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TODAVÍA ESTÁ ALLÍ

Noviembre, 9 de 1882.

Es media noche. Los relojes marcan la hora con lentas campanadas, cuyos ecos metálicos vibran por largo rato, enseñoreándose del espacio hasta perderse en murmullos débiles que se apagan en las tinieblas.

La ciudad duerme con toda la pesadez del primer sueño, desiertas las calles, sin más pobladores que las dos hileras de faroles que las iluminan, y de trecho en trecho algún guardián que bosteza recostado en una esquina.

La bahía retrata en su plana superficie la luz de los faroles de los muelles, que se proyectan hasta larga distancia en surcos amarillentos, y en medio de la oscuridad se destacan los resplandores rojos y verdes de las linternas de a bordo.

Todo está en calma y tranquilidad. La brisa ha barrido los vapores que la ciudad exhala en sus horas de actividad, y el fresco de la noche ha purificado el aire viciado durante el día por la humareda de las chimeneas y el respirar de los hombres y bestias que transitan afanados y sudorosos.

Los contornos de las azoteas se pierden en la penumbra, y por allá arriba se oye de vez en cuando el destemplado maullido de un gato, amoroso reclamo con que llama a su favorita, que acude a la cita saltando pretiles y deslizándose por entre las rejas con desgoznadas contorsiones.

De repente, en medio del sepulcral silencio que reina, resucitan los ruidos que dormían. Ruedan los carruajes, óyense pasos apresurados de personas que marchan en tropel, y los conductores de los tranvías soplan en sus cornetas toques repetidos en demanda de pasajeros.

Ha terminado el teatro, y de aquel único centro en actividad a tales horas, se derrama la multitud en todas direcciones, abrigados los hombres dentro de sus sobretodos y rebujadas las mujeres en sus tapados forrados de raso con que cubren la ligereza de sus trajes de gala. Aquellos contornos vuelven a vivir por un rato. Los deleitante se retiran repitiendo los últimos trozos de música que han oído, y los profesores de la orquesta salen apresurados, llevando los unos los féretros negros de los violines, y los otros las trompas y fagotes cuidadosamente abrigados dentro de fundas de género.

Al poco rato rueda el último carruaje que lleva a las artistas; apagase las luces del vestíbulo, y el teatro queda sumido en la oscuridad, frío y mudo, guardando entre las bambalinas los últimos acentos de Raúl y Valentina al caer arcabucea dos por los fanáticos que capitanea Saint-Bis.

La ciudad ha vuelto a su silencio; apenas si a la distancia se oyen los cantos de los que acortan el camino repitiendo a voz en cuello lo que han oído, haciendo la parte de bajo, de barítono, de tenor, de contralto y de soprano, como esos músicos ambulantes que llevan consigo toda una orquesta que hacen funcionar con la boca, con las manos, con los codos, con la cabeza y con los pies.

El cielo está espléndido. Aprovechando la ausencia de la luna, se han venido a curiosear lo que pasa en la tierra todas las estrellas que pueblan el infinito. La bóveda oscura está clavete ada con tachuelas brillantes, en toda su extensión, destacándose entre la muchedumbre, Marte con su resplandor rojizo; Saturno con sus argentado's reflejos; el Palpa de Orión como un brillante de Tolondra; la Cruz del Sur, aislada allá sobre el horizonte; las tres Marías en el cenit; y titilador con variados matices, las siete Cabrillas, dos rojas, dos verdes, dos azules, y la séptima mezclilla, según cuenta Sancho que las vio cuando jinete en las ancas de Cavílenos, se remontó hasta aquellas alturas para caer sobre el reino de Gandaya, dando fin y remate a la aventura de la Dueña Dolorida.

Pero donde las estrellas se agrupan y se apiñan, es en la vía láctea, la gran carretera de los cielos por donde discurren esas miríadas de pobladores del espacio que recorren mil leguas por minuto sin fatigas ni vértigos. Parece una gran calle enarenada con polvo de luz y regada con una dilución de fósforo que relampaguea en el fondo negro de la bóveda. De pronto, de aquella masa se desprende una partícula que atraviesa la atmósfera como una flecha de luz y va a morir entre las tinieblas, como muere una brasa sumergida en el agua.

Y siguiendo la estela brillante que en el espacio traza aquel bólido desprendido de esos mundos desconocidos que gravitan en distancias inconcebibles, se percibe hacia el oriente, sobre el horizonte, una faja luminosa que mancha el cielo en una gran extensión. Es el cometa, con su flamígero penacho de millones de leguas, que sigue su ignorada ruta volteando con una rapidez que la mente no acierta a comprender, porque hasta la velocidad de la bala disparada de un fusil es insuficiente para establecer un término de comparación.

¡Todavía está allí! a pesar de las profecías de la ciencia, y cada día apresura su salida como si quisiera hacerse admirar de todos, anticipándose a la hora en que los habitantes de este raquítico mundo se recogen a descansar de sus fatigas.

¿Qué es ese penacho luminoso que sigue al astro en su vertiginosa peregrinación por los espacios siderales? ¿Qué materia forma esa cabellera fosfórica que flota en la inmensidad con sutiles hebras de luz?

La ciencia no ha dicho todavía su última palabra al respecto, y mientras la controversia esté en pie, tiene todavía la imaginación el campo abierto para lanzarse a las más atrevidas conjeturas. El fenómeno está visible, pero nadie se lo explica.

Parece que la mano de un artista gigantesco hubiese sumergido una enorme brocha en esa sustancia luminosa que tapiza la vía láctea, y que después de sacudirla en el manto negro de la noche salpicándolo con gotas de luz, hubiera trazado una pincelada inmensa en el segmento más oscuro del círculo celeste como rúbrica del autor de esa tela inimitable que envuelve a nuestro planeta.

Y a medida que va subiendo sobre el horizonte, va creciendo su intensidad luminosa, que se derrama en vaga claridad sobre la ciudad que reposa y el río que dormita hamacándose en suaves ondulaciones, que acompañan las embarcaciones meciéndose mansamente y cuyos mástiles dibujan su aguda silueta en la penumbra argentada por el resplandor del cometa.

¡Qué apacible tranquilidad preside en ese momento a todo lo que duerme! Hasta parece que la tierra se hubiese detenido en su precipitada carrera por el espacio para reposar flotando en el éter. Ni un bulto, ni una sombra interrumpía la línea recta de las calles que se pierden en las hondonadas del terreno, y cuando el guardián nocturno se separa de su puesto para recorrer la manzana, sus pasos resuenan en el enlozado de la vereda, y se repercuten en las paredes de la acera opuesta, como si algún ser invisible fuese siguiéndole a poca distancia.

Una campanada suena en el reloj de la plaza principal, y su eco vibra por largo rato aumentando y disminuyendo con metálico zumbido, como si se hubiese pulsado una gruesa bordona, y al mismo tiempo una lechuza, de guardia en la abertura del mechinal, repite por dos veces su sshh! sshh! como haciendo callar al bronce que ha venido a interrumpir el silencio en que la ciudad reposa de las fatigas del día.

Y entretanto, el cometa voltea por el espacio alejándose de nosotros con una velocidad de veinte mil leguas por hora, como espantado de las miserias de este raquítico mundo, mientras que a nuestra vez navegamos por el espacio con no menos celeridad, recorriendo la ruta, que lo mismo que a nosotros, traza el astro-rey a todos esos planetas que tachonan el cielo, y que giran en luminosa pléyade por los espacios: Ahasverus del infinito, condenados a caminar siempre, sin que les sea concedido un instante de reposo.

Pero, en su precipitada fuga, no logra aún ocultarse a nuestra vista. El núcleo se ha borrado ya, pero el chorro de la luz que derrama en el espacio, como estela de su tránsito, ése, todavía está allí.

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