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Juan Manuel Bonifaz

El decano de los maestros.
Montevideo,Noviembre 11 de 1882.-

Allá por los años 27 o 28, desempeñaba el joven español Juan Manuel Bonifaz, el puesto de secretario particular del duque de San Carlos, a la sazón representante oficial de Epaña cerca de la corte de Carlos X en París.

El viejo don Juan Manuel que hoy conocemos, blanco en canas y cargado de achaques, era por entonces un mozo gallardo y bien parecido, si es que no miente un retrato que de aquella época conserva, y que él muestra con no disimulada complacencia, contoneándose todavía al verse tan petimetre y espigado, correctamente vestido con un frac azul de anchas solapas y abultado cuello, como era la moda en aquel tiempo.

No hay para qué decir que el joven Bonifaz no se puocupaba por entonces de otra cosa que de gallear en los salones de la aristocracia parisiense, sin soñar siquiera que la suerte había de llevarle algún día a andar con el silabario y la aritmética a las vueltas y poniendo a prueba su paciencia centra las travesuras y bribonadas de los chicuelos.

Había cursado las letras en Madrid, completando sus estudios en París, y con esa esmerada educación, la brillante posición que ocupaba y su gallarda figura, fácil es crinprender que tenía cómo pasarlo bien en aquella ciudad, que de antaño viene siendo foco de placeres y aventuras.

Pero quiso el destino que aquello no durase. Murió el duque de San Carlos, y aunque la duquesa quería conservar a su lado al joven secretario, creyó éste que le sería más provechoso buscarse otros horizontes, y por consejo de un su tío, canónigo por más señas, y afrancesado de llapa, como que fue de los que siguió en la emigración al postizo rey de España José Bonaparte, por mal nombre llamado Pepe Botellas, decidió Bonifaz echarse a correr tierras, como por entonces se decía, y después de titubear sobre la elección de su destino, rechazó las proposiciones que se le hacían de ir a La Habana, por temor del vómito negro, y resolvió embarcarse para Buenos Aires.

Salió de París en diligencia, único medio de transporte terrestre que entonces se conocía, y se encontró con cuatro compañeros de viaje, jóvenes como él, y que como él hablaban en castellano, y como en viaje pronto se entabla relación, y mucho más cuando los compañeros hablan el mismo idioma en país extranjero, pronto supieron los cuatro que el quinto ocupante de la diligencia era don Juan Manuel Bonifaz, joven español, que iba a América en busca de fortuna, y él a su vez supo que iba en compañía de cuatro jóvenes argentinos, entre los cuales figuraban don Esteban Echeverría y don Ireneo Portela, que volvían a la patria después de haber completado sus estudios en la capital de Francia.

Tomaron los cinco pasajes en el Courrier des Indes, y después de una navegación de un par de meses, pisaron tierra en Buenos Aires a mediados del año 30.

Llevaba Bonifaz una pacotilla de mercaderías como base de su negocio, pero sus compañeros de viaje, más dados a las Musas que a Mercurio, le quitaron de la cabeza su propósito de comerciar y como el antiguo secretario del duque de San Carlos más tenía de literato que de mercader, poco le costó malbaratar su pacotilla para entregarse a tareas que le fuesen más agradables, sobre todo contando con la protección de personas de valía como aquéllas cuya amistad se había granjeado entre los barquinazos de la diligencia y los balances del Courrier des Indes en que cruzó el Océano.

-Y ahora ¿qué hago? -dijo Bonifaz a sus amigos una vez que hubo liquidado su mercancía.

-Dé usted lecciones -le contestaron sus protectores.

Siguió Bonifaz el consejo, puso un aviso en el único diario que entonces veía la luz en Buenos Aires, y todo fue ponerlo y empezar a lloverle más discípulos que los que había menester para vivir y poner todavía de lado algún ahorrillo.

Bonifaz había entrado con buen pie en la antigua capital de los Virreyes. Su primer discípulo fue un hijo del general Viamonte, y esta relación, unida a las que le trajeron sus compañeros de viaje, bastaron para ponerle en auge y hacerle ser admitido en los salones de la gente de campanillas, a lo que no poco contribuían sus prendas personales, pues, además de ser bien parecido, conservaba los hábitos adquiridos en su posición diplomática, hablaba correctamente el francés, se expresaba sin embarazo en inglés, y bailaba el minuet con ajuste a las últimas reglas del entonces intrincado arte de bailar.

Insensiblemente fue Bonifaz cobrando cariño a su nueva profesión, y tan a pecho tomó la cosa, que a poco estableció un colegio al cual concurría lo más granado de la juventud porteña. Desechó la rutina de los viejos métodos, inauguró nuevos sistemas de enseñanza, y tanto y tan bien trabajó, que a los cinco años se había ganado un capitalillo decente, y una fluxión de pecho que por poco lo obliga a hacer el viaje de regreso en la barca de Caronte.

Cuadró la casualidad de que por esa época vacase la superintendencia de la escuela de Corrientes, y solicitado Bonifaz para ocuparla, no titubeó en aceptarla, sacrificando la buena posición que en Buenos Aires gozaba, como que en ello le iba el recuperar la salud que se le escapaba más de prisa de lo que él quisiera.

Fuese, pues, a Corrientes, donde fue recibido poco menos que bajo palio, y del 35 al 37, desempeñó la superintendencia de las escuelas del Estado y regenteó una de las cátedras de la Escuela Normal, hasta que la política empezó a enturbiarse de tal manera que tuvo Bonifaz por más prudente cambiar de aires, no fuera que la tormenta le sorprendiera en aquel despoblado.

Echando sus cuentas sobre lo que más le convendría, recordó que tenía en Méjico una prima casada con un encopetado personaje, cuyo valimiento e influencia le servirían para aumentar sus ahorros, y decidió hacer rumbo hacia aquellas regiones.

Pero no quiso hacerlo sin detenerse, siquiera fuesen quince días, en Montevideo; deseo que realizó y al cual debemos el tener desde entonces entre nosotros al hoy decano de los maestros.

De cierto que lo que menos soñaba el ex-superintendente de escuelas de Corrintes era que había de embarrancar en la opuesta orilla del río, en cuya derecha margen por primera vez desembarcara cuando de Francia vino; pero el hombre propone y las circunstancias disponen; y si bien don Juan Manuel Bonifaz se había propuesto navegar hacia el imperio de Moctezuma, dispusieron las circunstancias que había de quedarse en estas playas; y tan imperativo fue el mandato, que hace de ello la friolera de cuarenta y cinco años y ésta es la hora en que está todavía el sobrino del canónigo afrancesado por realizar el viaje que proyectó en Corrientes a fines del 37.

Ello es que a los pocos días de llegar le picó la manía de enseñar muchachos, que ya le dominaba, y sin pensarlo mucho, abrió una escuela en una casa de familia, donde sólo le alquilaban el salón pelado y mondado, sin permitirle el uso de ninguna oficina interior, de manera que tenían los muchachos que andar regando las calles vecinas cuando la necesidad les apuraba.

Un mes duró aquello; pero como era imposible continuar en tales condiciones, ni podía exigirse a los chicuelos que tuvieran cuerpo de santo, resolvióse don Juan Manuel a alquilar un edificio provisto de todos los requisitos e instaló su escuela en la antigua casa de Viana, sita en la calle de Cámaras, entre Cerrito y Piedras, precisamente en el mismo solar que hoy ocupa la espléndida casa de don Pedro Piñeyrúa.

Si mis noticias no están erradas, bautizó Bonifaz su escuela con el nombre de Colegio Oriental y empezó a enseñar muchachos con arreglo a sus métodos, que a fe son cuririosos y originales, según tendrá ocasión de apreciarlo el paiciente lector en el curso de este rápido bosquejo.

Empezó don Juan Manuel por reformar el alfabeto, no dando a las consonantes más que su sonido líquido, cosa punto menos que imposible de reproducir en el idioma escrito y que era el quebradero de cabeza de los chicuelos, pues no acertaban a suspirar la b, ni a soplar la f, ni a silbar la s, ni a gargarear la j, con aquella limpieza que el maestro exigía.

Considerando, después, que la forma poética es la que más fácilmente se imprime en la memoria de los niños, empezó a dictar sus textos en verso, de manera que, a poco tiempo, fue la escuela un Parnaso en el que se conjugaba, se declinaba y se sumaba en cuartetas y redondillas, que todavía recuerdan muchos que ya peinan canas, y que llevan a cuestas más de medio siglo.

Así, por ejemplo, empezaba la lección de Gramática, y al compás de un aire del Barbero de Sevilla o de la Cenerentola cantaban los niños:

Letras son los elementos 
que componen una lengua 
ya sea hablada o escrita. 
La tabla o lista que encierra
el conjunto de las letras 
se denomina alfabeto. 
El alfabeto español 
se compone de estas letras: 
abequé, chedé, efé,
gue-hache-i, jekalélle, 
mene, ñeo, pecuré, 
rrese, téu, véxe, yéze. 

A esto seguía una explicación, igualmente poética, del valor y sonido de cada letra, explicación que recitaba el niño a medida que iba trazando la letra, de manera que el último rasgo coincidiese con el último verso de la quintilla, porque era en quintilla la definición como se verá por el ejemplo siguiente:

A esta letra o signo escrito, (f)
 y a esta otra letra también, (F), 
se les da el nombre de fe: 
cada una de ellas tiene 
el sonido simple fff

como hacen los gatos cuando están enojados, agregaré yo para mejor inteligencia del lector.

Como para muestra basta un botón, creo que con lo citado hay más que suficiente para formarse una idea del método de Bonifaz.

Dedicóse con especialidad a la enseñanza de la ortografía, e hizo prolijos estudios sobre las palabras que se escriben con b y v; con c, s, y z; con LL, e y, y todas aquéllas que se prestan a confusiones.

Las reglas que formuló con ese objeto revelan una contracción admirable, a la par que una originalidad inimitable. Y como esto no es para explicado sino para visto, ahí va un ejemplo:

Al débil bote babor 
Bajó Proba Bollo Urtado,
Poza Bolsom, arrumbado, 
Bala-Boba y Estribor.

¿Qué es esto? preguntará el lector. ¿Qué idioma es ése? ¿Qué pueden enseñar semejantes disparates?

Despacio, lector, despacio, y ya verás que, al darte la clave del enigma, te explicarás perfectamente lo que a primera vista encuentras oscuro y disparatado.

La cuarteta citada, aglomeración de palabras sin sentido las unas y estrafalarias las otras, encierra veinticuatro ejemplos o reglas de las palabras que deben escribirse con b, como fácilmente se ve, descomponiendo las sílabas iniciales de esas palabras que forman la cuarteta: es decir, que se escribirán con b las siguientes iniciales de palabra o la letra que inmediatamente se siga a estas iniciales:

Al, débil, bote, bab, or, 
Baj, ho, proba, bollo, ur, ta, do, 
Po, za, bols, om, arrumb, ado, 
Bala, bob, ha, I, estri, bor.

como se verá tomando las últimas cinco iniciales correspondientes a bobo, hablar, iba, estribo, boreal.

Y el verso sigue así, hasta completar un centenar de reglas sobre las voces que han de escribirse con b.

Otro tanto es para la v, y no menos original es la forma en que Bonifaz trata de hacerla retener a sus discípulos, como lo muestra lo que sigue:

  Sal Verdaven Revolfavo 
  Con, Veprove, Vice-Pavo, 
  Pol-Vertuni, Desvi, Preva, 
  Vari, Revés, Vare Leva.

Esta jerigonza se divide, como la anterior, en sílabas, que dan la raíz de otras tantas palabras que deben escribirse con v.

Por ahí se verá la originalidad del método de don Juan Manuel y se comprenderá cómo llegaban los discípulos a grabarse en la memoria centenares de reglas gramaticales, que de otra manera sería imposible retener.

Como ejemplo viviente del resultado de su sistema, tiene actualmente Bonifaz a su lado un rapazuelo, que pasa de los nueve y no llega a los doce, a quien ha embutido todos sus textos con la santa paciencia practicada en cincuenta y dos años de lidiar con chicuelos de toda laya.

Es el tal un vasquito, que tiene unos ojos que le bailan y que traicionan la socarronería con que pretende aparentar que no es capaz de romper un plato.

Conocíle ayer con motivo de haber ido a visitar al viejo educacionista, y en el poco rato que allí estuve, pude comprender que el vasco es capaz de concluir con los pocos pelos negros que a don Juan Manuel le quedan, si es que alguno ha escapado todavía a la tintura de los años.

Vive Bonifaz poco menos que en una bohardilla, más por excentricidad que por necesidad. El aspecto exterior de la casa es de suma pobreza, y el interior en nada desmerece de la fachada.

Se entra por un zaguán oscuro y estrecho como alma de condenado, y allá en el fondo se tropieza con una escalera un tanto desvencijada, que da acceso a la habitación del antiguo secretario del duque de San Carlos.

Dentro de la pieza reina un respetable desorden que preside Napoleón el Grande, jinete en un caballo negro y seguido de su Estado Mayor, cuyo retrato asegura Bonifaz ser el más auténtico de los conocidos, según opinión de aquel su tío, el canónigo afrancesado, que tenía entusiasmo inmenso por el Emperador.

Hasta cinco armarios conté, todos atestados de libros y papeles, y otro tanto presumo que había en la pieza siguiente, según lo que pude divisar desde mi asiento. Poco menos de las tres serían cuando llamé a su puerta, y encontré a mi don Juan Manuel sentado frente a una mesa pequeña, atestada de platos que conservaban restos de comida.

-¿Almuerza usted -le pregunté-, o come?

-Almuerzo y como, y meriendo y ceno, me contestó el buen viejo con su tono jovial; pues ha de saber usted -agregó-, que sólo me siento a la mesa una vez al día, y a ello debo el encontrarme sano y fuerte como me ve.

Y sobre esto me expuso sus teorías, que, como todo lo suyo, no dejan de ser originalísimas.

-Ahora va usted a acompañarme a tomar una copita de licor -me dijo.

Quise excusarle la molestia, pero él se empeñó y empezó a gritar:

-¡José! ¡José!

Fuera lo mismo llamar a un muerto. Seguía don Juan Manuel hablándome de sus mocedades y, de cuando en cuando, se interrumpía para repetir:

-¡José! ¡José!

Pero así se cuidaba José de acudir como si con él no rezase el llamado; hasta que, cansado Bonifaz, sacó del bolsillo un pito y silbó por dos veces. Parece que aquel instrumento tenía alguna virtud, pues al momento se presentó José, saltando y triscando como un acróbata, y se plantó muy derecho esperando las órdenes de su maestro y amo.

Estaba en ese momento explicándome don Juan Manuel su sistema de ortografía, y para mostrarme prácticamente sus resultados, dijo, volviéndose a José:

-Vamos a ver, niño, ¿cómo se escribe alborada?

-Con b.

-¿Y por qué se escribe con b?

-Porque sigue inmediatamente a la inicial al.

-¿La regla?

-Al débil bote babor.

-¿Qué quiere decir: al débil bote babor?

-Que todas las palabras que empiezan con las iniciales al, débil, bote, bab, or o la letra que inmediatamente les siga, deben escribirse con b.

-Perfectamente. ¿Y qué palabra es alborada según su acento?

-Grave.

-¿Y por qué es grave?

-Porque tiene la inflexión de la voz en la penúltima silaba.

-Hágala usted aguda.

-Alboradá.

-¿Y por qué es aguda?

-Porque tiene la inflexión de la voz en la última sílaba.

-¿Y si la tuviese en la antepenúltima?

-Sería Albórada.

-¿Y qué palabra sería entonces?

-Palabra esdrújula.

Eccolo qua! ¿Por qué sería esdrújula?

***

Fuera el cuento de nunca acabar reproducir aquí el interrogatorio a que don Juan Manuel sometió a su discípulo y criado.

El rapazuelo, parado a pie junto, con los brazos cruzados y entornados los ojos, respondía sin titubear a cuanto se le preguntaba. Parecía que el viejo maestro tocaba un organillo que repetía fielmente la sonata que se quería, con sólo impulsarlo a preguntas.

No sabía yo qué admirar más, si la paciencia del maestro o el memorión del discípulo, hasta que, compadecido del esfuerzo que hacía el pobre muchacho, quise cortar el interrogatorio gramatical y le pregunté:

-¿Cómo te llamas?

Cuádreseme el chicuelo por delante, volvió a cruzar los brazos, bajó los ojos, y me contestó, por donde menos me lo esperaba, diciéndome:

José Cárcamo me llamo: 
Soy de la Vizcaya oriundo, 
Y he venido al Nuevo Mundo, 
Al que quiero, estimo y amo. 

La República Oriental 
Hoy es mi patria adoptiva, 
A la que mi alma afectiva, 
Quiere servir muy leal. 

Por ella quiero yo dar, 
Mi corazón, no os asombre, 
Porque soy vasco, y mi nombre 
Cárcamo, por tierra y mar.

Si festejé la ocurrencia no hay para qué decirlo, y todavía no me canso de admirar la resignación del bueno de don Juan Manuel, que a sus setenta y siete agostos, y después de cincuenta y dos de estar sujeto al potro del profesorado, tiene todavía ánimo para gastar el poco de paciencia que le quedará, enseñando a aquel arrapiezo hasta a decir su nombre en verso, gracia que el muy tuno repite con marcada entonación, y echándose para atrás, sobre todo cuando dice aquello de:

Porque soy vasco, y mi nombre 
Cárcamo, por tierra y mar.

¿Sabrá agradecer aquel travieso el trabajo que con él se toma el maestro que hace las veces de padre?... ¡Tal vez! Y más bien es posible que sí, porque don Juan Manuel es uno de esos hombres que tiene la rara virtud de hacerse querer de todos. Algunos miles de chicuelos han pasado por sus manos, y si bien la mayor parte, hombres ya, han olvidado los coscorrones y tirones de orejas con que algunas veces los llamaba al orden, todos recuerdan con simpatía y cariño a su antiguo maestro, el más impertérrito y constante de los que se han dedicado a la espinosa y ruda tarea de la enseñanza.

¡Y con cuánto fervor y abnegación ha llenado el viejo Bonifaz su noble sacerdocio! Él ha pasado por todas las estrecheces, ha enseñado gratuitamente cuando el Estado no tenía cómo pagarle sus honorarios, ha soportado con resignación los ataques de sus adversarios, sin que jamás haya brotado de sus labios una palabra, ni para pedir ni para censurar.

Para lo único que ha hecho valer las afecciones que le rodean, ha sido para interceder en favor de los perseguidos, cuando en la acritud de nuestras luchas civiles veía que la pasión arrastraba a los hombres a extremos inútiles.

¡Pobre buen viejo! Pocos como él logran hacer la jornada de la vida sin ver a su alrededor más que caras que le sonríen y brazos que se le abren.

Hoy ya es una reliquia por todos respetada, y en el último tercio de su vida le es dado asistir al acto de la erección de un monumento sencillo que llevará esculpido su nombre.

Mañana se inaugurará la escuela Juan Manuel Bonifaz, merecida aunque escasa recompensa para quien sacrificó todas las ambiciones y concentró todos sus esfuerzos en beneficio de la enseñanza del pueblo.

Sea este desaliñado artículo la ofrenda con que contribuyo a la consagración del monumento erigido en honor del viejo educacionista.

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