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Misericordia Campana

Montevideo, Noviembre, 21 de 1882.-

Todo Montevideo le conoce; como que ha sido el hombre que más ruido ha metido en cuarenta años, largos de talle, desde el puesto que ocupaba, el más elevado, sin duda, de los que puedan ocuparse en esta famosa ciudad de San Felipe y Santiago.

Nadie que no le conozca podría decir que aquel moreno patizambo y contrahecho ha sido, y es, la personalidad más sonada y repicada de las que han pasado por el escenario de la vida pública, y ninguna tan pública como la suya, pues la ha exhibido a los cuatros vientos y en paraje donde no podía ocultarse a los ojos de cuantos quisieran curiosear todos sus movimientos.

Más que arduo de resolver es el problema de saber si Misericordia, como el resto de los mortales, pasó por las estaciones de la vida precursoras de la vejez, pues ni los más empolvados archivos, ni los más antiguos cronistas hacen memoria de que alguna vez fuese mozo el hoy decano de los sacristanes.

Según él, nació en Pernambuco, de vientre libre, y se crió en el convento de San Francisco, donde dice que recibió su educación, que debió ser escasa y mezquina, pues el hecho es que el discípulo de los Reverendos Franciscanos jamás conoció la O por redonda, ni para leída ni escrita, por donde se verá que, o era el alumno muy torpe, o se cuidaban más los maestros de sus refectorios y aleluyas que de hacer silabear al negrillo.

Pero, como no era cosa de mantenerle para que creciese holgazaneando, determinaron los Reverendos ponerle al servicio de la santa casa, y le destinaron al campanario, donde bajo la dirección de un consumado maestro empezó nuestro Misericordia a menear badajos a más y mejor, hasta que llegó a ser un verdadero artista en todo lo que al arte campanólogo concierne.

Que motivos tuvieron los Reverendos Pernambucanos para deshacerse del negrito Ambrosio, que así se llamaba, es cosa que nadie sabe, pero parece que fue por algo de que él no quiere acordarse, como no quería Cervantes recordar el nombre del lugar de la Mancha en que nació el héroe de su libro.

Ello es que un buen día le embarcaron en un bergantín que levaba anclas para el Plata, y otro mejor llegó a estas playas, sin más bagaje que su habilidad, que no fue poco, pues ella le libró de montar guardias y entrometerse en otras pellejerías que eran por entonces el pan de cada día, como que fue en los primeros tiempos del Sitio Grande, en que la línea era todo el día un pororó desde el mirador de Suárez hasta el de Pereyra.

Tampoco recuerda Misericordia cómo vino a caer bajo la dependencia del presbítero don José Benito Lamas, Cura de la Matriz a la sazón, pero él asegura que durante su curato fue cuando hizo oír por primera vez sus dobles y repiques aprendidos en el Convento de San Francisco, en Pernambuco.

Dice Misericordia que cuando llegó tenía 22 años, y que hoy tiene 90, pero es fuera de duda que esa cabeza no anda bien, pues la suma de los veintidós con los cuarenta que van corridos desde el comienzo de la Guerra Grande, daría apenas un total de 64 años, edad a todas luces apócrifa e inadmisible: de donde se desprende que tenía más cuando vino, o que llegó mucho antes de que don Manuel Oribe despertase a los azorados habitantes de esta ciudad con aquellos 21 cañonazos con que inauguró el sitio.

Sea de ello lo que fuere, el hecho incuestionable es que Misericordia, si no ha llegado al siglo, raspando le anda, como lo atestiguan sus achaques y sus canas que, por un fenómeno inexplicable, no son blancas como las de la generalidad de los mortales, sino verdosas, tinte que él atribuye al uso y abuso que ha hecho de la yerba mate, lo cual puede servir de base a la ciencia para investigar si efectivamente puede influir el cimarrón en el color del cabello.

Ahí está el fenómeno y todos pueden comprobarlo para que no se diga que miento. Juzgándole por el pelo, puede decirse de Misericordia que está ahora en sus verdes años. Contra él se estrellan y desbaratan todas las metáforas y circunloquios con que la imaginación ha querido poetizar los destrozos del tiempo. La nieve de los años, la escarcha de la vejez, y todos los símiles de ese género, rebotan en la cabeza de Misericordia como contra una valla insuperable. Habría que apelar a la metáfora vegetal para hablar con propiedad de las canas del buen moreno.

Su nombre primitivo de Ambrosio es desconocido para la generalidad. El apodo de Misericordia le viene de su invariable costumbre de saludar a todo el mundo, diciendo en su media lengua:

—¡Misericordia, señó!

Debe este negro tener larga historia, y su memoria debería ser un depósito inagotable de anécdotas e incidentes curiosos, pero desgraciadamente para mí, ha caído en mis manos cuando ya los años le han tapiado los oídos y perturbado los recuerdos a tal punto que es necesario valerse más de la mímica que de la palabra para despertarle las ideas.

Pero todo lo que tiene de lerdo y apagado para contestar a lo que se le pregunta, tiene de listo y despierto para hablar de sus campanas. Se le avivan 1os ojos, se le dilatan las narices se vuelve ágil y se relame con placer cuando cuenta la manera como debe repicarse en tal o cual solemnidad.

En el continuo trato con las campanas ha llegado a considerarlas como seres que viven y hablan, y sus metálicos ecos los ha traducido al lenguaje común, creyendo de buena fe que los bronces dicen aquello que él se ha forjado a fuerza de oírlos.

Las grandes festividades de la Iglesia las solemniza Misericordia con el repique que el llama de San José, y cuyo compás lleva bailando a saltos, mientras que con las manos agita los badajos, y canta al mismo tiempo: "¡San José —cabeza me duele! "¡San José— cabeza me duele! ¡San José —cabeza me duele!".

¡Es de verle, tocando este repique en seco! Salta y gesticula como si estuviese en el campanario, imita el sonido de todas las campanas, y traduce los sonidos, explicando que, mientras la mayor dice con sus notas graves: "¡San José!" la chica, con su vocecilla aguda repite: "Cabeza me duele—cabeza me duele!".

Otras veces, cuando se trata de funciones de media gala, dice él que toca el repique del vintén, que es mucho menos complicado que el de San José. "¡Manuel Vintén! ¡Manuel Vintén! ¡Manuel Vintén!'' dicen las campanas con invariable monotonía, sólo interrumpida por algún floreo que de cuando en cuando se permite el artista para mostrar su habilidad, que es consumada, pues se jacta de haber aprendido, en una sola lección que le dio un correntino, el repique llamado la garúa y que lo explica cantando:

chachachán, —chachá, —chachancha
chachachán, —chachá —chachancha

sin haber logrado todavía traducir al lenguaje común lo que la tal garúa dice.

Otra de las particularidades de su vida, que Misericordia oculta, es el motivo de su retiro de la Matriz, en cuyo campanario ejercitó por más de treinta años los toques que aprendiera de su maestro pernambucano. Allí repicó él mucho antes de ser revocada la iglesia, cuando cada uno de los agujeros abiertos para colocar los andamios era una guarida de aquellas lechuzas y murciélagos que salían entre dos luces a revolotear en torno de las torres, y que después de Animas empezaban a chistar a los transeúntes con ese fatídico ssssch que, según las viejas, es pronóstico de muerte.

Dicen las malas lenguas que la causa de la despedida del moreno fue el haberse permitido dar un baile a son de órgano en el pequeño vestíbulo de la escalera que conduce al campanario. Otros dicen que fue su amor a San Francisco, bajo cuya educación se había criado, el que le llevó al nuevo Templo de aquel Santo; pero, ya sea lo uno o lo otro, ello es que algo debe haber en la cosa, porque Misericordia se expresa en términos que llegan hasta el descomedimiento cuando habla de su antigua iglesia.

Por de pronto, tiene el más profundo desprecio hacia los actuales campaneros de la Matriz.
"Esho napolitano trompeta, dice él con su lengua de trapo, que no she ocupa mal que de gana vintene, y que rompe una campana cada shemana".

Esto de las roturas, sobre todo, le indigna. Según él, en todo el tiempo que estuvo en la Matriz, las campanas no han tenido ni un dolor de cabeza por culpa suya: "Ninguna ha fallecido en mis manos"—, decía el moreno con orgullo siempre con su tema de considerar a los bronces como seres vivientes.

—Yo subo al campanario un cuarto de hora antes de empezar el repique, me decía muy serio, preparo mi instrumento, y en cuanto suena la hora, ya empiezo, dele que dele, y toco como es de regla; no como esos napolitanos, que hacen lo que les parece. Hoy (era sábado), cuando yo recién estaba en el segundo repique, ya ellos habían tocado el tercero. Y al decir esto hacía una mueca despreciativa como diciéndome: "Vea usted que diferencia va de mí a ellos".

Y siguiendo en sus explicaciones, me decía que cuando se ha repicado un rato, no se puede tocar la campana ni con la punta del dedo porque como está caliente, la menor impresión de frío puede hacerla estallar. ¡Y con qué gravedad hace Misericordia estas explicaciones. Parece que en ese momento desempeña el profesorado en materia campanóloga, tal es la gravedad y prosopopeya con que se expresa.

Ahí donde ustedes le ven, tan negro y tan feo, han de saber que ha tenido sus devaneos amorosos y hasta llegó a unirse al yugo del Himeneo, sujeto al cual vivió por espacio de veinte y más años, hasta que la Parca le libertó de la coyunda. Pero no por eso escarmentó el moreno, y volvió a las andadas, sólo que como era tan baqueano en la iglesia, se casó por los fondos, tal vez para probar si el matrimonio contraído por detrás de la iglesia daba mejores frutos que el celebrado por delante.

De los vástagos que tuvo, ninguno hizo huesos viejos, y a los dos les acompañó hasta la tumba desde su campanario con fúnebres dobles, que traducían el dolor del pobre moreno según eran de melancólicos y descompasados. Nunca tocó sus campanas con más tristeza ni fervor.

Años atrás, desempeñaba en la Matriz múltiples ocupaciones. En los momentos que le dejaba libre el campanazo, desde la misa de alba hasta el toque de Ánimas, se ocupaba del aseo de la iglesia. Él sacudía con mucho cuidado las venerables imágenes de San Felipe y San Luis; arreglaba los pliegues del manto de la Serenísima Virgen; le peinaba la lana al perro de San Roque; acomodaba convenientemente la florida vara de San José: y de cuando en cuando sacaba a ventilar el asno, la vaca, las ovejas y los pastores con que armaba el retablo y el nacimiento de la Pascua de Natividad.

Pero donde se esmeraba y ponía toda su prolijidad era en el altar de San Benito, representante de su raza en los dominios del Reino Celestial. Allí era el tener siempre los floreros adornados, y el no faltar una vela. y el cuidar del paño del altar como si de finísimo oro fuese tejido, y el atender a que todo estuviese reluciente y primoroso.

Más de uno y más de dos de los reales con que las devotas le compensaban el cuidado de sus sillas, los aplicaba al adorno de su altar favorito, y era su mayor gloria poder obsequiar a su santo con un ramo de perfumadas azucenas y adornar los floreros con los mazos de alhucema con que contribuían los viejos negros que a la puerta del Mercado se ocupaban de la venta de raíces y yuyos medicinales.

De la noche a la mañana se hizo Misericordia el héroe obligado de todas las funciones titiritescas. Tamaño desacato le puso fuera de sí en los primeros tiempos, y más de uno de los perros que furtivamente se metían dentro de la iglesia sintió los efectos de la sobreexcitación en que vivía el buen moreno desde que se vio arrastrado de las alturas del campanario al tablado de un mal teatro de títeres.

Misericordia Campana, campanero de la torre de la Matriz, que así se llamaba el muñeco, era un verdadero héroe en todos los dramas y tragedias en que tomaba parte. El desfacía agravios, protegía doncellas y viudas desamparadas, enderezaba entuertos, y siempre con tan buena suerte y fortuna que, a diferencia del Manchego Hidalgo, que allí donde se metía salía con algún diente de menos o algún tolondrón de más, no metía el negro la pata en ninguna aventura que no saliera de ella triunfante e ileso, más que fuesen los ejércitos de Xerjes los que por delante se le pusiesen. Todo era entrar en combate Misericordia, sin más arma que su cabeza, pues de capoeira hería, y dejar el tendal de muñecos descalabrados, con gran aplauso de los chiquillos y niñeras, que a boca abierta y a moco tendido ponían sus cinco sentidos en las hazañas del negro, quedando con el corazón en un hilo mientras se revolvía a cabezazos entre los malandrines y jayanes que lo cercaban, hasta que la caída del último follón les devolvía la tranquilidad, viendo a su héroe quedar dueño del campo de batalla, sano y salvo.

Pero, Misericordia en los títeres, no es asunto para tratarlo así de paso, y no he de tardar en escribir el capítulo aparte que merece. si es que alguna mejor cortada pluma no me releva de tan ardua tarea.

Y dejando el muñeco y volviendo a mi negro, ahí le tienen ustedes, apenas bosquejado en las carillas que llevo escritas, culpa, no de él, sino mía, que no supe trazarle en todos sus perfiles.

Quien quiere verle, no tiene más trabajo que ir a San Francisco, en cuyo campanario luce hoy todavía las habilidades que aprendió en el Convento de los Reverendos Franciscos Pernambucanos, bailando al compás de sus repiques al son de

¡San José—cabeza me duele!
¡San José—cabeza me duele!

en las grandes festividades que solemniza la Iglesia, o repitiendo con sus badajos en las fiestas de menor cuantía, el
¡Manuel Vintén
¡Manuel Vintén
que según él, dicen las campanas con su metálica lengua.-
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