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Germán Mac'kay
PRIMER ACTOR DRAMÁTICO AMERICANO

Julio, 15 de 1883.

Don Santiago Mac'kay, oriundo de Escocia, de donde había emigrado a América, ejercía allá por los años treinta y tantos, la profesión de comerciante en la ciudad de Panamá, perteneciente a la federación Colombiana.

Cimentada su posición con una regular fortuna adquirida en el comercio, pensó el señor Mac'Kay en lo que generalmente piensan todos los hombres a cierta edad, que fue en casarse, deseo que si de suyo no le nacía, había quien lo engendrase sobradamente en Panamá, donde las mujeres tienen esos ojos peculiares a todas las de América, y que parecen aljabas guardadoras de flechas, según son de afiladas y penetrantes las miradas que despiden.

Suponiendo, pues, que el buen escocés tuviera sus ideas celibatarias, quiso su destino que se encontrase con una panameña cuya sola vista fue causa bastante para dar al traste con todos los propósitos antimatrimoniales, y de ahí la unión de don Santiago Mac'Kay con doña María Gutiérrez, hija del general Gutiérrez de Piñeres, soldado distinguido que fue de la Independencia.

Realizóse el enlace el año 1840, ya andando el tiempo, sucedió lo que no era un fenómeno que sucediese: esto es, que vino al mundo un nuevo Mac'Kay, que recibió en la pila el nombre de Germán. Creció el descendiente de don Santiago lleno de mimos y rodeado de maestros, y con tal ahínco se consagró el niño a los estudios, que a los quince años era ya bachiller, halagándose sus padres con la idea de que pronto tendrían un doctor en la familia.

Pero, el hombre propone, y Dios dispone. Proponíase don Santiago Mac'Kay hacer de su hijo un hombre de foro, pero las circunstancias, ya que Dios no se entromete en estas cosas, dispusieron que Germán había de ilustrar su apellido en el arte, y así fue.

Sucedió que en el año de 1856, a tiempo precisamente en que Germán se calaba el bonete coronado con el árbol de la ciencia, llegó a Panamá una compañía dramática, de la que era primer actor un tal 0'Loghlin, que alcanzó gran reputación en el Pacífico. El joven Mac'Kay iba con frecuencia al teatro, y deslumbrado por los triunfos que coronaban noche a noche al artista, entróle el deseo de comprar la gloria a igual precio. Niño aún, aunque disimulada su edad por la elevada estatura que le realzaba, empezó a frecuentar los artistas, y lo que en un principio fue sólo mera afición, acabó por hacerse en él un propósito arraigado.

La primera vez que Germán habló a su padre de sus tendencias artísticas, el buen escocés puso el grito en el cielo, y trató por todos los medios de combatir aquella para él maldita influencia, que trastornaba los proyectos que respecto del joven abrigaba. Pero ya era tarde; Germán estaba dominado por la vocación que le arrastraba a la escena, de la cual no conocía más que las glorias, ignorando las rivalidades y miserias que tras los bastidores se agitan. Partió la compañía 0'Loghlin para el Perú, y quedó el 'joven Mac'Kay como si le hubiesen llevado la mitad de su ser. Aquella partida, lejos de apaciguar sus tendencias, las irritó más aún: luchó entre su vocación y el amor a sus padres, pero al fin venció aquélla y un buen día, el hogar de la familia de Mac'Kay perdió todas sus alegrías, mientras el causante de aquel dolor navegaba con rumbo al Perú, donde, una vez llegado, se agregó a la compañía 0'Loghlin, llenando así los anhelos que le habían hecho desertar del techo paterno.

Todo ayudaba al joven Mac'Kay para hacerse de un nombre en la escena: su apuesta figura, su educación, el timbre sonoro de su voz, y sobre todo, el genio que sentía agitarse dentro de su hermosa cabeza. Se estrenó como segundo galán joven, con aplauso, cuando apenas tenía dieciséis años. A los dieciocho era ya primer galán, y a los veinte eclipsaba a su maestro 0'Loghlin, haciendo los primeros papeles. Durante cinco años recorrió los principales teatros de Chile, Perú y Bolivia, adquiriendo envidiable renombre, matando con su talento todas las rivalidades que en torno suyo hervían, hijas de la envidia de quienes, diciéndose maestros en el arte, quedaban relegados ante aquel joven que a largos pasos recorría el camino de la gloria.

A pesar de sus triunfos, Mac'Kay no creyó haber alcanzado las cumbres que el soñaba en el arte a que se había consagrado, y resolvió hacer un viaje a España con el objeto de perfeccionarse en la escuela de Romea y de Valero, que eran por aquel entonces los príncipes de la escena dramática española.

A esa circunstancia debimos el tener en Montevideo a Mac'Kay el año 1868, contando apenas entonces 27 años. Recuerdo como si fuera ahora la noche de su estreno en Solís coa el drama Los hijos de Eduardo. Para mí fue una revelación aquella naturalidad en el decir y aquella sencillez en la acción, acostumbrado como estaba al énfasis y a los manoteos de los actores españoles que hasta entonces había visto.

El teatro estaba vacío; Mac'Kay había caído entre nosotros sin nombre que le precediese, ni anuncios que le presentaran como un artista de primera fila. Pero el centenar de espectadores que en aquella primera noche pudo apreciar su talento, fueron al segundo día cien pregoneros de los méritos del artista americano, y desde la segunda representación, nuestro gran teatro era pequeño para contener el numeroso público que acudía a admirar a Mac'Kay. Los viejos nos hablaban de Casacuberta como único término de comparación posible con el joven panameño.

El repertorio de Mac'Kay se componía de las principales obras del teatro español y francés, la mayor parte de ellas nuevas para nuestro público. Pero cuando el entusiasmo llegó a su colmo, fue cuando hizo por primera vez el Sullivan. Aquello fue un éxito extraordinario, y la interpretación de aquella obra le bastó para conquistar un renombre que nadie hasta entonces había alcanzado en el Río de la Plata.

Mac'Kay era un actor de corte moderno, desligado de todos los resabios de la vieja escuela española que hacían decaer entre nosotros el gusto por el drama. Su aparición en nuestra escena fue una verdadera resurrección para el arte dramático, que se nos presentaba bajo formas nuevas, revestido de esa sencillez y naturalidad que son inherentes a todo lo que es real .

Mac'Kay, sin saberlo quizás, era un actor de la escuela realista, escuela en que se había formado él solo, sin más maestro que su inspiración, adivinando que el secreto del arte estriba sólo en la más difícil de las facilidades, si es que así puede llamarse a la estricta reproducción de la verdad. Fuera de la verdad no hay belleza, y donde la belleza falta, falta el arte. Ríen n'est beau que le vrai, había dicho ya alguien, y ese dicho, aceptado como máxima, quedó complementado con otra que sintetiza más la idea: l'arte é il vero. e

Esa fue la divisa de Mac'Kay, y ella la que le llevó al triunfo. Comprendió que los efectos escénicos no están en la exageración de las pasiones, ni en la altisonancia de las frases, ni en el amaneramiento de los modales, sino en retratar fielmente los efectos de esas pasiones, tales como se manifiestan en la vida real. Era el primer actor que entre nosotros hablaba en la escena como hablan los hombres en sociedad: suave, sin afectación, cuando la situación lo requería, y violento, sin estrépito, en los trances fuertes.

En Sullivan, Mac' Kay era no sólo el artista, sino el hombre que hacía suya la causa del protagonista que representaba. Se defendía él mismo contra las rancias preocupaciones sociales que pretendían hacer del actor un paria, para quien estaban cerradas todas las puertas que no fueran las del teatro; para quien no había afecciones, ni amistad, ni amor, más que el que se recita en las comedias.

Mac'Kay encarnaba a Sullivan, con el mismo entusiasmo con que Federico Lemaítre representaba el Kean, haciendo de la escena una tribuna pública en la que el artista podía defender su causa para allanar las resistencias que la preocupación le oponía, para poder llegar a la esfera social en que se agitan los demás hombres.

El joven actor americano hizo de Sullivan su caballo de batalla, y con él triunfó, haciéndose admitir como lo merecía quien no tenía más delito que el de ganarse honradamente la vida con su talento, a diferencia de otros que alternan en las más elevadas esferas y que sin embargo comercian con infamias y rastrerías ocultas bajo una capa de oro.

Estando Mac'Kay en Montevideo, como dejo dicho, el año 68, se desarrolló la epidemia del cólera. Las familias emigraron al campo, los teatros se cerraron forzosamente por falta de público, el hijo del escocés don Santiago tuvo por muy prudente, como todo hijo de vecino, sacar el cuerpo a la descarnada que no se daba reposo en cortar con su afilada guadaña, y se retiró a la Unión, cuartel general de los que escapaban del flagelo.

Pero aún allí las tenía todas consigo el artista, y tan no las tenía, que sus amigos hacían burla del continuo sobresalto en que vivía, hasta que uno de ellos, para quitarle de sazones, le invitó a pasar una temporada en una estancia, invitación que él aceptó de mil amores.

Y ahí tienen ustedes a don Germán Mac' Kay, campeando por el Rincón del Rey, en el Departamento de la Colonia, por temor al cólera, y a fe que había razón en temerle, pues se despachaba a los moradores de esta reconquistada ciudad de cien por día.

Lo mejor del caso es que Mac'Kay tenía ya tomado pasaje en un vapor trasatlántico para realizar el viaje a Europa que desde Chile traía proyectado, pero, temeroso de la peste, prefirió perderlo antes que asomar las narices por Montevideo, y así, en vez de acercarse al puerto, se internó tierra adentro.

Cualquiera, en el caso del aplaudido actor, habría aprovechado aquellas vacaciones forzadas para descansar de sus fatigas artísticas, pero, dominado como estaba él por la pasión del teatro, no pudo permanecer mano sobre mano contemplando las cuchillas, y ya que le era imposible representar dramas, se puso a hacerlos, y a esa circunstancia casual debe el pequeño repertorio americano una nueva obra, favorablemente juzgada por la crítica, que lleva por título: Elena. El actor se hizo autor, y su drama, interpretado por él mismo, le agregó una hoja más a las muchas que formaban la corona de gloria que ceñía.

Entre Montevideo y Buenos Aires pasó Mac'Kay los fines del 68 y los comienzos del siguiente año, época en que volvió a Chile llevando muy buenos recuerdos del Plata, donde se le había aplaudido ruidosamente, y donde él había contraído numerosas relaciones entre la juventud distinguida de ambos países. El artista era dueño del público, y tan seguro estaba de su éxito, que hasta llegó a cantar en el teatro algunas canciones, como El crudo tucumano y otras, que luego se hicieron popularísimas, no por su mérito, sino porque Mac'Kay las cantaba. Aquello no era arte, a buen seguro, pero él lo echaba a broma y se divertía con ello.

Vuelto a Chile, le pasó en Santiago lo que treinta años atrás le pasara a su padre don Santiago en Panamá, y fue que se enamoró, y esta vez no en verso y de mentirijillas como lo hacía en las comedias, sino en prosa y muy dé veras. Pertenecía la aludida a una familia de campanillas en Chile, de noble abolengo, y no hay para qué decir que la inclinación con que la joven correspondió a las ardientes declaraciones del mancebo fue causa de que en la casa se armase un zipizape de aquellos de no te muevas.

Borgoño y Maroto eran los apellidos de la chilena rendida a la pasión del panameño, dos apellidos ilustres, como que el primero era el de su abuelo paterno, general victorioso en la memorable jornada de Maipo, y el segundo, el del abuelo materno, general también, que amén de la notoriedad que le dieron sus campañas, tuvo la de ser actor en el famoso abrazo de Vergara.

Con semejante alcurnia, y con saber que la respetable mamá de la niña tenía a mucho orgullo llamarse todavía duquesa de Ferrandelli y condesa de no sé cuántos, sobrado hay para comprender qué oposición se haría al enlace de la niña con el artista.

¡Un cómico! Para la sociedad ilustrada y liberal de la época, un cómico es un caballero como cualquier otro, con tal de que sus procederes sean los de un caballero. Pero hay todavía en ciertas esferas, y sobre todo en las de la aristocracia rancia, muchas resistencias a admitir que el talento dramático sea suficiente título para alternar con ellas, mientras que alternan asnos cargados de reliquias. Entre nosotros no se comprende eso, porque nuestra sociabilidad no conserva ninguno de esos resabios ridículos de jerarquías y alcurnias, pero en Chile hay aristocracia aún, aristocracia tanto o más encopetada que la de las monarquías europeas, y en la que, para ser admitido, no basta sólo descollar en la política, en las letras, en las artes, sino que es preciso exhibir los pergaminos que acrediten la cuna.

Con tales ínfulas y reatos, ya se explicará el lector que no había entrada en casa de los Borgoño y Maroto para el infeliz artista, que no tenía más ejecutoria que su fe de bautismo, ni más títulos que los conquistados en el teatro, honrosos para los que no admiten más aristocracia que la que el propio valer da, pero que para personas de tanto cuño eran como paneles mojados. Mas no en balde pintan al amor como un muchacho travieso y ceguezuelo, a quien las resistencias encaprichan más que las facilidades, pues sucedió en este caso lo que frecuentemente acontece en todos los análogos, y fue que, irritada la pasión de ambos jóvenes por los obstáculos que se le oponían, concertaron unirse contra viento y marea, y así fue que a mediados del 69, embarcado ya Mac'Kay en un paquete que zarpaba para el Río de la Plata, recibió en sus brazos a su compañera, ligada ya a él por los sagrados lazos del matrimonio que habían contraído contra el disenso paterno.

Volvió Mac'Kay a Montevideo acompañado de su distinguida esposa, y encontrando aquí una compañía dramática, dio tres representaciones con extraordinario éxito, pasando en seguida a Buenos Aires, donde también fue acogido con simpatía. Después de algunos meses, regresó al Pacífico, siguiendo su peregrinación artística, hasta que en el 71, trabajando en Guayaquil con la Matilde Duclós, aquella célebre actriz que años atrás habíamos admirado en Solís, se despidió Mac'Kay de la escena dramática con la representación de la Elena que había compuesto durante su estadía en el Rincón del Rey.

Aquella retirada fue una pérdida para el arte dramático americano, encarnado en Mac'Kay que era su más ilustre representante. No fue la decepción ni el hastío lo que le arrastró a aquella determinación, sino el amor a su esposa, cuyos padres, reconciliados ya con el actor, la llamaban a su lado.

Y ahí tienen ustedes al más aplaudido artista americano convertido de la noche a la mañana en agricultor, cultivando un fundo en las cercanías de Santiago, sin más preocupación que la de sembrar y cosechar, olvidando sus ruidosos triunfos en el tranquilo retiro de su campestre hogar. Nueve años pasó así, y otros nueve hubiera pasado, si para desgracia suya y beneficio del arte no hubiera la philoxera talado los viñedos, cuyo cultivo constituía la principal industria del artista agricultor.

El microscópico insecto no dejó ni un pámpano en las cepas, e inutilizado el esfuerzo de nueve años de constante labor, vióse Mac'kay forzado a abandonar su fundo, retirándose en los principios del 81 a Santiago, donde pronto halló la protección que buscaba, nombrándosele catedrático de composición y declamación.

Aquello de que la cabra tira siempre al monte se dijo, indudablemente, con alusión a los que se dedican a dos profesiones que son como un yugo que jamás se puede sacudir: la prensa y la escena.

¡Desgraciado del que entra en una imprenta! Ya no volverá a salir de ella, y si sale, no ha de dar muchas vueltas antes de caer de nuevo en sus redes. Cuando el escritor se gasta, se hace corrector; cuando la vista no le da para esa tarea, se hace administrador, gerente, o cualquiera otra cosa, con tal de no salir de ese banquillo, contra el cual todos reniegan y del cual, sin embargo, nadie acierta a libertarse.

Lo propio le acontece al hombre de teatro ya sea cantante o cómico. Una vez que entra tras los bastidores, ya no sale de allí más que para esa última salida en que no va uno por sus pies, sino llevado a pulso. Yo he conocido a Lelmi en el auge de su gloria, haciéndose pagar lo que quería por cantar como tenor. Después le vi descender a segundo término; le oí en seguida de partíquín, de éstos que salen a anunciar con cuatro notas destempladas que viene el rey, más tarde fue maestro de coros, y por último... le encontré de boletero en un teatro lírico. Es lo mismo, que si un redactor de diario acabase por ser repartidor.

Esto digo a propósito, de lo que sucedió con Mac'Kay, que acabó por tirar al monte; quiero decir: que lo de la cátedra de declamación le despertó sus vocaciones de artista, adormecidas durante nueve años, e ideó un proyecto de creación de una Academia para formar en ella artistas americanos.

Como base de su proyecto inició el pensamiento de empezar a educar el gusto por el teatro, llevando a Chile una compañía dramática compuesta de actores sobresalientes en España. Al instante encontró aceptación su idea, y se constituyó una sociedad por acciones a fin de levantar el capital necesario para realizarla.

Nombrado Mac'Kay director de la empresa, a él se le confió la misión de ir a Europa en busca de una compañía de drama, y ya se ha visto como llenó su cometido, trayendo uno de los mejores cuadros dramáticos que hayan venido al Plata.

Pero, si llenó su propósito, en cambio nada hizo por su provecho, y forzado por las circunstancias se vio obligado a echar mano de su prestigio para cumplir los compromisos de la empresa que representaba para con los artistas que había contratado.

Al solo anuncio de que Mac'Kay reaparecería en la escena para la representación de Sullivan, no quedó en el Teatro de la Opera en Buenos Aires una sola aposentaduría que no fuese vendida y revendida a precios disparatados.

El simpático artista no las tenía todas consigo. Doce años hacía que no pisaba el escenario de un teatro, y temía haber perdido aquella inspiración que tantos triunfos le había valido. Pero llegó la noche de la representación, y la estruendosa salva de aplausos que saludó la aparición del Sullivan americano devolvió a éste toda su entereza, poniéndose a mayor altura que la que había alcanzado cuando cultivaba asiduamente su arte.

Fue un delirio, un frenesí. El teatro, henchido de gente hasta en los más apartados rincones, bullía de entusiasmo. El actor terminaba sus frases entre víctores y batir de palmas que se prolongaban por largo rato. Mac'Kay fue objeto de una de esas ovaciones que hacen imperecedero el recuerdo de un artista.

En vano quiso resistirse a una segunda exhibición. Todo Buenos Aires quería verlo, y como todo Buenos Aires no cabía en el teatro, fue necesario que el artista cediese, para hacerse aplaudir por otros dos mil espectadores.

El eco de ese espléndido triunfo escénico repercutió en Montevideo; y sus amigos de aquí, haciendo valer los títulos que tienen conquistados para con Mac'Kay, le exigieron que viniese a recoger el tributo de aplauso que le tenían reservado. El artista no pudo resistirse a la exigencia, y acudió al llamamiento.

Esta noche representará Mac'Kay el Sullivan en la escena de San Felipe, y yo me anticipo a su triunfo, saludando con un entusiasta aplauso al laureado actor americano, al genio más brillante del arte dramático en nuestro continente.

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