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El Gaucho Florido

Montevideo, Febrero, 9 de 1887.-

Se exhibe en las vidrieras de la librería de Escary, en la calle Victoria, un cuadro del pintor inglés Terry, representando un gaucho, y todo fue verlo al pasar y clavarme en el sitio, no porque la corrección del dibujo me atrajese ni el brillo de los colores me pasmase, sino porque lo que Terry ha pintado no es un tipo imaginario, sino el fiel retrato de un individuo a quien mucho he conocido, mi paisano, y cuya vida tiene accidencias que bien merecen ser narradas y leídas con interés por todos aquellos que conocieron al Gaucho Florido, que fueron muchos, de uno y otro lado del Plata.

Quieren las circunstancias que yo le conociera y tratara desde muchacho, siendo casi mi coetáneo. Se llamaba Manuel Robledo, era oriundo del caserío de la Aguada, en los alrededores de Montevideo, y su solar lindaba con la quinta de mis padres, arroyo de por medio; un arroyuelo que es apenas una zanja, y que en su curso se ensancha hasta formar el Arroyo Seco, que lo es en efecto mientras no llueve.

La casa en que Robledo se crió está todavía tal y cual la recuerdo yo veinticinco años atrás, cuando era muy niño, situada en la ladera de la cuchilla que muere en el arroyo: una casa de azotea, de tres piezas en ala, sin más reparo que el que le prestaba un frondoso espinillo, de los más grandes que he visto, que se doraba en la primavera con millares de aromas. Eran tres en la casa: el padre ya anciano; Manuel, que tendría entonces unos diez años, y una hermana, ya moza y no mal parecida, todos ellos gente buena, hospitalaria y servicial, con esa llaneza de costumbres que va perdiéndose en los remilgos y afectaciones del presente. El viejo Don Manuel Robledo era el tipo del gaucho pueblero, hombre sensato y prudente, muy dado a recordar sucesos políticos en los que había sido actor como todos los que en su tiempo se criaron. Del hombre de ciudad tenía el traje y el habla, pero el campero despuntaba en el apero de su caballo, en cuyas crines desplegaba el bueno de don Manuel todas las habilidades de su tijera, pues todos sus afanes los ponía en la prolijidad del tuse, que unas veces era de cogotito, y otras adornado con clavijas recortadas con todo esmero.

No amanecía día en que no viera yo a Don Manuel pasar al trotecito en su moro, con levita y sombrero de copa, montado en recado con látigo de azotera, que era por aquellos parajes arma indispensable, no sólo para azuzar a la cabalgadura, sino principalmente para espantar a los perros que de cada puerta salían en tropel ladrando a los jinetes.

Manuelito hacía entonces sus primeras letras, y el tiempo que sus modestos estudios le dejaban libre, lo empleaba en fabricar jaulas y trampas de caña para cazar jilgueros y mixtos, que fue la afición que nos hizo amigos, gran pajarero como he sido yo también; hasta que, con gran contrariedad para mí, resolvió su padre darle carrera, y al efecto lo puso de mozo de tienda en una de la Aguada, donde yo al pasar solía ver a mi Manuel, muy aburrido, tras del mostrador, en las horas somnolientas de la siesta, las mismas en que nos reuníamos bajo los sauces del arroyo, agazapados tras de los troncos, aguardando los pájaros que acudían al reclamo de nuestros llamadores, pasando por mil ansiedades mudas hasta que se resolvían a picar el traicionero cebo.

Después yo tomé otros rumbos. La desgracia me alejó de la quinta en que tan gratos años había pasado, me enviaron a Buenos Aires a cursar mis estudios, y cuando algunos años después volví a Montevideo, no encontré más rastros de la familia de Robledo, que la antigua casita sombreada por el añoso espinillo, cada vez más frondoso. La poca arboleda frutal que existía estaba desgajada y casi seca, y todo el terreno que sería de dos cuadras, era un gran pastizal en que pastaban los caballos del vecindario, introduciéndose por los portillos abiertos en el cercado de pitas, que todavía existe.

Mucho tiempo pasó así. En la tienda donde Manuel había estado de dependiente nada supieron decirme de su paradero, deplorando su salida, porque era excelente sujeto, muy sosegado y respetuoso, cumplidor en su tarea y con aptitudes para el negocio.

¡Cuál no sería mi sorpresa, cuando, hace cosa de doce o quince años, me encontré con mi viejo amigo Manuel Robledo, transformado en Gaucho Florido, jinete en su redomón de riendas, el lazo a los tientos, ceñidas a la cintura las boleadoras, calzado con botas de potro, el sombrero a la nuca sujeto apenas por el barbijo, el pelo cayéndole sobre los hombros en rulos, y todo él muy cumpa y quiebra! No quería creer a mis ojos. Aquel muchacho que yo había conocido antes tan pacato y tímido, arrochado todavía más tras del mostrador, transformado de la noche a la mañana en gaucho domador, vagando de rancho en rancho y de tapera en galpón!

Y era él, no cabía duda. Al verme se apeó del caballo, se sacó el sombrero de atrás para adelante, y me saludó muy respetuoso, como de inferior a superior.

Yo me acordaba de nuestra antigua camaradería pajarera y le dije: -Pero ¿qué es eso, Manuel? ¿No recuerdas cuando cazábamos jilgueros juntos? Soy el mismo de entonces. ¿Y tu padre? ¿Y tu hermana?

Fue inútil todo. No quiso franquearse conmigo, y siguió tratándome con respeto, sin tutearme, evitando las expansiones de recuerdos retrospectivos. Pero conservaba la finura de sus modales y el cuidado de su persona. Era un gaucho elegante, bien arreglado los pliegues del chiripá, lujoso el cinto, la bota de potro bien sobada y justa al pie, muy peinada la cabellera, y llevando siempre entre los labios una flor, de preferencia un clavel, blanco, como la divisa de su partido, en cuyas filas había militado durante la revolución de Aparicio, que fue cuando se despertaron en él las aficiones gauchescas. Se había hecho domador, y ejercía el oficio de chalán, vendiendo potros redomoneados y que apenas sabían llevar el freno, y haciendo pasar otras veces rocines viejos por redomones de riendas.

Su solar de la Aguada lo había convertido en estancia. Había hecho su corral de palo a pique, donde encerraba por la noche la mancarronada, entropillada con yegua madrina, y al amanecer las soltaba, quedando siempre con un caballo atado para la recogida de la tarde. Tenía como una neurosis de gauchismo. Su habitación era la cocina, techada de quincha, de cuyas tijeras colgaban maneadoras y coyundas, lazos y sobeos, riendas y cabestros, boleadoras y rebenques, un museo completo de huascas muy sobadas y parejas. Su cama era el recado, bien provisto de cojinillos y enjalmas para mayor blandura.

Y al lado de estos atavíos gauchescos, hacían contraste otras prendas de petimetre urbano, pues el día en que el Gaucho Florido no se ponía bota de potro, la calzaba de Melies riquísima, y usaba la ropa blanca interior de seda o de hilo de Escocia. Ése era su lujo, y todo lo que la venta de sus potros le daba, lo empleaba en paqueterías.

Tocaba la guitarra, cantaba décimas, y cuando salía de aventuras iba siempre con la guitarra, muy adornado el mástil con lazos de cintas celestes y blancas.

Éramos nuevamente vecinos, y tenía, por consiguiente, ocasión de conocer su vida. Todavía mal borradas del cielo las estrellas, prendía su fuego y tomaba su mate, y soltaba en seguida la caballada, que salía del corral hambrienta, dispersándose por el pequeño potrero sin hacer caso del cencerro de la yegua madrina, pues mal podrían pastar reunidos donde sólo había yuyos inmasticables, entre los cuales tenían que andar los pobres mancarrones hozando para encontrar una rama rastrera de gramilla.

Salía después de la siesta a pasear el potro que andaba redomoneando, y a la caída del sol volvía, desensillaba, y en pelo se iba a hacer la recogida, chasqueando el arreador y cantando bajito como si realmente estuviese en la soledad de la cuchilla.

Emprendió amores con una muchacha criada en una casa conocida. Ella era ya de mayor edad, libre de padres y tutores, dueña de hacer lo que mejor le acomodase y nadie en la casa se oponía al noviazgo con el Gaucho Florido, conocido como excelente sujeto, y dueño de un patrimonio decente. Así es que Robledo podía entrar y salir cuando quisiese a la casa y sacar a su novia por la puerta ancha para llevarla a la sacristía. Pero eso no entraba en su programa. Un gaucho como él no podía incurrir en la vulgaridad de casarse como cualquier pueblero, y una buena tarde ensilló su mejor pingo, le ató la cola, le envolvió los cascos con pasto para que no se sintiese la pisada, y rondando la casa de su novia por los fondos, empezó a silbar, hasta que acudió la aludida, y arrimando el caballo al cercado la hizo subir en ancas y se la llevó al galope, muy orgulloso con su presa a la iglesia, casándose con todas las formalidades. Poco hecha la robada a la vida gauchesca, se enfermó en la estancia de la Aguada, muriendo poco después, lo que fue causa de que Robledo entrase en una nueva faz de gaucho viudo, siempre vestido de negro, pero sin abandonar la flor de entre los labios.

Por temporadas se eclipsaba y después reaparecía con una nueva caballada, hasta que una cobarde picardía puso fin a sus correrías.

Se retiraba Manuel Robledo de la ciudad cierta noche, ya tarde, cuando al pasar por frente al cuartel del 5° batallón lo llamaron algunos oficiales que en compañía de su jefe Máximo Santos, tomaban el fresco sentados frente a la puerta del cuartel. Empezaron a chulearlo sobre sus gauchadas, y a echarle pullas sobre su partidismo; contestó Robledo sin insolencia, pero con altivez, pues era de carácter resuelto; y de tal manera se encrespó la cosa, que acabaron por meterlo dentro del cuartel, donde hicieron con él una fechoría, que fue para él la más grande afrenta.

Muy de mañana al siguiente día me mandó buscar a mi quinta, diciendo que tenía que hablarme con urgencia. Acudí en el acto y encontré a Robledo sentado en cuclillas en la cocina, reatada la cabeza con pañuelos, triste y desencajado.

Bajo el espinillo, un caballo tordillo, completamente enjaezado como para viaje, con poncho de paño en los tientos y maneador enrollado en el pescuezo, coscojeaba el freno de grandes copas de plata.

Me contó lo que la noche anterior le había pasado y que ya dejo narrado, y por último, como si no se atreviese a decir cuál era la afrenta que le habían inferido, empezó a desatarse los pañuelos de la cabeza, y una vez que hubo deshecho los nudos, se cubrió la cara con las manos, dejó caer para atrás los lienzos, y quedó en descubierto la cabeza, pelada al rape. ¡La hazaña era digna de Máximo Santos!

Si Dalila debilitó las fuerzas físicas de mi tocayo, al cortarle los cabellos, no menos hizo Santos con la entereza moral de Manuel Robledo al raparle la cabeza. Era otro individuo, cambiado de la noche a la mañana como si hubiesen pasado años por él. Estaba abatido en una postración de ánimo y de cuerpo afligente. Fueron vanos todos los razonamientos para retemplarlo, argumentándole yo que no había afrenta para quien no tenía cómo resistir un acto de violencia, y que aquello era cuestión de poco tiempo, pues dada su juventud pronto le crecería el cabello en más tupidos bucles. No hubo forma de convencerlo, considerándose afrentado para toda la vida.

Quiso encargarme de sus asuntos, misión que esquivé no por falta de voluntad, sino por que tales tiempos corrían para mí que estaba en el caso de encargar a otro de los míos en previsión de que me rapasen tan de raíz el pelo, que me lo cortasen con raíz y todo; y sin decir más nada, me estrechó fuertemente la mano, descolgó el rebenque de un gancho de asta de venado, requirió el cuchillo que se lo atravesó en el cinto, y salió cabizbajo de la cocina, rayando el suelo con las rodajas de las espuelas domadoras.

Palmeó en el anca al tordillo que piafaba bajo el árbol, desprendió el cabestro, lo tomó junto con las riendas, y de un salto se enhorquetó sobre el lomillo. Salió al paso, y al franquear la tranquera dio vuelta el caballo, y extendiendo la mano trazó una cruz en el aire. Dos lágrimas le brotaron de los ojos al hacer aquella postrera despedida al solar de sus padres: en seguida se echó el sombrero a la nuca y como si hubiera tomado una resolución suprema de que temiera arrepentirse, picó al tordillo con las espuelas y atrancó de galope por el cuesta-abajo del callejón encajonado entre los altos cerros de pitas, perdiéndose a poco trecho a la vuelta de un recodo, mientras yo seguía con la vista su rumbo mirando la polvareda con que el caballo marcaba su galopón en el ambiente azul de aquella mañana otoñal.

Mucho tiempo pasó sin saberse nada de Manuel Robledo, hasta que llegó la noticia de su muerte, ocasionada por una puñalada de un gaucho malo.

Tal era el Gaucho Florido, cuyo retrato se exhibe ahora en las vidrieras de Escary, pintado por Terry con todos los atributos de su traje fantástico, y reflejada en el rostro su bondad característica, pues nunca dejó de ser lo que de muchacho había sido, cuando yo lo conocí cazando jilgueros bajo los sauces del arroyuelo que separaba nuestras fincas, y cuyo recuerdo me vino ayer al ver ese cuadro que con tanta verdad me lo representa en su neurosis de hacerse el gaucho, queriendo resucitar en nuestros días la vida errante y las costumbres azarosas de tipos que ya sólo en el romance viven, contradicción de una época sepulta en los abismos del pasado.

El formidable trabuco que el retrato del Gaucho Florido ostenta, era en sus manos lo que la bacía de barbero disputada por yelmo de Mambrino, era en la cabeza de Don Quijote; puro relumbrón que de nada le servía, pues para los casos de apuro llevaba un buen revólver, que bien sabía él que valía más que el más bocón de los naranjeros.

¡Pobre Manuel! Hace tiempo que te estaba debiendo este recuerdo, que ahora te pago desde tierra extraña, rapados, como estamos casi todos los de la nuestra, por los malvados peluqueros que en aquella noche siniestra cortaron los rulos de tu larga cabellera, que te golpeaban los hombros al compás del trote de tus redomones, cuando por la tarde, cantando bajito con el clavel entre los dientes, te retirabas a tu estancita de la Aguada.

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