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Relinchos de Ultratumba

Octubre, 21 de 1882.-

De Rocinante a Gladiador

Llegan hasta mi tumba los ecos de los himnos que en tu honor se levantan desde las costas porteñas, y el armazón de mi ya carcomida osamenta se estremece agitada por un legítimo orgullo de raza. Caballo fui como tú, y tu nombre como el mío pasará a la historia, mezclado con el de los héroes de que se honra la humanidad.

Pero ¡cuánta diferencia va de ti, Gladiador, a mí, Rocinante, en esto de compartir los triunfos de la gloria! Tú los disfrutas en vida, en toda la lozanía de tu juventud, mientras que yo los alcancé tan sólo después de muerto, cuando de nada podían servirme para mi regalo, realizándose en mí aquello de: "al asno muerto, la cebada al rabo".

¿De qué me sirve que el más grande de los ingenios haya inmortalizado mis hazañas en la más universal de las historias conocidas? ¿De qué, que me cantase en sonetos el discretísimo académico de Argamasilla?

¡Ay de mí! Trocara yo toda esa humareda de gloria póstuma por cuatro manojos de cebada, y vendiera mi renombre por menos precio que el que Esaú recibió en pago de su primogenitura, cuando andaba ¡desgraciado de mí! soportando al sol y la lluvia el anguloso cuerpo de mi desventurado caballero.

Tú te cuidas de las inclemencias bajo protectores techos; tú comes tus suculentas raciones en aseados pesebres; tú pastas en praderas alfombradas de tiernas y apetitosas yerbas; tú, en fin, tienes tu serrallo en que te brindan sus caricias las más gallardas y mórbidas yeguas elegidas para tu solaz por tus solícitos amos, y dianas de triunfo festejan tus victorias, y recamadas mantas cubren tu cuerpo defendiéndolo de las molestas picaduras de las moscas.

Todo eso y mucho más gozas tú ahora, mientras que yo, con ser el caballo más mentado de los siglos, tuve que soportar la intemperie, ora el helado cierzo de las nevadas entumiese mis debilitados miembros, ora el sol abrasador de la canícula derritiese el sebo de mis riñones. Yo sólo me alimenté de raíces insulsas o de esponjosas cortezas; nunca tuve más manto que el arzón ni más adorno que la molesta cincha, y el día en que por mal de mis pecados quise refocilarme con unas jacas galicianas que junto a mí pastaban, recibí de manos de sus dueños, los desalmados yangüeses, la más soberana paliza que jamás recibiera ninguno de los de nuestra especie.

¡Qué contraste haríamos, tú Gladiador y yo, si juntos nos pusieran uno al lado del otro! Tú airoso, bien plantado, crespas las crines y erguida la cola, el ojo vivo, inquieta la oreja, golpeando el suelo con tu luciente casco y haciendo cabriolas con tus delgados y nerviosos remos; y yo triste, derrengado, lacia la crin y marchito el rabo, la mirada vaga, caída la oreja, adelantando ya una mano ya la otra para aliviar mis destrozados encuentros, y sin fuerzas para espantar las moscas que se aglomeraban sobre las rozaduras de mi afilado lomo...!

¡Cuan distintos corren los tiempos! Yo nací y morí en la edad de hierro para la caballería, mientras que tú gozas en la de oro, sin más trabajo que el de recorrer algunas cuadras en agitado galope para volver a los regalos del pesebre y a los halagos del serrallo en que tus odaliscas yeguarizas se disputan entre relinchos y amorosos tarascones los favores del vencedor.

Yo vine al mundo demasiado tarde y demasiado temprano. Cuando nací, todavía se hacía memoria de los regalos y mimos de que eran objeto los bridones de los caballeros andantes, y hasta en romances se leía escrito que por entonces cuidaban de ellos las doncellas,

y dueñas de su rocino.

Pero de mí sólo cuidaron desgracias y desventuras, y víctima de las locuras de mi amo, fueron

mi cama, las duras peņas,
y el dormir, siempre velar,

engañando al hambre haciendo coscojear el freno, y tragando saliva para disimular la sed; siempre con la cincha apretada, siempre con el lomo oprimido por el arzón, y siempre temeroso de que mi caballero me llevase a embestir molinos de viento, o a desbandar majadas de ovejas, o a libertar Ginesillos, o a desafiar las iras terribles de los leones que tuvieron la magnanimidad de perdonarnos en la más descabellada de las aventuras con que tropezó mi amo en su asendereada peregrinación por las dilatadas llanuras de la Mancha.

Yo soy el Cristo de la caballería; yo ennoblecí la raza, pero por ella sufrí los más atroces tormentos. A mí me apalearon yangüeses, y me apedrearon pastores, bandidos me maltrataron, las hambres me consumieron, me martirizaron tábanos, me vejiguearon farsantes, y para colmo de desdichas y de vergüenzas, me vi pisoteado por las inmundas pezuñas de una piara de puercos.

Ni me felicitaron presidentes, ni me aclamaron gobernadores, ni me alabaron literatos, ni me engalanaron doncellas, ni mi retrato sirvió de adorno en pañuelos y abanicos.

Pobre nací, flaco viví, y descoyuntado morí, sin que mis muchos servicios me valiesen el ser respetado en mi vejez. Todo fue rodar al empuje de los poderosos encuentros del bridón que jineteaba el caballero de la Blanca Luna, y acabar mi nombradía; y gracias que no fui abandonado como lo pretendía mi amo, cuando, a semejanza de Orlando, quería dejar colgadas de un árbol sus armas defendidas con un cartel que dijese:

Nadie las mueva,
Que estar no pueda con Quijote a prueba.

Ten en cuenta todos esos martirios, y no olvides en tus triunfos a éste tu antepasado que tanto lustre dio a tu raza. Desde mi ignorada tumba te dirijo estas quejas para que aprendas a cuan subido precio se alcanzaba en mis tiempos la gloria, mientras que en los tuyos ella te brinda todos sus goces, sin exigirte sacrificio alguno. A ti podría yo cantarte lo que la desenvuelta Altisidora cantaba a mi amo para acabar de trastornarle el seso:

Oh tú, que estás en tu lecho
De tierna y mullida paja
Durmiendo a pierna tendida
De la noche a la mañana;
Caballo el más afamado
Que ha producido la Pampa,
Más preciado y más bendito
Que el oro fino de Arabia:
Oye al triste Rocinante
Desde su tumba ignorada,
Que está hambreando todavía
Por un puñado de alfalfa,
Mientras que tú satisfecho
Alegre y soberbio piafas
Y enamoras a las yeguas
Con relinchos y patadas.

Así pudiera seguir ensartando endechas, y llorando desgracias, y haciéndote ver las ingratitudes del mundo, si no temiera que a lo mejor me salieras con alguna impertinencia como Babieca, cuando discurriendo conmigo sobre las necedades de la vida, me dijo:

—Metafísico estáis.

—Es que no como, le contesté, y otro tanto te contestara a ti, por donde verás tú que el filosofar es de los hambrientos desde tiempo atrás, que los que tienen el estómago lleno, para nada se ocupan de esas monadas y embelequerías.

Y mientras tanto, así es la vida. Tú vives en la abundancia y el regalo, sin más hazaña que la de haber corrido más ligero que tus adversarios, y yo, que aguanté sobre el lomo al más andariego e intrépido caballero, yo, que asistí y tomé parte en la descomunal refriega de Puerto Lapice, y que fui actor en la jornada con el Caballero de los Espejos, y desbaraté los poblados ejércitos del gigante Alifanfarón, y consumé muchos otros hechos de alta nombradía que la historia guarda en su más preciado joyero; yo, digo, no tuve más descanso que los tres días que pasé en el mezquino pajar del habilidoso cuanto mísero Basilio, ni más regalo que el tiempo que permanecí ocioso en los espaciosos establos del Duque, a quién de buena gana perdono la mofa que hizo de mi caballero, en pago del agasajo que me dispensó.

Pero, qué son esas realidades de la vida al lado de la gloria imperecedera que rodea mi memoria? Tu nombre no vivirá más que lo que vivan tus hazañas, y no será difícil que en día no lejano oscurezca tu fama alguno de los potrillos que en torno tuyo retozan con el rabo enhiesto, acabando por quedar tú olvidado, peludo y vichoco, degradado a la humillante condición de mancarrón aguatero.

Entonces, ¡adiós felicitaciones presidenciales! ¡adiós arrumacos de gobernadores! adiós ditirambos de poetas! ¡adiós mimos y zalamerías de doncellas! ¡adiós entusiasmo de las muchedumbres y ostentación de tus retratos en pañuelos y abanicos!

¡Tú, el hoy mimado Gladiador, quedarás arrumbado en el sepulcro del olvido, y la cal de tu osamenta se diseminará en impalpables moléculas arrebatadas por el soplo devastador del pampero, mientras que yo, el antes asendereado Rocinante, viviré por los siglos de los siglos en las páginas de oro de la más brillante historia que haya producido el ingenio humano, y mi esqueleto, bruñido y articulado por los escultores del idioma, quedará engastado en las entrañas de la literatura, señalando el período de su mayor esplendor, como señalan esos fósiles de animales enormes enterrados en el seno de la madre tierra la época en que la naturaleza alumbró sus más colosales engendros.

Así relinchó Rocinante; Rocinante el manso, Rocinante el bueno, Rocinante el sufrido, y yo, fiel cronista de todos sus hechos, e intérprete de todos sus pensamientos, así lo consigno, abonando su autenticidad con mi nunca desmentida fama de verídico, y empeñando, como prenda de ella, mi diploma bachilleresco, que es a lo que más apego tengo en esta vida.

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