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El Corneta Sayago

En todas las agrupaciones sociales se destacan de entre el hacinamiento de la población ciertas entidades que, sin estar rodeadas de los prestigios que granjean el talento y el valor, alcanzan a veces más extensa popularidad que las personalidades eminentes.

Esos tipos son de todos conocidos y de todos estimados, sin que muchas veces haya más razón para esa popularidad que la de imponerse ellos mismos por alguna particularidad, que acaba de ser un rasgo fisonómico de la sociedad en que se agitan, incrustándose como un hábito en las costumbres que caracterizan a cada pueblo.

En Montevideo, por ejemplo, a nadie sorprende el toque marcial del clarín a cualquier hora del día o de la noche. Ese mismo toque, en Buenos Aires, llamaría a las puertas y ventanas a todos los pacíficos industriales de la gran ciudad: apenas si despierta entre nosotros a los chiquillos que duermen, o hace poner el oído atento al extranjero llegado ayer a estas playas.

-Es Sayago -decimos todos, y ese simple apellido basta para explicar la causa que motiva el toque, que desde lejos viene oyéndose con intervalos, hasta que llega a la cuadra y taladra con sus penetrantes notas las puertas y las paredes, yendo a repercutir en los fondos de las casas, donde provoca chismes y cuentos de la servidumbre sobre Sayago y su clarín, instrumento que forma ya parte de su organismo y va tan unido a él, que separarlo sería dejar incompleta su personalidad de uno de sus más pronunciados rasgos.

Todos conocen a Sayago, pero no todos conocen sus antecedentes, ni ciertas peculiaridades resaltantes de su vida. Ni siquiera habrá dos de sus más íntimos que sepan la edad 53que tiene. Sayago es un negro al parecer joven, de facciones afiladas, delgado, de regular estatura, de mirada inteligente, de barba escasa, y la cabeza poblada con una mota espesa y renegrida. Echándole por lo alto, a cualquiera se le ocurre que tendrá entre cuarenta y cinco y cincuenta años.

-¡Quién me los diera! -contestaría Sayago a quien tal dijese. Según su cuenta, nació el año uno del siglo actual, y tiene, por consiguiente a la fecha la respetable edad de ochenta y un años, que por cierto no le pesan ni le estorban para recorrer con toda agilidad cuadras y cuadras, a paso ligero, como si fuera un mocetón de veinte abriles.

Nació Sayago en Lucango, población situada en la costa Occidental de África y comprendida en el reino de Congo, bajo la dominación de Portugal, y corre por sus venas sangre aristocrática. Su padre fue el cacique Lucango Cabanga, y su madre la respetable matrona Joanna Quicola, quien puso especial esmero en la educación de éste que hoy conocemos por Sayago, y cuyo verdadero nombre es Antonio Lucango Cabanga, ciudadano africano, nacido, bautizado y amamantado a la sombra del pabellón de la muy poderosa casa de Braganza.

Tan precoz se mostró el negrillo, que a los diez años entró ya al servicio de su patria, embarcándose en calidad de ordenanza en el bergantín de guerra "Promptidao", a las órdenes del comandante José Clemente Guimaraens Silva da Costa, quien, por lo visto, podía lastrar el buque con sólo cargarlo con sus nombres y apellidos.

Hacía el "Promptidao" oficio de crucero para impedir el comercio de esclavos, y en una de sus excursiones, llegó por primera vez a Montevideo el año 1811, trayendo a su bordo al hijo del cacique del Congo, cuyos recuerdos de aquellos tiempos son algo confusos, aunque hace memoria de haber conocido la Matriz, ubicada entonces en el solar que hoy ocupa el Club Inglés, techada de paja, y dando frente a un potrero en que pastaban vacas y caballos, que eso y no otra cosa era por aquella fecha nuestra Plaza Constitución, adornada hoy con fuentes y bancos de mármol.

El "Promptidao" levó anclas un día, y junto con las anclas se llevó nuevamente al negrito Antonio, quien siguió creciendo a bordo hasta que el bergantín no pudo más, y vino a dar con su casco en los peñascos de Punta de Yeguas allá por el año 39, donde a la sazón estaba, como está todavía hoy, el saladero de Sayago, regenteado por un tal don Julián Contreras, quien tomó a su servicio al moreno, suplantando a su apellido de regia estirpe africana, el del dueño del establecimiento que administraba.

Y he ahí por qué Antonio Lucango Cabanga vino, con el andar de los tiempos, a llamarse Antonio Sayago, sin haber nunca sido esclavo, pues libre nació y libre ha vivido hasta esta fecha, sin reconocer más autoridad que la de su respetable señor padre y la del Gobierno bajo cuya bandera vio por primera vez los picantes rayos del sol africano.

A poco vino el Sitio Grande, y no hay para qué decir que ni sus fueros de príncipe, ni su carta de ciudadanía portuguesa, bastaron al joven lucango para escapar a las estrecheces del servicio militar, y sin más ni más tomó el uniforme, valiéndole su buena disposición el ser pronto promovido a sargento de órdenes del Batallón 2o. de Guardias Nacionales, que mandaba el entonces coronel don José María Muñoz.

Nueve años combatió Sayago, y por cierto que el encontrarse fuerte y robusto no lo debe a la buena vida que pasó en la línea, donde:

el descanso era el pelear
y el dormir siempre el velar;

y a fe que, según cuentan las crónicas, no era Sayago el último en las guerrillas, ni de los que dormían con los dos ojos, pues era siempre el primero que se presentaba listo y pronto a cualquier hora que se le buscase.

Vino después la calma, se hizo la paz aquella en que se declaró no haber vencedores ni vencidos, volvieron los aceros a las vainas y los fusiles a los armeros, los soldados tornaron a su casa convertidos en simples ciudadanos, pero no volvió Sayago, quien quedó uncido al yugo del uniforme, aunque ya más aliviado de servicio, pues, debido a sus tendencias y aptitudes filarmónicas, ingresó como corneta pistón en la banda del Regimiento de Artillería.

Si mis apuntes no están errados, Sayago se casó por aquel tiempo, y, buscando compañera digna de su real estirpe, eligió por esposa a Eugenia Rivera, hija de Tía Catalina Vidal, morena de campanillas, célebre por sus pasteles y empanadas, cuya fama trasciende todavía, perpetuada por las manos de su hija, que heredó de Tía Catalina el secreto de aquellas hojaldres sutiles como encajes, y de aquellos recados de vigilia que hacen la delicia de los que aún observan la costumbre "de no comer de carne" en los días clásicos de la Semana Santa.

Yo la recuerdo todavía, a Tía Catalina, con su canasto de caña tejida equilibrado en la cabeza sobre un rodete de trapo, contoneándose por esas calles, con su rebozo a media espalda, y la mano apoyada en la cadera, recorriendo las casas de sus marchantes. Y recuerdo, también, cuando ponía en el suelo su canasto, y, ella en cuclillas, quitaba primero la blanca toalla que lo cubría, y en seguida iba levantando una tras otra las frazadas dobladas que servían de abrigo a los pasteles, arreglados allá en el fondo en una doble carnada, humeantes todavía como si acabasen de salir del horno. Más de una vez, yo muchacho, y goloso, quise meter la mano en el canasto para tomar alguna hojaldre suelta, almibarada con el azúcar revenida por el calor de la masa, y más de una vez, también, Tía Catalina castigó mi golosina pegándome en la mano, indignada de la profanación de su canasto, consagrado como urna sagrada de la pastelería, donde sólo ella podía revolver sin desarreglar el orden de la estiba, en lo cual estribaba el secreto de conservarse la mercancía caliente.

Eugenia, la mujer de Sayago, no va por las casas como Tía Catalina. Su aristocrático enlace no le permite lanzarse a la calle, y orgullosa de su habilidad, recibe órdenes a domicilio, sentada al lado de su horno de ladrillo y barro, tibio por lo menos siempre, pues raro es el día en que no sale de allí horneada de pasteles y empanadas que sólo disfrutan los viejos marchantes; porque, eso sí, Eugenia Vidal de Sayago no trabaja para cualquiera, aunque le hagan saltar las monedas ante los ojos. Apenas si, como homenaje de respeto a la memoria de su madre, sirve a los que fueron parroquianos de Tía Catalina.

Fructífero en demasía fue el casamiento de Sayago con Eugenia, quien hasta esta fecha ha enriquecido el linaje de los Lucango con la friolera de veintiún descendientes, de los cuales, los siete son varones, y mujeres las catorce restantes. Es de creer que Sayago se dé por satisfecho con esa respetable prole, máxime teniendo en cuenta que el árbol genealógico de su familia continúa echando nuevos brotos, pues cuenta ya hasta siete nietos, y dada la fertilidad de los abuelos, no hay por qué dudar que la multiplicación de la especie seguirá adelante.

El año 59, aprovechando la oportunidad de un buque que partía para Loanda, creyó de su deber Sayago ir a saludar a sus ilustres padres, de los cuales sólo encontró vivo al cacique Lucango Cabanga, tan fuerte como si no hubiese pasado por él un solo día, y siempre querido y respetado de sus súbditos.

Grandes festejos hubo con tal motivo en la aldea de Lucango. Se bailaron candombes interminables, se destaparon sendas botijas de chicha, y en retribución a aquellos obsequios, Sayago tocó algunas piezas en su clarín, despertando con estridentes notas los ecos de las selvas africanas, y atemorizando en sus guaridas a los leones y panteras que las pueblan.

Después de algunos meses de candombe y jolgorios, Sayago habló de volver. Su venerable padre y todos los dignatarios de la corte hicieron supremo esfuerzo para retener a aquel compatriota ilustre: más de una belleza conga dejó escapar un suspiro por entre sus labios de grana y puso los ojos en blanco tratando de seducir al ingrato que la abandonaba, pero Sayago hizo presente sus deberes de esposo y de padre, habló al viejo Lucango de las virtudes de su nuera Eugenia, demostró la necesidad de su presencia para vigilar la educación de los veintiún Lucanguitos que había dejado, y después de una tierna despedida se embarcó en el bergantín "Oriente", llegando a Montevideo nuevamente a mediados de 1860.

Sólo entonces fue cuando le ocurrió poner su clarín al servicio del público, y, libre ya de sus compromisos militares, se dedicó a pregonero y distribuidor de anuncios, atrayendo la atención de los transeúntes con los acordes marciales de su inseparable trompeta.

No hay empresario de teatros o de circos que no eche mano de Sayago para repartir los carteles del espectáculo. Piria debe en gran parte su popularidad de martillero a los toques de clarín con que Sayago pregona la interminable venta de solares en el "Recreo de las Piedras"; y tal importancia se da al instrumento, que no ha mucho fue contratado expresamente para anunciar no recuerdo qué publicación en Buenos Aires, donde alcanzó Sayago gran popularidad en un par de días, viéndose seguido por calles y por plazas de un gran séquito de curiosos, atraídos por los ecos de la Marsellesa, el himno de Riego o la marcha de Garibaldi, que son las tres piezas predilectas que ejecuta en su clarín.

***

Estamos en verano. Los tendidos de la plaza de toros están poblados por seis u ocho mil espectadores que ansiosos esperan el comienzo de la lidia. La impaciencia se traduce en un clamoreo infernal que termina en un coro acompasado, en que todos toman parte al grito de: "¡Son-las-tres! ¡son- las-tres!" y cuando el bullicio crece, y las imprecaciones por la tardanza amenazan convertirse en zambra, una nota estridente y prolongada domina todas las voces, apaga todos los murmullos, y repercute en todos los ámbitos de la plaza, hasta que sus últimos ecos mueren entre el clamoreo unánime y espontáneo de un "¡Viva Sayago!" con que el público aclama a nuestro Lucango, cuyo clarín ha dado la orden de abrir la puerta del brete.

Salta la fiera al medio del circo, nerviosa e inquieta, buscando en quien cebar la punta de sus afiladas guampas; arremete con los picadores impotentes para contener su empuje que llega hasta el caballo, desgarrándole las entrañas; corre la sangre, afánanse los diestros, crece la gritería, y sobrepuestos ya a las conveniencias de la educación de los instintos animales del hombre, se piden más víctimas, hasta que nuevamente se hace sentir el clarín de Sayago para poner fin a la matanza de caballos, y ordenar la suerte de banderillas, de las que una vez bien adornado el morro del toro, se toca a matar, toque a que Sayago da toda la solemnidad del caso, prolongando las notas y rematándolas con un chillido agudo como la punta del estoque que hiere a la irritada fiera.

Concluida la temporada tauromáquica vuelve Sayago a sus cuarteles, y en los días de santos populares o aniversarios patrios, organiza murgas, al frente de las cuales recorre las casas de todos los Juanes y Pedros o Antonios que sabe él han de retribuirle la atención con alguna propina decente. El 25 de Mayo saluda a toques de clarín a todos los argentinos bien acomodados; el 14 de julio festeja a los franceses; el 24 de mayo, día de la reina Victoria, cumplimenta a los ingleses; en el aniversario del Estatuto, les da música a los italianos; y a todos ellos, a españoles, a italianos, a franceses y a ingleses, les dirige discursos alusivos al festejo, hablando a cada uno en su idioma, pues entre sus muchas habilidades se jacta Sayago de ser políglota, y para probarlo, habla el castellano pasablemente, bastante bien el portugués, chapurrea el inglés, maltrata el francés, tartamudea el italiano, disparata en vasco y hasta masca sílabas incomprensibles que, según él, tienen su significado congo pretendiendo que: "Angola-ya-ilange ya-samba-ogina-día tata-me-gana-lucango-cabanga" quiere decir traducido al español: "Mi padre se llama Lucango Cabanga, y es natural de Angola".

Aquí sí que viene de perilla aquello de:


el mentir de las estrellas,
es muy seguro mentir,
pues que ninguno ha de ir,
a ver lo que pasa en ellas.

Pero, puesto que Sayago lo dice, y no tengo yo fundamento para dudar de su palabra, es necesario admitir que habla en congo, mientras no se pruebe lo contrario, así como también debe creerse lo que dice de su padre, y es que vive todavía, contando a la fecha la matusalénica edad de ciento cincuenta y cuatro años, lo que da a Su Majestad Lucango Cabanga una respetabilidad bíblica, patriarcal, y sobre todo, envidiable.

Y todavía dice más Sayago: y es que el viejo Lucango, a pesar de su siglo y medio, se permite el lujo de aumentar su tribu año tras año con Lucanguitos, hermanos menores de éste que todos conocemos, y que tiene ya la friolera de ochenta y un inviernos... ¡Esa no cuela, Sayago...!

Lo que más distingue al héroe de mi cuento es la cortesía. ¡Sayago es un saludador terrible! Si diez veces encuentra a uno por la calle, diez veces le ha de sacar el sombrero, y otras tantas le ha de preguntar por la familia, y le ha de desear mil felicidades, y le ha de encargar muchos recuerdos por casa, siempre con el sombrero en la mano, el ademán respetuoso, y sin la más mínima insinuación en demanda de una propina. ¡Eso no! Sayago no limosnea. Recuerdo, con este motivo, que en una de las conferencias que sobre este país dio en París el Barón de Rasse, esposo de doña Pilar Solsona, refiriéndose al desprendimiento de este pueblo, dice que una vez, cruzando por la plaza Constitución, encontró un moreno que repartía una publicación a toque de clarín, y que, habiendo tomado un ejemplar y queriendo retribuirle con una moneda, vio con sorpresa que el moreno la rechazaba.

¡Era Sayago! Sayago a quien le pagan para que reparta anuncios, y a cuya honradez repugnaba aceptar lo que aquel caballero creía el costo de la publicación que había tomado.

Esa honradez es la que le ha granjeado las simpatías que tiene. Sayago es lo que se llama un hombre de entera confianza, y en toda su larga vida no tiene un solo antecedente que afecte a su reputación.

Es activo y emprendedor; no pierde ocasión de hacer negocio, reparte esquelas, distribuye prospectos, pregona remates, o desde un extremo a otro de la ciudad, se oye todos los días el toque de su clarín, alegre y sonoro como una diana, cuyo eco repercute en todos los oídos, y sobre todo en el de su esposa Eugenia, que sabe muy bien que aquellos acordes y sonatas están representando el pan y el puchero en cuyo torno juguetean, descalzos y a medio vestir, los nietos de Su Majestad Conga, el insigne Lucango Cabanga, padre de aquel negrito que llegó a Montevideo allá por el año 11, a bordo del bergantín "Promptidao", y que hoy todos conocemos por el apodo de: "el corneta Sayago".

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