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El Cometa

Montevideo, octubre de 1882.-

De las cuatro de la mañana en adelante es cuando se ve el cometa, y aunque a la verdad bien podía el coludo astro presentarse a una hora más oportuna, creí de mi deber sacrificar algunas horas de mi sueño para corresponder a la visita del huésped celestial.

Di orden de que me despertasen a las tres y media, y me acosté sin poder conciliar al pronto el sueño, como sucede siempre que está uno con el ánimo preocupado por alguna novedad. Dábame vueltas entre las sábanas, traté de permanecer con los ojos cerrados, pero aún así veía por entre los párpados la imagen del cometa, con su brillante estrella, su flamígera cola, tal cual figurábame había de verlo en la madrugada.

No sé cuanto tiempo duró mi insomnio, pero sí sé que al fin debí dormirme, porque recuerdo que me sacaron de mi profundo sueño unos fuertes golpes dados a la puerta de mi cuarto y que me hicieron dar un respingo en la cama.

Sabe Dios en lo que mi imaginación se entretenía mientras el cuerpo dormía, pero seguramente que no soñaba con el cometa, porque los golpes me alarmaron, e incorporándome en la cama, grité:
-¿Qué? ¿Qué hay? ¿Han empastelado la imprenta? ¿Ha caído el Gobierno? ¿Se ha sublevado algún batallón?
-No, señor - me contestó el sirviente -, le despierto por el cometa.
-!Ah¡ !es verdad! el cometa, - dije para mí, e insensiblemente me dejé deslizar de nuevo entre las cobijas, tibias y amorosas, que parecían convidarme a continuar mi sueño.

¿Que voy a sacar yo con ver el cometa? me decía como queriendo convencerme a mí mismo de la inutilidad del madrugón. ¿Soy yo, acaso, astrónomo? ¿Voy a aprender algo?

Bostecé hasta desarticularme las mandíbulas, cerré los ojos, y entre ese ser y no ser precursor del sueño, acabé por decirme: -¿Para qué diablos voy a incomodarme? Al fin y al cabo, un cometa no es más que una estrella con cola, y estrellas veo todas las noches, y colas todos los días, y no vale la pena,...aaaaah!...

Tan! tan! tan! volvió a sonar a mi puerta, y el sirviente, que por más señas es gallego, me gritó a través del ojo de la cerradura:
-¡Señuritu! ¡El cumeta!
-¡Maldita sea tu casta! — hube de contestarle incomodado ya, pero comprendiendo que lo único que iba a sacar en limpio era alterarme la sangre sin conseguir continuar mi sueño, decidí hacer el sacrificio, sacrificio que segugramente nunca me agradecerá bastante el maldecido cometa.

Me desperecé, me restregué los ojos, eché hacia atrás las cobijas, por no volver a caer en la tentación de arrebujarme entre ellas, y me tiré de la cama maldiciendo del gallego, del cometa, y de mi impertinente curiosidad, que tan mal momento me proporcionaba.

Me calcé unas zapatillas, me puse sobre el camisón de dormir un abrigo, me encasqueté un sombrero, y tropezando en los peldaños de la escalera llegué a la azotea, punto estratégico desde dónde debía hacer mi observación astronómica.

Eran próximamente las cuatro. La luna, brillante todavía, estaba en su ocaso, preparándose a zambullirse en el mar antes que el sol asomase su cara chata por el oriente. Las estrellas titilaban en la ancha bóveda del cielo, semejando las reverberaciones del sol sobre el cristal azulado de las aguas en los días de calma.

La madrugada era templada y serena. Al este, una faja blancuzca anunciaba la proximidad de la aurora. El cometa brillaba... por su ausencia.

En torno mío, toda la ciudad dormía. Los pocos ruidos que se oían brotaban de en medio del silencio general con la misma nitidez con que brota una luz en medio de las tinieblas. No se escuchaba ese rumor confuso que parece el aliento de las grandes poblaciones, formado por mil ruidos distintos, concierto indefinible de herraduras, de ruedas, de voces de vendedores ambulantes, y de todo lo que forzosamente hace bulla en el continuo trajín de una ciudad en medio de la actividad del diario trabajo.

A la madrugada, todo está mudo. De entre el silencio, surge de repente el canto de un gallo, sonoro, alegre, y a ese canto contesta otro, y otro, y otro, como dando a la naturaleza el alerta por la próxima llegada del rey que la preside. Los gallos son los farautes pregoneros del sol.

Apagado el eco de los cantos, se oye el rumor lejano de un carro que se va acercando poco a poco, dando tumbos en las desigualdades del empedrado. Pronto desemboca por la esquina y pasa arrastrado al andar lento de una mula, que lleva el compás de los pasos abanicando sus largas orejas. El conductor, sentado en el arranque de las varas, activa el andar de la bestia castañeteando la lengua, y de vez en cuando le golpea el lomo con las riendas flojas, gritándole al mismo tiempo con voz cavernosa: "¡Vamos, macho!" Y el macho hinca la pezuña en los intersticios de las piedras, y tambalea el carro, por cuya trasera asoman las hojas crespas de color verdeceniza de las coliflores, y penden las hojas carnosas y lacias de las cebollas que conduce al Mercado.

Y a todo esto, ¡nada de cometa! Anchas fajas de nubes se ciernen sobre el horizonte, precisamente a la altura en que ha de verse el fenómeno. Por distraerme, miro otra vez a la calle. Sólo un hombre la puebla, que camina apresurado, haciendo zigzags de una acera a otra, con un largo bastón al hombro. Cada vez que se detiene, se extingue la luz de un farol, cuyo amarillento reflejo languidecía tembloroso, falto de la presión que le da ese blanco azulado con que brilla en las primeras horas de la noche.

A lo lejos, se ve cruzar al trote un tropel de caballos conducidos del cabestro, que van al agua, y por otro lado se ve llegar otra tropilla que vuelve ya del baño, con el pelo lustroso, marchitas las crines, la cola puntiaguda como un pincel que va goteando, y el lomo y las narices humeantes.

Ya son las cuatro y media y sin embargo el cometa no aparece. La luna se retira con su cara pálida surcada de ojeras cenicientas, como postrada de haber pasado la noche en vela; las estrellas se borran gradualmente en el cielo, como se borran en un espejo las manchas empañadas del aliento; las nubes de oriente se festonean con puntillas de un dorado pajizo, que poco a poco va acentuándose, hasta que pasando por todas las gradaciones del amarillo degeneran en flecos sonrosados, que a su vez se tiñen con más pronunciado tinte hasta llegar al rojo púrpura; y todo lo que dormía bajo el manto uniforme de la noche, empieza a despertar vistiendo los alegres colores que matiza la paleta abigarrada de la naturaleza.

De entre las brumas del río surgen los afilados mástiles de las embarcaciones; el campo empieza a verdear, se pintan de azul las aguas, y agujerean el diáfano ambiente de la mañana las altas torres de las iglesias, cuyas campanas llaman a primera misa con toque desganado, que acusa la pereza del sacristán, medio dormido todavía, y renegando allá en sus adentros contra las exigencias de su oficio que le obligan a levantarse con el alba.

Ya está claro el día, aunque todavía el sol no ha desbordado el horizonte. Todo empieza a revivir después de esa muerte ficticia en que la naturaleza repara las fuerzas gastadas en la jornada anterior. Los obreros, con la chaqueta al hombro y las herramientas de su oficio en la mano, van a su trabajo haciendo resonar en las aceras los herrados tacones de su calzado burdo.

Las beatas, rebozadas en sus mantos, se dirigen a la iglesia, encorvadas y presurosas, mirando de reojo por ver si descubren algo de que murmurar en sus conciliábulos. Los sirvientes salen con la canasta al brazo a la compra diaria; y los perros parias, sin dueño ni hogar conocido, vagan por las calles husmeando en las basuras alguna piltrafa para aplacar el hambre que los tiene consumidos y en clenques.

Conjuntamente con la naturaleza despiertan todos los ruidos que dormían. En el puerto se oyen los silbatos de los vapores que llegan, y como una bandada de aves de rapiña que acuden allí donde se divisa una presa, se ve desprenderse de los muelles toda una flotilla de balleneras que rodean el vapor disputándose el transporte de los que llegan. En tierra, el penacho blanco de la locomotora va de un lado a otro, acarreando los vagones que poco después ha de arrastrar cargados de pasajeros y mercaderías. Empiezan a rodar los carros, las puertas van poco a poco abriéndose, las chimeneas dejan escapar las primeras bocanadas de humo espeso, que remolineando se eleva verticalmente, y los gritos de los vendedores ambulantes comienzan a turbar el silencio del último sueño en que todavía está sumida la ciudad.

De pronto, se dibuja una ceja dorada en la aparente confluencia del mar con el cielo, y por minutos va levantándose el sol, que al destacarse completamente sobre el horizonte, parece una inmensa naranja que boya sobre las aguas.

Un himno de triunfo acoge su salida. Las alegres dianas de los cuarteles taladran el silencio con sus penetrantes notas, y el ronco redoble de los tambores se prolonga hasta perderse como un murmullo en las lejanas hondonadas que repercuten el eco.

Los vidrios de los altos miradores y los azulejos de las torres se colorean con todos los matices del iris; se oye el martilleo de los yunques; las embarcaciones del puerto izan las velas para que el sol las seque de la humedad de la noche; las golondrinas empiezan a rasgar el aire con sus puntiagudas alas, precipitándose como flechas hasta rozar el empedrado, y remontándose en seguida para posarse en fila sobre los sutiles alambres del telégrafo; y grandes bandadas de gaviotas llegan con su volar tardo y acompasado cerniéndose sobre la bahía en busca de una presa que arrancan de entre las aguas, en medio del clamoreo de las que no han conseguido saciar el hambre que las trae desde leguas y leguas.
-¿Y el cometa? - dirá el lector.
-¿El cometa?... Ahí va, disparado por el riel interminable de su parábola, arrastrando su flamígera cola con una velocidad mayor que la de una bala impulsada por la pólvora, sembrando a su paso el temor entre los ignorantes y la admiración entre los que contemplan extasiados las bellezas de la naturaleza, y aguzando la avidez de saber entre los que cultivan esa ciencia grandiosa que estudia los cuerpos que gravitan en los dilatados espacios interplanetarios.

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