir mínimo- 
              que constaba de un dormitorio y un espacio que servía de 
              cocina, sala y comedor. Ese espacio había sido amueblado 
              con una mesa y dos sillas, algunas alfombras y una serie de cojines 
              que hacían las veces de sofá. El lugar tenía 
              aspecto de antro marroquí. Recuerdo que ese invierno había 
              nevado muchísimo y New Haven parecía una estación 
              de ski en los Alpes. Dado que muchas calles estaban cerradas por 
              la nieve, la única forma de llegar a mi casa era caminando. 
              Esa noche Santiago y yo habíamos preparado una comida que 
              constaba de varios platos que una amiga pekinesa, nos había 
              enseñado a hacer. Habíamos citado a las seis para 
              cenar a las siete (la comida china necesita de un horario muy estricto 
              porque si no, las verduras se pasan). Como eran las siete y no llegaban, 
              me asomé a la puerta de la calle y me los encontré 
              a los tres tirados en el suelo, cerca de un árbol, llenos 
              de nieve hasta las orejas. Dada la falta de práctica de Haroldo 
              para caminar sobre superficies heladas y su gran peso, se había 
              resbalado y ellos al quererlo rescatar se habían ido con 
              él al suelo. Me acerqué a ellos para ayudarlos y nos 
              reímos mucho. Creo que aquella noche, durante la cena hablamos 
              del libro Dream of a Red Chamber, de las distintas traducciones 
              que existen en inglés de The Tales of Gengi y de poesía 
              japonesa. Después de la cena los acompañé caminando 
              a sus casas. La temperatura había subido derritiendo parte 
              del hielo y de pronto volvió a bajar helando todo, el mundo 
              parecía hecho de un cristal muy puro. En otra ocasión Verónica Volkow me visitó 
              acompañada de una poeta latinoamericana que se había 
              encontrado en Nueva York y Santiago y yo aprovechamos la oportunidad 
              para presentarles a Emir. La amiga de Verónica era bajita 
              y caderona, con aspecto de señora victoriana. Durante la 
              conversación que tuvimos aquella noche, salió que 
              Verónica había traído algunos poemas que había 
              escrito recientemente y que su amiga también traía 
              otro. Emir sugirió que leyéramos algo. Verónica 
              leyó dos poemas hermosos y yo leí unos hai-kus recién 
              escritos. Emir quedó muy complacido en mi caso quizá 
              porque los poemas habían tenido la virtud de ser breves. 
              Después leyó la amiga de Verónica, quien, a 
              diferencia de nosotros decidió ponerse de pie para hacerlo. 
              Sosteniendo en una mano un largo manuscrito (debieron ser por lo 
              menos veinte páginas), y con la otra un pañuelo de 
              encaje que armonizaba con su camisa de tiras bordadas, empezó 
              muy seria, la lectura. Para nuestra sorpresa el poema era un delirio 
              erótico que posiblemente hubiera podido ser hermoso si se 
              leyera quizá en voz baja o en otro tono. Además el 
              poema tenía una serie de imágenes "vanguardistas" 
              en las que se comparaba por ejemplo un "pezón ensangrentado" 
              con una "tarántula peluda aplastada". Yo no sé 
              si era la seriedad de la amiga de Verónica declamando en 
              voz alta a la Bertha Singerman, o las llamas de dos velas que ardían 
              reflejadas en nuestros pícaros ojos, pero de pronto, Emir, 
              Verónica, Santiago y yo nos empezamos a reír a carcajadas 
              y no hubo quien nos parara durante un buen rato. Creo que todos 
              al final nos quedamos con la sensación de que nuestra amiga 
              nos odiaría el resto de su vida. A los pocos meses la amiga de Verónica volvió a New 
              Haven. Su llegada coincidió con una invitación que 
              Emir me había hecho para pasar un fin de semana en Princeton 
              donde él iba a dar una conferencia sobre Borges. Dado que 
              yo me sentía culpable por haberme reído de la composición 
              de nuestra amiga, le pregunté a Emir si no le importaría 
              que también fuera ella. Él aceptó, creo, porque 
              secretamente compartía mi sentimiento. Entonces decidimos 
              alquilar un coche y fui yo quien manejó aquel día. 
              A pesar de que Emir nunca aprendió a conducir, era el copiloto 
              más eficiente que he conocido; aunque el exceso de indicaciones 
              a veces llegaba a fastidiar. Él partía de la base 
              que el conductor no sabía a dónde iba y se sentía 
              en la obligación de decir todo: dónde hay un semáforo, 
              cuándo hay que doblar a mano izquierda, dónde se puede 
              estacionar el coche. Su obsesión era tan grande que en más 
              de una ocasión, años más tarde, cuando yo ya 
              tenía coche, me indicaba el camino que yo debía seguir 
              para ir de mi casa a la suya, distancia no mayor de dos cuadras 
              y con un único camino posible. Rumbo a Princeton, mientras 
              Emir daba indicaciones, nuestra amiga nos contó con todo 
              lujo de detalles las experiencias eróticas que había 
              tenido ella años antes, cuando era soltera en Madrid con 
              Juan Carlos Onetti: cómo la había besado, cómo 
              le había desabrochado la blusa, cómo se entusiasmó 
              con sus pequeños pies, etc. Emir, que iba a mi lado, empezó 
              a responderle monosilábicamente y yo tanto por los comentarios 
              impúdicos de nuestra amiga como por las indicaciones excesivas 
              que Emir me iba dando en una carretera totalmente recta y bien señalizada, 
              me empecé a poner nervioso. Después de casi una hora 
              y media de trayecto y de haber querido en vano cambiar de tema y 
              convencer a Emir que estábamos en la ruta correcta, vi que 
              de pronto él se volteaba hacia ella sumamente irritado y 
              con voz aguda le decía: "Señorita, no me interesa 
              la vida íntima de mis amigos". Un largo silencio nos 
              acompañó hasta nuestro destino. Al llegar a Princeton, Emir desapareció y por más 
              que lo buscamos nunca pudimos encontrarlo. Intentamos asistir a 
              su conferencia pero no aparecía anunciada en el periódico 
              universitario. Decepcionados decidimos dar un paseo por la zona 
              comercial de la ciudad. En uno de los escaparates de una tienda 
              había una colección de kimonos para teatro Kno. Me 
              animé a entrar para preguntar el precio y probarme alguno. 
              Los kimonos eran maravillosos, eran de una seda tan pura que al 
              quererlos agarrar con la mano, ésta saltaba quedando la tela 
              sin ninguna arruga. Los había de todos colores y todos ellos, 
              además de ser muy anchos, eran tan largos, que puestos en 
              mí que soy alto, se arrastraban por el suelo por lo menos 
              medio metro. Me probé uno morado con un dragón bordado 
              en oro en las espaldas y otro rojo con una serie de libélulas 
              azules incrustadas volando alrededor de un río de plata. 
              Mientras me estaba probando el último en frente de un espejo 
              (los pliegues del kimono recordaban a los que aparecen en los grabados 
              de Utamaro), y me decían el fabuloso precio, me di cuenta 
              de que Emir estaba afuera mirándome tras el escaparate. Yo 
              me apené porque sentí que toda la escena había 
              sido sumamente frívola. Sin embargo, a Emir no pareció 
              importarle y al entrar a la tienda me dijo riéndose: "si 
              tu amiga sigue diciendo sandeces la mato". Me puse el abrigo 
              y nos encontramos con ella en la esquina donde había comprado 
              un cremoso helado. Esa noche cenamos en el Inn de Princeton 
              y al día siguiente volvimos a New Haven hablando de La 
              vida breve.  A Emir no le gustaba contar ni que le contaran secretos de alcoba 
              de nadie. En más de una ocasión lo vi furioso porque 
              alguien había contado en público algo acerca de sus 
              affairs amorosos. Sin embargo, a la gente le gustaba mucho 
              hablar de ellos. En aquellos años Emir era soltero y, como 
              soltero, podía hacer lo que le diera la gana. De vez en cuando 
              salía o viajaba con alguna amiga. A veces, terminaba una 
              relación y sin mayores dramas continuaba su amistad con la 
              persona con quien había roto. Sin embargo, la gente -y hablo 
              del grupo puritano de Nueva Inglaterra-, lo consideraba a veces 
              un libertino y estaba convencida de que Emir no sólo mantenía 
              varias relaciones paralelas -aunque en alguna ocasión se 
              haya dado el caso-, sino que también, éstas eran de 
              índole perversa. Un día alguien al verlo bajar de 
              un taxi amarillo acompañado de tres o cuatro mujeres comentó: 
              "Aquí llega Emir y su emirato". En el campus universitario 
              hay quienes opinaban que Emir encarnaba la figura del Don Juan. 
              En cierta ocasión él se quejó conmigo -y no 
              le gustaba quejarse-, diciéndome que muchos de los académicos 
              de Yale nunca lo invitaban a su casa porque era un hombre soltero, 
              aunque sabía que muchos de ellos hacían lo mismo que 
              él a pesar de estar casados. Una noche yo mismo fui víctima de dicha discriminación. 
              Habíamos ido al York Square Cinema a ver no recuerdo qué 
              película. Creo que llovía y había muchos paraguas 
              chorreando en la entrada. Estando en la cola observé que 
              un poco más adelante en la fila, estaba el viejo profesor 
              de literatura que había estado en el restaurant chino con 
              su mujer. Mientras Emir compraba las entradas escuché que 
              su mujer le decía en voz alta: "ahora no sólo 
              sale con adolescentes bonitas, sino también con atletas literatos". 
              A la salida del cine, mientras Emir pasaba al baño, me volví 
              a encontrar al viejo profesor y su mujer de frente. Me acerqué 
              a saludarlos y dije: "Señora, si el profesor Monegal 
              y yo hiciéramos lo que usted piensa, no vendríamos 
              al cine juntos", y ella avergonzada pidió una disculpa. 
              Sin embargo el viejo profesor sí era aficionado a los atletas. 
              Algunos amigos míos se lo encontraban a menudo en el baño 
              de vapor del gimnasio a la hora de ligue. Fue en la primavera de 1979 cuando empezamos a ir al cine una o 
              dos veces a la semana; hábito que mantuvimos hasta los últimos 
              meses que le quedaron de vida. A Emir el cine era la cosa que más 
              le gustaba. Conocía los nombres de todos los directores, 
              y de todos los actores, los nombres de todas las películas 
              y el lugar y, en cada caso, la fecha de la filmación. Cuando 
              le dieron un premio en Italia por su biografía de Borges, 
              lo que más lo conmovió fue el hecho de que Fellini 
              estuviera en la recepción y se le acercara para felicitarlo. 
              Durante muchos años Emir fue crítico de cine en Montevideo 
              y me contó en más de una ocasión que para hacer 
              una simple reseña tenía que ver la película 
              por lo menos tres veces. Otro día me sorprendió cuando 
              me regaló un libro que él había publicado años 
              antes sobre Ingmar Bergman. Su biblioteca sobre cine era inmensa. 
              En ella no sólo había estudios sobre directores y 
              obras específicas, sino también una gran cantidad 
              de argumentos, que él revisaba cuidadosamente encontrando 
              siempre claves útiles incluso para un espectador atento. 
              Ir al cine con él era toda una aventura, sobre todo cuando 
              se trataba de películas viejas; según transcurría 
              la función le iba diciendo a uno al oído, qué 
              actor era cual, en qué otra película había 
              aparecido, con quién, qué escena había sido 
              censurada por la moral de la época, qué actor dejó 
              de aparecer cuando inventaron el cine hablado, etc. No podría 
              enumerar las películas que vi con él. Había 
              ocasiones en que íbamos al cine todos los días. Muy temprano por la mañana me llamaba para decirme: "Hoy 
              por la noche pasan una película de Stronheim en la Escuela 
              de Derecho"; "hoy a la cinco pasan una cinta de Jean Renoir 
              en el Museo de Arte Británico"; "mañana 
              pasan, y no quiero perdérmela, una excelente película 
              italiana de los años treinta que nunca han exhibido". 
              Vimos un ciclo entero de cine japonés en el Art Gallery Center 
              y cuando empecé a escribir mi tesis, él encargó 
              a la Escuela de Cine, todas las películas en donde había 
              aparecido George O'Brian, uno de los objetos del deseo de Luis Cernuda 
              en los años veinte. A veces incluso llegamos a ir a Nueva 
              York para ver una película que en New Haven no estaban pasando. 
              Emir programaba todo tan bien que en una sola tarde en Manhattan 
              daba tiempo para ir a una exposición de pintura, ver dos 
              películas y además comer una hamburguesa en algún 
              self service. Le gustaban las películas de ciencia 
              ficción e incluso llegaba a verlas varias veces. Le encantaban 
              también las de Hitchcock. En la cocina de su apartamento 
              de la calle York tenía un poster donde aparecía 
              el director inglés y, mientras preparaba una ensalada, siempre 
              hacia algún chiste sobre él. Le gustaban más 
              las películas europeas que las americanas. Alguna vez lo 
              vi furioso al salir de un cine después de ver una "americanada" 
              -como él las llamaba-, por ser el argumento y la actuación 
              de los actores demasiado obvios y siempre sentimentales. Generalmente 
              antes de ir al cine cenábamos ya fuera en mi casa o en la 
              suya. Emir era especialista en churrascos, y, mientras cocinaba 
              me hablaba siempre de sus orígenes gauchos. Además del cine, a Emir le gustaba la televisión. 
              Le gustaba tanto que a veces daba la impresión de que se 
              había vuelto adicto a ella. Era capaz -igual que Manuel Puig- 
              de levantarse a las tres o a las cinco de la mañana para 
              ver una película que por alguna razón se había 
              perdido o que le gustaría volver a ver. Cuando su aparato 
              dejaba de funcionar, se ponía tan furioso que parecía 
              el fin del mundo; y enseguida llamaba a alguno de sus amigos que 
              tenían televisión para preguntarle si podía 
              ver el programa pensado en su casa. Todos los domingos me llamaba 
              para invitarme a ver la película que estaban pasando en el 
              canal 13 de Nueva York. Recuerdo que seguimos sin perdernos un solo 
              episodio Brideshead Revisited, Marco Polo y en los 
              últimos meses The Jewel of the Crown, serie que le 
              gustó tanto que no sólo leyó los cuatro tomos 
              de la novela en la que fue basada, sino que, estando ya grave en 
              el hospital, me pidió que le comprara el libro sobre la filmación 
              de la serie. Sin duda este último cuarteto influyó 
              en él a la hora de escribir sus memorias. ¿Pensaría 
              escribir algo parecido? En el invierno de 1979-80 vino por primera vez a pasar unos meses 
              a New Haven Selma Rodrigues, de quien me hice inmediatamente amigo. 
              Emir la había conocido en alguno de sus viajes a Río 
              de Janeiro; sin embargo, jamás había hablado de ella 
              a ninguno de sus amigos de New Haven. Emir tenía la tendencia 
              de mantener su vida privada en secreto, especialmente cuando se 
              trataba de asuntos con mujeres, y esta actitud hacía que 
              mucha gente imaginara que su vida era más compleja y misteriosa 
              de lo que en realidad era. En esos años jamás me contó 
              que su supuesto padre -de quien habla en las memorias- moriría 
              en aquel entonces, ni tampoco me comentó que se había 
              casado varias veces, ni que tenía hijos. Si Emir no hablaba de su vida, posiblemente era por temor de que 
              alguien pudiera herirlo. Dada la diferencia de edad y el respeto 
              que le tenía, yo era poco afecto a hacerle preguntas. La 
              misteriosa aparición de Selma en la gélida New Haven, 
              con su cálido carácter y su dulzura, fue una sorpresa 
              grata para todos. Selma tenía -y tiene- la capacidad de establecer 
              fácilmente relaciones íntimas con la gente. En cierta 
              manera ella parecía el complemento perfecto a la personalidad 
              austera y a veces sarcástica de Emir. Quizá por tener 
              ella el misma nombre que la escritora sueca, Selma Lagerlöf, 
              pensé en aquel entonces, que se quedaría siempre en 
              New Haven y que disfrutaría cada invierno de la nieve que 
              tanto le había gustado en esa ocasión. Sin embargo 
              sus obligaciones familiares no le permitían dejar Brasil 
              más de dos meses al año lo cual crearía problemas 
              más adelante entre ellos. Durante sus visitas iba a menudo 
              a mi casa a tomar una taza de café y me contaba su vida, 
              los problemas que había tenido en su primer matrimonio, lo 
              que estudiaban sus hijos, cómo se hace la sopa de palmito, 
              el flan de coco, la torta pascualina
 Pero más que nada 
              me hablaba de Emir. A veces me daba la sensación de que ella 
              tampoco lo conocía plenamente, ya que me hacía preguntas 
              que me dejaban un poco perplejo, porque suponían una intimidad 
              que yo con él no tenía. Otras ocasiones cenábamos 
              los tres juntos, o acompañados de otros amigos de New Haven, 
              o de Jill Levin y su amiga Lydia Rubio, cuando éstas estaban 
              de paso rumbo a Boston. La primera visita de Selma concluyó aquel invierno con un 
              congreso sobre literatura brasileña para el cual Emir me 
              pidió que organizara un carnaval en mi casa. Di muchas fiestas 
              en New Haven, pero ninguna tuvo tanto éxito como la de aquel 
              año. Debo decir que, aunque mi departamento era propiedad 
              de Yale, se encontraba en una esquina que era el sitio predilecto 
              de las prostitutas y travestis de la ciudad. Cada sábado 
              circulaban por esa esquina caravanas de camionetas pick-up provenientes 
              de las zonas rurales de los alrededores, cuyos choferes buscaban 
              con quien entretenerse. Aquella noche de febrero, a pesar de estar 
              todas las calles de New Haven cubiertas de nieve, quizá por 
              la animada música que llegaba hasta la calle, o por la gente 
              que entraba y salía, las prostitutas y los travestis habían 
              proliferado como nunca. Hubo un momento en que no se supo si la 
              fiesta era adentro o afuera. Nélida Piñón, 
              quien había dado una excelente conferencia por la tarde, 
              llegó vestida de hombre; el poeta Manolo Durán, de 
              embajador turco; su mujer, de bailarina rusa; Roberto González, 
              de pirata; Santiago, de jinete afgano; yo de personaje de Las 
              mil y una noches; y Emir, de compadrito (haciendo honor al cuento 
              de Borges). Llevaba un smoking de los años cincuenta, bigotes 
              falsos y un sombrero de gángster. En una foto aparecemos 
              Santiago, Selma, Emir y yo retratados. Todo el mundo bailó 
              salsa y samba hasta muy tarde y Emir no sólo enseñó 
              tango a las estudiantes, sino también a los chicos, escandalizando 
              sin querer a algunas personas. El mismo profesor que no se había 
              dado cuenta que el restaurant donde había cenado con Cabrera 
              Infante era chino y que acudía con frecuencia al steam 
              room del gimnasio, le dijo a su mujer que se pusiera el abrigo 
              inmediatamente porque nuestra inocente fiesta pronto terminaría 
              en una orgía. La fiesta de aquel año tuvo tal éxito 
              que tanto Emir como Selma me animaron a pasar el próximo 
              verano en Brasil. Aquel semestre me preparaba para los exámenes de doctorado. 
              Creo que nunca había leído tanto. Casi todos los días 
              Emir me llamaba a las seis de la mañana para decirme: "Es 
              hora de que te pongas a trabajar"; y gracias a esta presión, 
              que yo a veces interpreté como un acto sádico y a 
              la cual me rebelé en más de una ocasión, leí 
              todos los libros que aparecían en el programa, así 
              como la crítica más importante sobre ellos. En nuestra 
              conversación matutina, Emir también hacía planes 
              para la cena y, durante la sobremesa, me hacía todo tipo 
              de preguntas relacionadas con mis lecturas recientes. Cuando llegó 
              la fecha de mi examen por primera vez vi a toda la literatura como 
              un sólo libro. Este interés que Emir a veces mostraba 
              por algún alumno no siempre tuvo los mejores resultados. 
              En una ocasión empezó a presionar a un estudiante 
              para que avanzara en su lento y mediocre trabajo. Lamentablemente, 
              el alumno terminó peleándose con él y vociferando 
              que Emir le fiscalizaba su sórdida vida. Emir acostumbraba llamar a la gente muy temprano porque tenía 
              la costumbre de empezar sus labores al amanecer, y estaba convencido 
              que si alguien no producía lo suficiente, era debido a una 
              mala planeación en sus horarios. Emir seguía los suyos 
              tan al pie de la letra que cuando tenía un huésped 
              -como años más tarde yo llegué a serlo-, solía 
              cederle su dormitorio y dormir en una pequeña cama que tenía 
              en el estudio para poder así trabajar desde temprano. Su 
              estudio en la calle York ocupaba una de las habitaciones del departamento 
              y consistía en tres libreros de pared a pared y de suelo 
              a techo; una inmensa mesa, que él mismo había hecho 
              y que tenía una gran cantidad de papeles encima; y la pequeña 
              cama empotrada en el closet. En esa habitación Emir elaboraba 
              cada uno de sus trabajos. Cerca de la máquina de escribir 
              había una cantidad de diccionarios fascinantes: de ángeles, 
              de mitos bíblicos, de términos científicos, 
              de lugares utópicos, etc. Un día me conmoví 
              al entrar en esa oscura habitación -Emir siempre tenía 
              cerradas las cortinas- y ver que había colocado una foto 
              mía entre las de sus hijos.  Ese año, después de mis exámenes viajé 
              por primera vez al Brasil. Nunca había estado ese país 
              y la única imagen que yo tenía de Río era la 
              que yo me había hecho, mezclando las anécdotas que 
              contaba mi abuela Concha sobre una viaje que había hecho 
              por esas latitudes en la era del Charleston, con la que aparece 
              en las tarjetas postales o en las películas. El día 
              de mi llegada, Emir y Selma habían rentado un coche para 
              mostrarme la ciudad. Recuerdo el entusiasmo de Emir al enseñarme 
              la casa donde vivió de niño, el hotel donde acostumbraba 
              hospedarse antes de conocer a Selma, el cementerio donde estaba 
              enterrado su padre (en aquel entonces me empezó a hablar 
              de su familia), el Corcovado, el Pan de Azúcar, las playas 
              de Flamengo y Copacabana, Leblon e Ipanema. En nuestro paseo, además 
              de gozar de esa felicidad que sólo se experimenta ante la 
              belleza nueva, debo de admitir que estaba un poco preocupado porque, 
              a pesar de que Selma y Emir me habían hospedado en su casa 
              con toda la amabilidad del mundo, ésta era demasiado pequeña 
              para el número de personas que éramos y yo sentía 
              que mi presencia durante unos días podía ser un inconveniente. 
              Aunque les expresé mi preocupación, ellos me dijeron 
              que "me dejara de pavadas". Al llegar al Alto da Boa Vista, 
              Emir, para tomarme el pelo, señalándome con el meñique 
              la entrada de un hotel de paso me dijo: "Si preferís 
              hospedarte aquí, podés hacerlo
" Yo me quedé 
              un poco atónito, sin entender lo que quería decir, 
              pensando que ese sitio era demasiado retirado de la ciudad y quizá 
              un poco peligroso. Entonces Emir dijo: "las camas son muy cómodas 
              y sobre la cabecera hay un espejo grande que se mira en otro espejo 
              que está enfrente y que reproduce la realidad infinitamente
" 
              La broma me hizo gracia y le respondí que si me interesaba 
              alguien, ya sabía adonde podía llevarlo. Emir tenía fascinación por los espejos. No sólo 
              en su dormitorio en Río de Janeiro tenía dos lunas 
              dispuestas de la misma manera, sino también en el de New 
              Haven. No sé qué sensación le produciría 
              despertarse a medianoche y verse reflejado en ellas. En 1982, después 
              de haber desmontado mi apartamento de la calle Park para irme a 
              México, me hospedé en su casa durante unos días 
              y, como era la costumbre, él me cedió su alcoba para 
              poder trabajar desde temprano en el estudio. Una noche, al despertar 
              sobresaltado por la angustia que me producía volver a mi 
              país, me vi reflejado infinitamente en los espejos. Por un 
              momento pensé que estaba sumergido en una pesadilla. Para 
              tranquilizarme me puse a hojear alguno de los libros que estaban 
              a mano. Emir tenía en esa habitación una de las bibliotecas 
              más completas que he visto sobre arte erótico: el 
              amor en la India, prácticas sexuales en la China, erótica 
              japonesa, la tradición cortesana en la Alta Edad Media, la 
              homosexualidad en las vasijas griegas, las esculturas fálicas 
              incas, la expresión del deseo en el siglo XIX, las prácticas 
              sadomasoquistas en la Francia de la Ilustración, Eros en 
              el siglo XX y muchísimos volúmenes más, que 
              en alguna otra ocasión miré detenidamente sintiendo 
              que profanaba de alguna manera, la intimidad de mi querido profesor. 
              Sin embargo, no fui yo el único de sus amigos que tuvo acceso 
              a esos libros, a pesar del escándalo que pudieron causar 
              en cierta gente. Emir los mostraba orgulloso diciendo: "No 
              sé de qué se asombran, si esto mismo aparece en la 
              Biblia". Emir era un ser sumamente liberal en todo lo relacionado 
              con la sexualidad y se oponía terminantemente a cualquier 
              tipo de discriminación. En más de una ocasión 
              lo vi despotricar en contra de las persecuciones típicas 
              de los países totalitarios. Recuerdo el entusiasmo con el 
              que celebraba en aquel viaje a Río los cuerpos bronceados 
              y semidesnudos de los cariocas que encontraba en la playa. Me decía: 
              "Mirá como camina esa chica, parece un gato"; "Mirá 
              esa pareja abrazada, son dos llamas ardiendo". Para él, 
              a diferencia del Río de la Plata, Brasil -y estoy hablando 
              del Brasil durante el proceso de democratización- era sinónimo 
              de libertad y toda libertad, decía, era creativa. Además, 
              en el Brasil, Emir había encontrado, como más tarde 
              me di cuenta, muchas de las teorías que expone Mikhail Bakhtin 
              en su obra: el carnaval, el espejo, la parodia, la intertextualidad. 
              En ese mismo viaje, él utilizaría esas teorías 
              en un seminario que daría en colaboración con Irlemar 
              Chiampi en la Universidad de San Pablo. Me es imposible contar todas las anécdotas relacionadas 
              con Emir durante ese viaje al Brasil: los encuentros que tuvimos 
              en las casas de Haroldo de Campos y Jorge Schwartz, el viaje que 
              hicimos con Selma a Teresópolis, los paseos que dimos por 
              el centro de Sao Paulo con Horacio, las largas conversaciones sobre 
              poesía, traducción, novela, la despedida que me hizo 
              Irlemar en su casa una noche antes de partir, etc. En la Navidad de ese mismo año invité a Selma y a 
              Emir a pasar las vacaciones en la casa de mis padres. A partir de 
              ese momento, Emir también se hizo amigo de todos los miembros 
              de mi familia y cada vez que iba a México a un congreso, 
              o a dar alguna conferencia, los visitaba. Durante esas vacaciones 
              en México, Selma y Emir se veían tan enamorados que 
              todos los amigos pensamos que eran la pareja perfecta. Nunca nadie 
              imaginaría que un año después estarían 
              teniendo serios problemas conyugales. Estos problemas se debían 
              en gran medida, a que Emir, a veces, tenía reacciones inesperadas. 
              De la misma manera que en aquel viaje a Princeton decidió 
              desaparecer para no volver a ver a la amiga de Verónica Volkow, 
              cuando decidió abruptamente separarse de Selma, no sólo 
              no le dio a ella una explicación convincente y terminó 
              la larga relación con una breve carta, sino que decidió 
              además distanciarse de todos aquellos amigos que según 
              él podíamos ser leales a ella. Por muchos años 
              yo me he preguntado en qué podría consistir nuestra 
              lealtad o deslealtad, si ninguno de nosotros deseaba involucrarse 
              en algo en lo que afortunadamente nadie nos había invitado 
              a participar. Unos meses antes de morir, Emir me dijo que su reacción 
              había sido muy infantil. Podría contar otras anécdotas 
              por el estilo pero creo que no merece la pena. Salvo estas "niñerías", 
              como él mismo las llamaba -frecuentes en los meses que estuvo 
              enfermo- nuestro trato durante los ocho años que fuimos amigos 
              fue amable y cariñoso. En los dos años que Horacio y yo permanecimos en México, 
              Emir nos visitó muchas veces. ¡Con qué alegría 
              lo esperábamos en el aeropuerto! Durante sus breves estancias, 
              además de encontrarnos con amigos mutuos (Ida Vitale y Enrique 
              Fierro, Danubio Torres Fierro, Ulalume y Teodoro González 
              de León, Octavio y María José Paz), hablábamos 
              mucho. Nos contaba sobre su vida en New Haven, sobre lo que estaba 
              escribiendo, sobre los proyectos que tenía. Sin embargo, 
              en su última visita - viéndolo ahora en retrospectiva-, 
              se veía muy cansado, avejentado. Emir ya no era aquel que 
              veía dos películas en un día después 
              de haber recorrido un museo unas horas antes. Quizá el cáncer 
              que le quitaría la vida unos meses después, habría 
              ya empezado a desarrollarse. Tal vez fue en su última visita 
              a México o en un breve viaje que hice a Yale cuando terminé 
              mi tesis de doctorado, cuando nos propuso a mí y a Horacio 
              que volviéramos a New Haven, yo como profesor y Horacio como 
              estudiante, para que terminara así su doctorado que en México 
              no le permitieron continuar. Cuando llegamos a New Haven, en el otoño de 1984, nos encontramos 
              con la sorpresa de que Emir se mudaba de casa. Dejaba su antiguo 
              departamento en la calle York, donde había vivido desde que 
              llegó a los Estados Unidos, para mudarse a uno pequeño 
              en la calle Livingston. Nunca he visto tantos libros juntos, tantos 
              papeles, tantas cajas apiladas en el centro de las habitaciones. 
              A Emir la mudanza le producía una especie de parálisis. 
              Un día que fui a su casa a ayudarle, me lo encontré 
              sentado en una caja, desconsolado. A pesar de que hubo cargadores 
              profesionales y varios camiones, sin nuestra ayuda nunca hubiera 
              podido mudarse. Al empezar a instalarse en su nuevo apartamento, 
              Emir estaba feliz; el cambio significaba para él rehacer 
              su vida, reestablecer su relación con Selma, tener cerca 
              amigos con los que se sentía a gusto. Sin embargo a los pocos meses de haberse mudado a la calle Livingston, 
              Emir empezó a sentirse mal. Recuerdo que había ido 
              con Selma -quien había vuelto a estas regiones después 
              de casi tres años de ausencia- a pasar un fin de semana a 
              la casa de su querido amigo, Tom Colchie, en Nueva York. A su regreso, 
              Emir atribuyó su malestar a una salsa de tomate que había 
              comido; Selma, a la tensión que le producía afrontar 
              el hecho de que la relación entre ambos parecía estar 
              fracasando. Nosotros, conociendo los estragos reales que pueden 
              hacer las salsas de tomate y las separaciones, decidimos que tenía 
              que ir al médico. Emir, en un principio, se resistió, 
              pero después de que Selma ya se hubiera ido a Río 
              de Janeiro lo convencimos. Los resultados del primer análisis 
              fueron desastrosos. El médico que lo operó dijo que 
              Emir moriría en menos de ocho meses. Y así fue. Pienso en él, ahora que se ha ido, en todo lo sucedido en 
              estos últimos años; en nuestras idas al cine, ya fuera 
              en New Haven, en Manhattan o México; en nuestras cenas en 
              "el chinito", en nuestras conversaciones; en la forma 
              en la que Emir veía el mundo, en su lealtad como amigo; en 
              la excesiva violencia con que a veces trataba a ... Pienso en todo 
              esto y no alcanzo a entender la muerte. De niño viví rodeado de escritores y la imagen que 
              conservo de ellos no es la del hombre público que alcanzó 
              la fama, ni la que transluce después de la lectura de sus 
              obras, sino aquella hecha de las pequeñas cosas que inventan 
              el vivir cotidiano y nos hacen mortales. He tratado de dar en estas 
              páginas una imagen de Emir basada en la convivencia de casi 
              ocho años. En otra ocasión hablaré del otro 
              Emir, el que vive en otro tiempo, el que vive en su obra y es literatura."   |