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El Viaje a Minas

Marzo, 16 de 1883.-

Tomé mi boleto, arreglé mi equipaje, dormí con sueño entrecortado, como siempre que está uno en vísperas de un viaje, y al primer golpe que dio el cochero en mi ventana ya estaba yo de pie, vistiéndome de prisa para no perder el tren que había de salir a las cinco y media.

A las cinco, ya estaba yo en la calle. La luna apenas lograba hacer llegar hasta la tierra sus débiles reflejos, corridos por el haz de luz que brotaba del naciente. Las estrellas se borraban del cielo como lavadas por la gran esponja amarilla oculta todavía tras del horizonte, y ni una sola nube manchaba la bóveda azulada.

La mañana era tibia y serena. El mar estaba quieto y liso, como si de una sola plancha fuese hecho, y en ella enclavados los buques, de cuyos mástiles y vergas pendían lacios los paños, izados para secarlos de la humedad de la noche.

La ciudad todavía no había despertado. Como sus habitantes, dormían sus ruidos y sus palpitaciones. Alguna que otra chimenea dejaba escapar un largo penacho de humo que subía hacia el cielo, hasta perderse en las alturas.

En las inmediaciones de la estación notábase algún movimiento. Carruajes que llegaban atestados de valijas y pasajeros; peones que cargaban los bultos; idas y venidas de los viajeros que atendían a que nada se les quedase, tomando sus guías y pasaje; despedidas más o menos íntimas; y al cabo de un poco rato, todos quedamos enjaulados dentro de los vagones.

Sonó una campana; luego redobló un pito; silbó la locomotora con un ronquido; chilló el vapor al circular por las arterias de la máquina: y el tren arrancó lentamente, al paso, acompañando la marcha con toques de campana, tristes y monótonos, como si doblaran a muerto.

Conversé durante algún tiempo con mis compañeros de vagón, que eran dos amigos, y agotado el tema sobre las probabilidades de que fuese buen viaje, y de cómo estaban los caminos, y de si había o no había matreros, cada cual se entregó a sus pensamientos, y yo a observar lo que me rodeaba. El tren se había detenido en la Unión, y en ese momento, el sol desbordaba el horizonte, rojo como púrpura, presagiando un día de fuego. Las casas y los árboles proyectaban sus sombras largas en las ondulaciones del terreno, y los rayos, horizontales agujereaban el follaje y se filtraban por todos los resquicios, prolongándose en chorros de luz en que hormigueaban millones de corpúsculos casi imperceptibles, de esos que pueblan el aire que respiramos.

El tren emprendió nuevamente la marcha, y pronto llegamos a las alturas de Toledo, deteniéndose cerca de la antiquísima y tradicional capilla de Doña Ana.

¡Magnífico panorama! El campo se abre en todas direcciones sin más horizonte que el de las lejanas lomas, manchado el terreno de verde aquí y allá con los maizales de las chacras. De Montevideo no queda más vestigio que el Cerro, que recibe de lleno la luz del sol, uno de cuyos rayos, filtrándose por los cristales de la farola, la ilumina con resplandores radiantes. Por el norte, como naciendo de la cuchilla, surgen las torres de la iglesia del Sauce; el oeste lo cierra la ceja negra de los eucaliptos de Villa Colón sobre los cuales se destaca la empinada chimenea de la fábrica de ladrillos, y al este se ve festoneado el celeste claro del cielo con los perfiles obscuros de las sierras de Maldonado y Minas.

El tren sigue su marcha, se detiene un instante en Joaquín Suárez, cuya principal casa es la escuela, y en seguida vuelve a rodar hacia la llanura en que blanquea la villa de Pando. En pocos minutos hemos llegado, y todos nos disponemos a seguir viaje en las diligencias que esperan cerca de la estación.
—¿El mayoral de la diligencia de Minas? — pregunto a un viejo que activa el desembarco de los equipajes.
—Servidor, señor, — me contesta el mismo. ¿Usté va conmigo?
—Para Minas voy, con quien me lleve; y sin más diálogo, hice cargar mi equipaje, me metí dentro de la diligencia que salía para San Carlos y Rocha. En ella tomaron asiento mis compañeros de tren y yo me quedé solo, a la expectativa de mis nuevos compañeros, que fueron llegando uno a uno, haciendo mil recomendaciones al cuarteador para que arreglase bien los equipajes en la baca. Todos eran desconocidos para mí. Unos subieron al pescante y otros al interior, completando entre todos el respetable número de quince, bastantes y aún sobrantes para ir todos incómodos, sentados de medio lado para ocupar el menor espacio posible. Mi vecino llevaba sobre las faldas una jaula de loro con su lorito dentro. No se crea que sea esto un detalle inventado para dar más colorido al viaje en diligencia: no tal. Llevaba su loro muy ufano, y no parecía mortificarle aquella molesta carga. Felizmente el loro no hablaba, ni su dueño se empeñaba en hacerle hablar, por donde verá el lector cómo puede un animalito parecerse a un diputado.

Yo soy algo práctico en esto de viajar en diligencia, y como arma de defensa contra uno de los peligros más frecuentes, llevaba un libro, dispuesto a hacer uso de él sólo en último caso, porque deseaba contemplar aquel paisaje desconocido para mí.

Embutidos todos en nuestros asientos, como piezas de mosaico, tomó el mayoral las riendas, enarboló el látigo, montó el cuarteador, y a un "¡vamos!" salpicado de tres o cuatro latigazos, arrancaron los caballos, rodó la diligencia, y empezaron los barquinazos.

No habíamos caminado dos cuadras, cuando oímos los gritos y vimos los manoteos que hacía un hombre que corría a pie en dirección a nuestro vehículo. Paró la diligencia, y llegó el de los gritos todo sofocado, diciendo que inadvertidamente se había metido en la galera que iba para San Carlos, error de que se había apercibido felizmente a las pocas cuadras de haber emprendido la marcha. .

Todo aquello estaba muy bueno, pero la cuestión era que no había donde meter a aquel viajero de última hora. Always place for one more, dicen los norteamericanos: siempre haya lugar para uno más; y el mayoral Trías, aunque no es yanqui, parece serlo, pues hizo de manera que hubiese lugar para uno más donde apenas cabían los que ya íbamos.

Todo fue ver a mi compañero y quedarme hecho una pieza. Comprendí que iba a tener que hacer uso de mi libro. Yo le conocía, de vista nada más, y temía que él también me conociese, porque de seguro íbamos a tener diálogo.
—¡Buenos días? — dijo el recién llegado con una sonrisita plácida, como de quien quiere captarse la buena voluntad de aquellos a quienes va a incomodar.
—Buenos días, — le contestaron con cara de pocos amigos mis compañeros, y yo apenas rezongué un saludo, esquivando en lo posible darle el frente para evitar un reconocimiento.

Entró el hombre en su asiento como taco en su escopeta, y no bien estuvo medio arreglado, comenzó a contar el chasco que le había sucedido, y el peligro que había corrido de llegar a San Carlos cuando él creería encontrarse en Minas.

Yo saqué la cabeza por la ventanilla para mirar al campo, y al mismo tiempo acariciaba con la mano el lomo de mi libro, como se acaricia la culata de una pistola cuando se presiente un peligro.
—¡Vamos pingo! ¡heih! ¡fuera! ¡firme, boleros!— gritaba el mayoral distribuyendo latigazos a derecha e izquierda cada vez que llegábamos a un barranco, y la diligencia pasaba a la disparada, dando tumbos violentos que nos hacían saltar a pesar de ir empaquetados como si fuéramos mercancía frágil.

El sol bañaba los campos reverberado sobre el pasto como si de la tierra saliese humo; la diligencia iba envuelta en una nube de polvo, y los caballos sudaban desde las orejas hasta las ranillas llenos de espuma allí donde les rozaban los arreos, abriendo tamañas narices para aspirar el poco aire que corría.

De un solo tirón nos hicimos seis leguas, deteniéndonos tan solo a la subida de los repechos, "pa dar un poco de resuello a estos mancarrones", decía el mayoral, y como cuadraba la casualidad de que siempre que parábamos era frente a una pulpería, él también tomaba, no sé si resuello, pero sí algo que se tomaba en vaso, y en seguida volvíamos a emprender la marcha, hasta que llegamos a la costa de Solís Chico, donde está la posta y la posada.

Bajamos como pudimos, pues estábamos entumidos, como esos pollos que traen maneados al Mercado, y una vez en tierra, nos entregamos todos a ejercicios gimnásticos de brazos y piernas para restablecer la circulación. Entre tanto, el mayoral y el cuarteador se ocupaban en desensillar los caballos. Salían los pobres mancarrones macilentos y trasijados, con el pescuezo agachado, oliendo el suelo, hasta que encontraban la tierra blanda, y allí se revolcaban, sin fuerzas casi para darse vuelta, y volvían a levantarse hechos unos demonios, llenos de polvo desde el hocico hasta la cola, o mejor dicho embarrados con el polvo y el sudor que los bañaba.

A la voz de que la comida estaba pronta, ninguno de los viajeros se hizo esperar. Entramos todos en el comedor, así llamado porque allí se comía, y nada más que por eso, pues servía también de alcoba y de sala, según la hora; y nos sentamos en torno de una mesa muy larga y muy ancha, en cuyo centro humeaba una gran sopera que contenía un cocido de fideos.

Este momento de la comida era el que yo temía, porque comprendía que no me sería posible seguir guardando el incógnito sin pasar por un grosero. El uno que pasa un plato, el otro que se empeña en servir vino, el de más allá que ofrece una presa más suculenta que la que a uno le ha tocado en suerte; todas ésas son finezas a que hay que corresponder, dando las gracias, contestando a las preguntas, y entrando en conversación con los vecinos.

A poco rato ya chacoteábamos sobre el pan, sobre la procedencia leguminosa del café que nos servían, y ya creía yo que pasaría la cosa sin tener que exhibir mi fe de bautismo, cuando cata aquí que el que estaba a mi lado me dice:
—Usted ha de ser de la familia de fulano.
—No señor, — le contesté.
—Pues hombre, es usted tan parecido que hubiera jurado que era hermano de mengano.

El hombre había errado el golpe, y yo, dispuesto a sostener mi incógnito como si fuese una plaza de guerra, me encerré en un absoluto mutismo. En balde me buscaban la boca; las preguntas y las indirectas me pasaban zumbando por el oído, y yo, ¡chito! ni siquiera pestañeaba.

No sabiendo ya cómo buscarme la lengua, uno de mis compañeros me ofreció de sobremesa un diario.
—Gracias, — le contesté; soy confitero.

Miróme mi hombre un tanto sorprendido, dudando entre si estaba loco o pretendía burlarme de él, y yo, temeroso de que fuese a creer que quería hacer mofa, caí en la tontería de añadir:
—Le he dicho a usted que soy confitero queriendo con eso significarle que, así como no hay nada que empalague más a un confitero que los confites, así, también, nada hay que empalague tanto como un diario a quien se ocupa, como yo, en hacerlos.

¡Nunca lo hubiera hecho! Todo fue descubrir mi malhadada profesión y caerme encima veintiocho ojos, correspondientes a catorce caras, que me refistoleaban de arriba abajo.

Aquella debilidad mía fue como abrir una brecha en la muralla de una plaza sitiada, y por allí me entraron a la carga.
—¿Escribe usted en El Siglo, en La España, en la...?
—Escribo en La Razón.

¡Bomba! me miraron entonces con cara más espantada, y hasta creo que alguno me observó por detrás para ver si tenía la cola del diablo. ¡Ah! dijo uno, ya le conozco a usted — usted es...

Y sin dejar concluir, para evitar más interrogatorios, le interrumpí diciendo:
—Eso es, si señor; soy Sansón Carrasco, servidor de ustedes.
—Hijo de...?
—No señor, sobrino.
—Casado con la hija de...
—No señor; con una sobrina.
—¿Y va usted a Minas?
—Si señor, a Minas.
—Por la salud?
—No señor, por paseo.
—¿Y qué dice usted de la situación, señor, Carrasco? me preguntó uno que las echaba de político.
—No digo nada, le contesté. Me he recetado ocho días de abstinencia política, y usted me perdonará si no le contesto, porque estoy firmemente resuelto a cumplir mi propósito.
—Con que usted había sido el bachiller Carrasco...
—Sí señor, si usted no manda otra cosa.

Comprendí que estaba perdido. Tenía por delante doce leguas mortales, sin la defensa del incógnito que tan útil me había sido hasta allí para observar la campiña que íbamos recorriendo.

Entonces, como el viajero que apercibe sus armas cuando va a pasar una espesura, acudí yo a preparar las mías. El libro que tenía estaba todavía con las hojas plegadas, y me apresuré a abrirlas con un cuchillo desde el principio hasta el fin para que no llegase un momento en que me quedara en descubierto.

—¡A bordo! ¡a bordo! gritó el mayoral golpeando las manos, y volvimos a empaquetarnos dentro de nuestro vehículo. Yo subí el primero, me coloqué en mi rincón, dirigí una última mirada a la sierra que sombreaba delante de mí, mostrándome ya algunos de sus detalles, y abrí mi libro, colocándolo a la altura de los ojos para conservarme a la defensiva.

—¡Vamos! gritó el mayoral al cuarteador, y éste dio una media vuelta, empuñó la cuarta, y tomó el camino, íbamos despacio, bajando las barrancas del arroyo que corría muy angosto sobre su lecho de arena. Cuando llegamos a la orilla el mayoral hizo chasquear el látigo, gritó: "¡heih! ¡tiren guapos! ¡firme boleros!" se oyó el chapaleo de los caballos en el agua, las ruedas despidieron rayos líquidos al girar rápidamente dentro del arroyo, y a todo escape subimos la barranca opuesta, dando tumbos y barquinazos que hacían crujir el maderamen del vehículo, entre los gritos roncos del mayoral que azuzaba a las bestias para que repechasen la cuesta.

Normalizada la marcha al trote, volví a mi libro y empecé a devorarme las páginas, mientras a mi alrededor se entablaban conversaciones animadísimas sobre el precio de los ganados, la duración de la sequía, los destrozos de la langosta y otros tópicos de circunstancias. Mareado con el tambaleo de la diligencia y con tener los ojos fijos sobre el libro, tuve forzosamente que dejar por un momento la lectura, y no bien levanté la vista, ya se me vino encima el viajero de última hora, a quien tanto miedo tenía desde que subió.

Me preguntó por mi familia hasta la cuarta generación, me contó cómo había sido él muy amigo de un mi tío a quien yo no conocí, me hizo saber que tenía relaciones con mi suegro, y con mi cuñado, y con mi concuñado, y una vez que concluyó con mi familia, iba ya a empezar con la suya; pero se tomó un momento para respirar, y ese momento lo aproveché yo para engolfarme nuevamente en mi lectura, cubriéndome la cara con el libro.

Aquello era un duelo sin cuartel. Mi contrincante esgrimía la lengua y yo mi libro, cubriéndome, atajándome, haciendo fintas para no darle entrada, pero así que el cansancio o algún barquinazo me hacían abandonar mi posición ¡zas! ya se me venía a fondo, me atacaba sin descanso, y no me dejaba hasta que yo no conseguía volver a restablecer mi sistema de defensa, abroquelándome con aquel libro salvador que la intuición del peligro me había puesto en las manos.

Nada vi desde Solís Chico hasta Solís del Medio. Cuando pasamos el arroyo, en seco casi, la diligencia se detuvo; habíamos llegado a la posta donde debíamos mudar de caballos.

Era la una del día. El sol caía a plomo, encandeciendo la tierra y aplastando los pastos ruines que habían sobrevivido a la seca. Para dominar el paisaje subí a una pequeña altura, y desde allí ya pude divisar la sierra con todos sus accidentes. Ya no era aquella muralla compacta, azulada por las brumas matinales, que había visto desde las cuchillas de Toledo. Ahora se distinguían los cerros, y se veían las hondonadas sombreadas con los matorrales de espina de cruz, de chilca y de esas otras plantas de follaje oscuro que crecen entre las breñas. Mirando hacia Minas, veía a mi derecha la cordillera que nace en la costa del mar con el Pan de Azúcar y que cruza todo el territorio internándose en el Brasil.

—¿Ve usted ese cerro redondo que tenemos por delante, aislado de la cadena de la serranía? — me dijo un caballero que hacía el viaje en el pescante, y a quien tengo que agradecer la cortesía con que me trató.
—Sí, veo, le contesté.
—Pues nosotros vamos a pasar precisamente por el pie de ese cerro, que es el de Verdún. La abertura que se ve a la derecha es el abra de la Coronilla, y por la izquierda va el camino real. De allí ya veremos el pueblo de Minas

—Entonces ya estamos muy cerca, le dije.
—Le parece a usted. De aquí, de donde estamos, a ese cerro, hay por lo menos nueve leguas....
—De las que anduvo el diablo, interrumpió otro viajero, hombre graciosísimo y alegre, que salpicaba su conversación con cuentos y refranes, y conocía a medio mundo.

Aquí se armó una gran discusión, sobre si eran nueve u once las leguas que había de Solís del Medio a Verdún. El uno decía que de lo de la Sucia a lo de don Pedro, había tanto; de lo de don Pedro, a la cañada, cuanto; de la cañada a la pulpería del francés, esto; de la pulpería del arroyo, aquello; y así sacaba la cuenta minuciosamente, sin quitar ni poner una cuadra. Objetábale el otro que no había tal, porque no era cierto que de lo de fulano a lo de zutano hubiese tanto o cuanto, que aquello había sido medido a cordel cuando el pleito de doña Mengana con su padre; y así hubiera seguido la discusión, sabe Dios hasta cuando, si el mayoral no le hubiese dado un corte diciendo:
—A bordo, caballeros, que ya la mancarronada está pronta.

Volvimos todos a nuestros puestos, y yo a mi libro, dispuesto a defenderme con todo heroísmo. Me había caído a la mano un ejemplar de los Cuadros Parisienses de Federico de la Vega, y era por consiguiente divertida la lectura. Había allí pintados de mano maestra muchos de los tipos que abundan en aquella gran ciudad, índice, por decirlo así, del mundo entero, donde se encuentran todos los rasgos que caracterizan a las diversas nacionalidades. Desgraciadamente no encontré retratado al hombre hablador, para verme siquiera venga- do de aquél de quien venía defendiéndome hacía cinco horas, con grave perjuicio para el objeto de mi viaje, pues nada podía observar, temeroso de que en cuanto me sorprendiese sin mirar al libro, se me vendría al pelo, como efectivamente lo hizo dos o tres veces que intenté darme cuenta de las particularidades del panorama que tenía por delante.

Antes de llegar a Solís Grande, nos detuvimos en una nueva posta, y allí libre de mi adversario, pude observar detenidamente el paisaje.

Del otro lado del arroyo, que corría apenas a dos cuadras, empiezan ya los estribos de la sierra. El terreno está todo salpicado de hinchazones que van creciendo hasta convertirse en verdaderos cerros. Se ve que aquellas turgencias son el resultado de los últimos esfuerzos del fuego interno que causó el inmenso descalabro de que es teatro aquella gran zona del territorio. Hay piedras grietadas, arrancadas de la profundidad y enclavadas en las cimas, como jalones que muestran hasta donde llegó el poder de la fuerzas de la naturaleza, convulsionadas en el seno de la tierra en la remota edad de las transformaciones plutónicas.

Todas las laderas están sembradas de guijarros sueltos, y en las hondonadas crecen arbustos deformes, raquíticos y nudosos, entrelazados con malezas espinosas. No verdean aquellos cerros como este nuestro cerro de Montevideo, siempre alfombrado de gramilla en verano y de trébol en invierno. Aquellos son áridos, ásperos, llenos de jorobas y de huecos, erizados de peñascos, en cuyas puntas hacen equilibrios las águilas y los cuervos que anidan en las alturas inaccesibles.

Pero es más grandioso aquel espectáculo, por lo mismo que es más agreste. Hay sitios desde donde no se ve ni una sola casa en todo el radio que a la vista abarca; pero de trecho en trecho blanquea, por entre el abra que forman dos cerros, la población de alguna estancia, cobijándose en el valle contra las inclemencias y arideces de la sierra.

Ya estamos otra vez en viaje, y vamos apurando, porque son más de las tres y no es cosa de llegar a Minas de noche. El camino va subiendo, subiendo siempre, las lomas que hemos repechado van quedando atrás y nos parecen llanuras. Cada cuchilla es como el peldaño de una gran escalera que conduce a la cima de la serranía.

—Estos que se ven a la izquierda, — me dice uno de los viajeros, son los verdaderos cerros de Verdún. Ése que tenemos por delante es el cerro de Ibargoyen, conocido por el Cerro de la Calera, pero hay muchos que le llaman el Verdún y ya le va quedando ese nombre.

Parece que ya vamos a llegar al cerro, y sin embargo, cada vez que repechamos la colina que creíamos la última, divisamos por delante otras y otras que nos separan de aquella gran mole de piedra y tierra.

El mayoral repite con demasiada frecuencia las paradas, "pa dar resuello a los mancarrones" y siempre la resollada es frente a alguna pulpería. Los caballos respiran anhelosamente, palpitándoles con violencia los vacíos, gachas las orejas, el pescuezo agobiado, derrengadas las piernas, formando en derredor de cada vaso un, charco con el sudor que gotea de cada pelo. El cuarteador enfila su caballo al viento para que aspire un poco de aire fresco, y él no toma más descanso que apoyar la pierna derecha en el estribo del lado de enlazar, y sujetarse con el muslo de la izquierda sobre los cojinillos del recado.

Por detrás de nosotros, todo el camino recorrido parece llano, pero, mirando hacia adelante, cree uno que todavía está en la llanura. El mayoral cambia las últimas chanzas con los pulperos, empina el vaso hasta las heces, se enjuga el sudor que le baña el rostro y vuelve a ocupar su incómodo asiento sobre la tabla.

Es la última cuesta. Chasquea el látigo "¡vamos pingo! ¡tiren guapos! ¡firme bolero! ¡heik! ¡yup!" y salen los caballos al galope, guiados por el cuarteador, que va haciendo eses en el camino para aliviar la fatiga del repecho. Es larga la subida. Ya los caballos no galopan; el mayoral menudea los latigazos, y se enroquece gritando a las bestias para animarlas: "¡firme, yegua! ¡tira, rosillo! ¡vivo, malacara! ¡vamos! ¡yup! jyup! ¡firme!" y así, entre gritos, latigazos y recuarteadas, llegamos a la cima.

¡Todo un paisaje se abre por delante! Es el valle verde, risueño, vestido de árboles, serpenteado de arroyos, rodeado con un marco de cerros, y en el centro, blanqueando, la villa de Minas, con sus casas doradas por los rayos tendidos del sol poniente, dominadas todas ellas por el molino de viento de Ladoz, ,que se levanta en la parte más elevada de la población, con sus grandes aspas abiertas como los brazos de una cruz, no de esa cruz en cuyo nombre se mata y se persigue, sino de la cruz del trabajo, que redime al hombre de la esclavitud de la miseria, y le hace libre mediante sus propias fuerzas, sin necesidad de intermediarios que holgazaneen a costa del sudor ajeno.

A lo lejos se divisan los acantilados de Arequita, los conos simétricos de los Campaneros, y en todo lo que la vista abarca, no se ven más que cerros y cerros, que semejan un mar encrespado de olas gigantescas. Saco la cabeza por la ventanilla para mirar hacia la derecha, y me encuentro con la inmensa mole del Verdún que está ahí, sobre nosotros, tapándonos todo el paisaje de aquel costado.

Ya están oreados los caballos y emprendemos la marcha, que es fácil ahora, pues sólo se trata de bajar. Antes de llegar al pueblo topamos con el arroyo de La Plata, así llamado porqué, según los antiguos, arrastraban plata sus arenas. Allí está el molino de agua de Ladoz, vasto establecimiento del cual me ocuparé detenidamente en otro artículo.

A pocas cuadras se pasa otro arroyuelo, y cuando parecen salvados todos los obstáculos para llegar al pueblo, se encuentra todavía el arroyo San Francisco, franjeado de sauces, que corre ahora manso y pobre, pero que, en invierno, enriquecido con las aguas que le llegan de toda aquella inmensa cuenca, se transforma en un verdadero torrente que corta el paso durante varios días.

Ya hemos llegado. La diligencia se detiene frente al Hotel Francés, y allí me apeo, encontrándome a los pocos momentos rodeado de amigos que me agasajan de todas maneras. Uno de ellos se empeña en que he de ocupar su casa, y agotados todos mis argumentos sobre incomodidades y trastornos, me dejo convencer y me encuentro soberbiamente instalado en una pieza amueblada hasta con coquetería. Inútil creo decir que para nada echo de menos mi cuarto del Hotel Francés. La cama que en éste me tenían destinada encerraba para mí más misterios que una esfinge. Por no descifrarlos, opto, pues, por la del generoso amigo que me ofrece la suya.
—Mañana, vamos a Arequita.
—Pasado, iremos a Verdún.
—Quiero que venga conmigo al Campanero.
—¿Y? ¿cómo ha quedado aquello? — me pregunta uno después de haber proyectado todos los paseos imaginables.

—¿Aquello? Ha quedado muy bien, mis amigos; y para evitar más preguntas de ese género, agregué:
—Han de saber ustedes que me he recetado ocho días de abstinencia política, y no pienso en otra cosa que en hartarme de cerros, con que...

¡Mañana a Arequita!

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